Relecturas: Carmen Laforet



Londres. Mayo. 2010.

Se ha escrito tanto sobre Nada. Así que me evitaré la tentación de regurgitar algo impostado, falsamente analítico. Quiero aproximarme a este libro desde lo que he sido, un tardío visitante de Carmen Laforet a quién ni el instituto de barrio donde me eduqué, ni la ardorosa pubertad de lector en la que crecí, empujaron nunca hacia sus páginas. Mas ahora, alejado de todo aquello, transterrado en otra ciudad y otro paisaje, desconcertado por lo que observo, exploradas las estanterías de Foyles en Charing Cross, consciente muy a mi pesar del aislamiento intelectual de esta isla-mundo, topo con un ejemplar de bolsillo de Nada y algo desconcertante, parecido a una tabla de salvación, me impulsa a tomarlo. Su posesión resulta iluminadora. Porque, una vez más, sus palabras me revelan hasta qué punto la literatura es una cosa unitaria, líquida, compactada sin solución de continuidad, ni géneros ni fronteras académicas, donde lo onírico tropieza con lo inteligible, el lenguaje-suceso con la figuración realista, la bienestante “alta cultura” con el fragor inoportuno de lo popular. Y eso me tranquiliza. Porque Carmen Laforet vino con este libro a corroborar que la literatura tiene más de límite que de maña. Hay cientos de escritores con oficio. Buenos urdidores de historias, poemas o ensayos, limpios y homogéneos, dueños de un ingenio eficaz que nos deslumbra. Y es maravilloso que existan. Palpita en ellos parte del juego. Sin embargo, el zarpazo que aún nos produce Nada, sesenta y seis años después, evidencia a las claras todo aquello que no puede camuflarse detrás del savoir faire: la herida, la tensión del dolor, la violencia, el claroscuro, la tentativa por alcanzar un borde existencial o estético. Eso no se aprende en las escuelas de letras. Quizá por eso, algunos de los retratos y descripciones que Carmen Laforet nos arrojó a la cara como disparos, mantienen la misma densidad emocional de entonces. Hoy, en otro tiempo de carestía, injusticia y saqueo ético, sus palabras parecen regresar envenenadas de presente. No se trata de una (re)lectura, sino de una visión primeriza, inexperta. Como cuando, de muchachos, nos juntábamos fuera del horario lectivo al calor de algún profesor vocacional, de esos que apenas resisten ya las muchas e impenetrables reformas educativas, con el único desvelo de devorar y traspasarnos la vida leyendo a Camus, a Flaubert, a Baudelaire, a Leopoldo María Panero, a Claudio Rodríguez, a Herman Hesse o Salinger. La literatura libre de aparatos. Punzante y hechizada. Furiosa y plebeya. Adolescente e impúdica.

Dejo aquí unos párrafos de Nada por si hubiera otros despistados como yo que se perdieron entonces su milagro, así como el inicio de la versión cinematográfica que Edgar Neville dirigiera en 1947, apenas tres años después de su publicación:

http://www.youtube.com/watch?v=QWL9o1QLERQ


SEGUNDA PARTE

Capítulo X

(…)

No sabía si tenía necesidad de caminar entre las casas silenciosas de algún barrio adormecido, respirando el viento negro del mar o de sentir las oleadas de luces de los anuncios de colores que teñían con sus focos el ambiente del centro de la ciudad. Aún no estaba segura de lo que podría calmar mejor aquella casi angustiosa sed de belleza que me había dejado escuchar a la madre de Ena. La misma Vía Layetana, con su suave declive desde la plaza de Urquinaona, donde el cielo se deslustraba con el color rojo de la luz artificial, hasta el gran edificio de Correos y el puerto, bañados en sombras, argentados por la luz estelar sobre las llamas blancas de los faroles, aumentaba mi perplejidad.

Oí, gravemente, sobre el aire libre del invierno, las campanadas de las once formando un concierto que venía de las torres de las iglesias antiguas.

La Vía Layetana, tan ancha, grande y nueva, cruzaba el corazón del barrio viejo. Entonces supe lo que deseaba: quería ver la Catedral envuelta en el encanto y el misterio de la noche. Sin pensarlo más me lancé hacia la oscuridad de las callejas que la rodean. Nada podía calmar y maravillar mi imaginación como aquella ciudad gótica naufragando entre húmedas casas construidas sin estilo en medio de sus venerables sillares, pero a las que los años habían patinado también con un encanto especial, como si se hubieran contagiado de belleza.

El frío parecía más intenso encajonado en las calles torcidas. Y el firmamento se convertía en tiras abrillantadas entre las azoteas casi juntas. Había una soledad impresionante, como si todos los habitantes de la ciudad hubieses muerto. Algún quejido del aire en las puertas palpitaba allí. Nada más.

Al llegar al ábside de la Catedral me fijé en el baile de luces que hacían los faroles contra sus mil rincones, volviéndolos románticos y tenebrosos. Oí un áspero carraspeo, como si a alguien se le desgarrara el pecho entre la maraña de callejuelas. Era un sonido siniestro, cortejado de miedo. Vi salir a un viejo grande, con un aspecto miserable, de entre la negrura. Me apreté contra el muro. Él me miró con desconfianza y pasó de largo. Llevaba una gran barba canosa que se partía con el viento. Me empezó a latir el corazón con inusitada fuerza y, llevada por aquel impulso emotivo que me arrastraba, corrí tras él y le toqué en el brazo. Luego empecé a buscar en mi cartera, nerviosa, mientras el viejo me miraba. Le di dos pesetas. Vi lucir en sus ojos una buena chispa de ironía. Se las guardó en su bolsillo sin decirme una palabra y se fue arrastrando la bronca tos que me había alterado. Este contacto humano entre el concierto silencioso de las piedras calmó un poco mi excitación. Pensé que obraba como una hoja de papel en el viento. Sin embargo, apreté el paso hasta llegar a la fachada principal de la Catedral y al levantar mis ojos hacia ella encontré al fin el cumplimiento de lo que deseaba.

Una fuerza más grande que la que el vino y la música habían puesto en mí me vino al mirar el gran corro de sombras de piedra fervorosa. La Catedral se levantaba en una armonía severa, estilizada en formas casi vegetales, hasta la altura del limpio cielo mediterráneo. Una paz, una imponente claridad, se derramaba de la arquitectura maravillosa. En derredor de sus trazos oscuros resaltaba la noche brillante, rodando lentamente al compás de las horas. Dejé que aquel profundo hechizo de las formas penetrara durante unos minutos. Luego di la vuelta para marcharme.

Al hacerlo me di cuenta de que no estaba sola en la plaza. Una silueta que me pareció algo diabólica se alargaba en la parte más oscura. Confieso ingenuamente que me sentí poseída por todos los terrores de mi niñez y que me santigüé. El bulto se movía hacia mí y vi que era un hombre embutido en un buen gabán y con un sombrero hasta los ojos. Me alcanzó cuando yo me lanzaba hacia las escaleras de piedra.

Carmen Laforet

Albania 03



Vista desde el Ayuntamiento de Rubik. Mirdita. Norte de Albania. Junio 2010.

Hay una autovía que conecta Albania con Kosovo. Atraviesa la región de la Mirdita. Tradicionalmente esta zona montañosa se caracterizó por el aislamiento, la pobreza y la lucha por la vida. Entre montañas abruptas, sus habitantes fueron hilando una forma de estar marcada por la independencia. Dos soledades. La de un país esclerotizado y aislado internacionalmente por la dictadura de Hoxha. Y la propia incomunicación hacia dentro del resto de Albania. Mirditores, se hacen llamar. En cierta medida estas dos soledades nos atraviesan. Una nos abisma hacia dentro, otra nos acorrala contra el mundo. Hay que buscar carreteras que debiliten ese doble abandono. Me gustaría pensar que la literatura es una de ellas. Sin engaños. Sin trampas estratégicas. No en vano la nueva autovía se construyó para conectar el Adriático con el corazón de los Balcanes Occidentales. Un corredor por donde fluye la sangre de este nuevo orden internacional.

Desde el balcón natural que procura el Ayuntamiento de Rubik, contemplo las montañas de la Mirdita. Me acompaña una vieja estatuta de los tiempos del comunismo. Juntas nos hemos parado a observar:

sucede al amanecer
cuando damos forma a la destrucción—
juegos infantiles— piezas
desarmadas en sombras

obligados al autodiseño
vestimos pantalones de oferta
y dejamos que otros acumulen
el porvenir

EGL

Albania 02



Laguna de Vilun. Velipoja. Norte de Albania. Junio 2010.


Albania como doble lectura. Por un lado la realidad exterior que se manifiesta por medio de las imágenes que rodean. Primero Tirana. Después Skhodra, Velipoja, la frontera con Montenegro. La presencia inquietante del río Buna. En sendos lados los efectos aún devastadores de las inundaciones de febrero y la tozudez de algunos pueblos por recuperar la vida tras el rigor de las aguas. Sin apoyos públicos. Sin ninguna inversión. Olvidada cualquier forma de comunidad internacional.

Por otro lado el latigazo del último poemario de Óscar Curieses titulado Dentro. Como vasos comunicantes Albania y Dentro. Transfusiones de palabras, imágenes, fragilidades.

Dejo aquí el Poema III perteneciente a la sección Transparencias marinas:


Dos caballos beben sal junto a las rocas del acantilado y el mar unta sus ojos muertos en las olas:

Todos somos caballos en el agua profunda e intacta, y todos regresamos poco antes de la vida al origen que nos dio la muerte:

Es así: coceamos al océano y no sirve de nada. Las aguas ganan siempre nuestro paso. Primero somos caballos, después piedras:

Queremos la partida eterna de la muerte para colmar el hueco y renacer a la profundidad.


ÓSCAR CURIESES

Albania 01



Vista de Skhodra desde la habitación del hotel. Norte de Albania. Junio de 2010.


Albania


Tímpanos de páramo
tiempo de una Europa
en su desplome

como si el árbol del frío,
inmenso e insensible,
anunciara pronto un final—

neblina justo antes de la desaparición

Con ojos-ausencia que siguen alerta:
la de retaguardia escapando
la de raíz volviendo hacia su útero

manos apretadas
y labios polvorientos

animalhuida
del que no somos más que dos fragmentos

Bestias escapan en jauría
desahuciados que sudan subvenciones como quién
intoxica la sangre
con el veneno de sus hijos:

hay mantis devorando amantes
y cuervos ensalivando cadáveres
y oficinistas delante de su informe-dios

Tu corazón sobreescribe palimpsestos
te retuerces como pájaro
en medio de este lejanísimo burdel que llamamos perfección o realidad

Detrás espesura
por eso dices: arena, no he llegado hasta aquí para sucumbir
conoces de sobra la perforada materia
te agarras (como se abraza a un muerto)
y te llevas junto al salitre

Te recuerdo así
entre la belleza del desaliento
y el conflicto de la identidad

talonada por dientes y señales

qué reciente me pareces
sigues delante, tomando mis brazos, urgiéndome a correr
porque ya vienen,
lo sabes,
puedo escucharlos desde aquí
muy cerca
a unos pasos de distancia
sobre Tirana, Dürres, bancales
encenizados de Skhodra
¿es que no los oyes?
vienen por nosotros

Y sin comprender— origen del mundo,
te seguí porque el amor sucede contra la razón

contra todas las razones del duelo
y no lo comprendía porque eras demasiado triste
y el viento esquivaba las cornisas

Continúas
ahí
retrato robot:
ojos, cráteres digitales
manos, perros fundiéndose en su laberinto
cuerpo, resbaladero por donde se precipita lo insomne—

kula a la que se regresa por error

No creas que lo digo en sentido figurado, es real
criatura de luz entre otras criaturas de luz—

Traduces
el acto fallido
de vivir

Un pulso en vilo capaz de proyectarse

pero

alejada de cuanto fue aquello
tus dedos no pulsan la tecla salvadora
parecen un puñado de aviones
colgados contra el horizonte
y sigues gritándome: no he llegado hasta aquí para sucumbir
y ahora comprendo que sucumbir, para ti, suponía dejar atrás el invierno y el desamor

caiga

para encontrarnos

es pérdida

naufragan

flota en tu resistencia

quiénes o qué delante

marinas

hacia el ciego

y dentro

los más ciegos

y los más luz

criaturas

de carne

que traman

su quebradura—

Autorretrato




Acuarela. Conté. Londres. 2009. EGL.

Mutaciones en Lapieza. Junk Art.



Para quién no lo conozca, Lapieza es una local-instalación ubicado en el barrio de Malasaña (Madrid), calle La Palma 15, que todas las semanas sufre una mutación. Diferentes artistas, videocreadores, escultores, performances se dan cita allí y modifican el espacio, generando un work in progress permanente y renovado.

Si todavía no has ido te recomiendo que visites su blog: http://lapiezalapieza.blogspot.com/


Celebremos la existencia de este tipo de lugares en Madrid.

Varlam Shalámov. Una poética.



Varlam Shalámov pasó veinte años en el Gulag. Veinte largos años de nieve y podredumbre. La región de Kolimá, en Siberia, fue el paisaje de ese tiempo. Ahora, treinta y dos años después de ver la luz sus textos en Londres (1978), la magnífica editorial Minúscula se ha embarcado en la tarea de recuperar los seis volúmenes de Relatos de Kolimá. Y a modo de poética, dejo el primer relato que inaugura esta titánica obra.

Por la nieve

¿Cómo se abre camino en la nieve virgen? Un hombre echa a andar, suda y blasfema, avanza sin apenas poder mover los pies, hundiéndose a cada instante en la esponjosa y profunda nieve. El hombre se marcha lejos, marcando su camino con irregulares hoyos negros. Se cansa, se acuesta en la nieve, enciende un pitillo, y el humo de la majorka se extiende en una nube azulada sobre la nieve blanca y brillante. El hombre ya se ha marchado lejos, pero la nube sigue suspendida en el lugar en que se había detenido a descansar: el aire es casi inmóvil. Los caminos se abren siempre en los días de calma, para que los vientos no barran los trabajos de los hombres. El hombre se marca sus propios puntos de orientación en la infinitud nevada: una roca, un árbol alto. El hombre guía su propio cuerpo por la nieve del mismo modo que un timonel dirige la barca por el río de un saliente a otro.

Tras el angosto e inseguro rastro trazado se mueven cinco o seis hombres pegados el uno al otro, hombro con hombro. Pisan junto a la huella, pero no en ella. Al llegar a un lugar señalado de antemano regresan, y de nuevo caminan de manera que se aplaste la virgen superficie nevada, el espacio aún no hollado por pie humano alguno.

El camino está abierto. Por él puede ir gente, convoyes de trineos, tractores.

Si se sigue tras los pasos del primer hombre, huella a huella, se formará un sendero visible pero difícilmente transitable y estrecho: una trocha y no un camino, lleno de hoyos por los cuales es más difícil avanzar que por la nieve virgen.

El trabajo más duro es para el primero, y cuando a este se le agotan las fuerzas, lo reemplaza otro, de aquel mismo quinteto de cabeza. De entre los que siguen los pasos del primero, cada uno de ellos, incluso el más pequeño, el más débil, debe pisar un pedazo del manto nevado y no alguna otra huella.

Y sobre los tractores y a caballo no viajan los escritores, sino los lectores.


(1956)

Varlam Shalámov

Mejorando lo presente Poesía española última: posmodernidad, humanismo y redes. Martín Rodríguez-Gaona.




El escritor peruano Martín Rodríguez-Gaona acaba de publicar un texto ineludible dentro de la escena poética española. Después de algunas intentonas antológicas y/o críticas (pensemos, por ejemplo, en la ya manida La lógica de Orfeo: un camino de renovación y encuentro en la última poesía española de Luis Antonio de Villena, Visor, 2003; o en la más reciente de Calambur de la mano de Ángel Prieto de Paula: Las moradas del verbo. Poetas españoles de la democracia, 2010; o bien el ensayo heterodoxo y provocador de Vicente Luis Mora: Singularidades. Ética y poética de la literatura española, Bartleby, 2006), este libro viene a sistematizar y poner encima de la mesa un tipo de acercamiento analítico distinto y de cierto calado epistemológico. Frente a otras aproximaciones anteriores, Rodríguez-Gaona apuesta, sobre todo, por inscribir el panorama poético último (autores, la mayoría, nacidos después de 1970) dentro de lo que Bourdieu denominaba “El campo literario”, es decir, el entramado sociocultural, demográfico, tecnológico y económico del país. Puede parecer transitado, pero en lo que a última poesía española se refiere, este tipo de enfoques son relativamente inéditos. Con exhaustividad da cuenta de las transformaciones productivo-culturales de los últimos veinticinco años, de sus implicaciones en el ámbito literario, de la receptividad de los textos y el comportamiento de los lectores, del influjo de la tecnología como una nueva era post-gutenberguiana (de la que apenas empezamos a intuir sus efectos desestabilizadores) y del impacto que esto puede conllevar en la generación y difusión de la creación textual, del alambicamiento del sistema editorial y sus repercusiones en la configuración de nuevos cánones, y así hasta pergeñar un fresco relacional y entrópico de la actividad poética española. Un logro, a mi modo de ver, señero habida cuenta de los excesos impresionistas y simplificadores de un cierto tipo de análisis académico y/o recogido en los medios de comunicación de masas (véase, como botón de muestra, el último reportaje publicado por El País Semanal el pasado 13 de junio).

Mejorando lo presente tiene, además, otra virtud: la de proponer con mejor o peor acierto un mapa de lecturas (no exento, por supuesto, de ausencias notables) de la diversidad poética del país, de sus líneas de fuga, sus complejidades interiores, debilidades y carencias, entendiendo que este “mapa” es volátil, inestable y sujeto aún a permanentes cambios. Contrario a los conceptos de generación o grupo literario, Rodríguez-Gaona prefiere hablar de “redes”; frente a las lógicas dualistas (recordemos las disputas entre “poesía de la experiencia” versus “poesía del silencio”, “poesía comunicativo-social” versus “vanguardia”) el escritor peruano apuesta por la dialogicidad, de tal modo que lo que hoy parece configurarse como una tendencia estable, muy pronto se desordena y reconfigura en otra cosa, dada la mutabilidad de las formas de reproducción social y cultural de nuestro entorno más inmediato.

Ahora bien, en mi opinión, el libro dibuja un escenario, a veces, demasiado “buonista”. Como si la heterogeneidad intrínseca de las últimas promociones poéticas españolas, hubiera enterrado, definitivamente, cualquier modalidad de confrontación de poéticas; una especie de mixtura o “melting pot” donde todo tiene cabida por igual sin que genere fricción ni contraste identitario. Y en cierta medida, este modo de ver las cosas, apacigua, canoniza y certifica una especie de “fin de la historia poética” donde se diluyen las formas del conflicto textual. La sociedad-red se tragaría, entonces, la arena de disputa que es, y casi siempre ha sido así, el capital simbólico (de acuerdo a Gramsci) en aras de una integración “mutante” (que no articula sobre formas cerradas, sino sobre aperturas constantes, liminales, hacia nuevas fronteras artísticas) donde todas las poéticas quedan representadas. Seguramente sea simplificadora mi lectura, pero echo en falta varias cosas: En primer lugar una mayor problematización de las estructuras de poder y distribución del prestigio en el seno de esas nuevas promociones poéticas, y cómo esas estructuras de privilegio guardan estrecha relación (siguiendo con el enfoque bourdiano del que daba cuenta al principio) respecto a los procesos de producción social, cultural y económico del entorno. En segundo lugar la radiografía sobre los mecanismos editoriales independientes y la configuración del panorama de premios me parece demasiado bienintencionada, ocultando una realidad más amarga y confusa (tal y como vienen denunciando, desde hace tiempo, los integrantes del blog “Crítica y Contracrítica”). Y en tercer lugar, la preponderancia en el discurso del libro de los factores integradores, heterogéneos y conectivos, calcifica y desactiva, como ya he expuesto antes, buena parte del debate creativo y del contraste de poéticas, asunto éste espinoso pero repleto de potencialidad para la propia escritura. No en vano, a pesar de la aparente integración se mantienen exclusiones y formas sutiles de invisibilización hacia aquellas poéticas menos asimilables por parte del mainstream literario.

Sin embargo, más allá de las posibles y diferentes lecturas que cada quién pueda y quiera hacer, el esfuerzo de Rodríguez-Gaona por escapar del análisis puramente filológico es encomiable, ofreciéndonos un libro fronterizo, multidisciplinar, e imprescindible para cualquiera que desee conocer los movimientos que se están dando en la última escena poética española.

De la ola, el atajo. Valerie Mejer



Reseña aparecida el 11 de febrero de 2010 en Pájaros de Papel: http://blogs.laopinioncoruna.es/pajarosdepapel/


Hay muchas formas de estar en la palabra. Para algunos este territorio inquietante se transforma en perplejidad, en sustancia agujereada por donde se cuelan y abisman buena parte de las elucubraciones humanas. Para otros, simplemente, se trata de un medio con el que traducir la realidad objetiva, la que presuponen existe con independencia del lenguaje. Incluso hay algunos, como muy acertadamente nos indica Miguel Casado en su La experiencia de lo extranjero parafraseando a Gilles Deleuze, para quienes la imagen poética levanta acta del carácter no instrumental de la escritura, que no usa para transmitir algo que la precede, sino que existe en cuanto lugar de acontecimiento, donde se abren grietas en aquello que antes vedaba el conocer. Y por abundar aún más, también hay otros para quienes el lenguaje se convierte en una región fronteriza, de proyección y alcance de extrañamientos que reactivan su capacidad de vislumbre. El panorama, como podemos intuir, es variado. Ahora bien más allá del papel que otorguemos a lo lingüístico en la poesía actual escrita en castellano (asunto, por cierto, que tiene más de revisitación de viejas disputas filosófico-filológicas que de auténtico replanteo de la actividad poética), se barrunta en las últimas promociones una sobreabundancia de textos alejados de aquello que Raúl Zurita en el prólogo de este libro denomina "su sentido más urgente", es decir, su relación con la vida. Desconozco si es signo de los tiempos o hartazgo de una figuración autoritaria. Por favor, no se me malinterprete, no quiero decir que las poéticas, llamémoslas así, de corte ideacional, decididamente metalingüísticas, estén gastadas en el panorama literario. Todo lo contrario, frente a épocas pasadas (especialmente en nuestro diminuto país) podemos celebrar hoy la convivencia de una enorme diversidad de líneas de fuga. Sin embargo, por decirlo vulgarmente, con la que está cayendo, con el mundo que hemos heredado y que seguimos contribuyendo a escribir, con el insoportable dolor social que nos rodea, hay autores y autoras que se han conjurado para recuperar una de las capacidades más insurgentes de la palabra, a saber: su “volverse” a vincular con la vida, su “volverse” a convertir (desde un planteamiento ético y estético) en territorio de disputa. ¿Quiere esto decir hacer una literatura "materialista" en el sentido clásico y periclitado del término? Entiendo que no. Pero sí, quizá, una poesía que se "abra hacia la alteridad", que recoja con más complejidad las difíciles relaciones existentes entre poesía y realidad. Hacer extraño lo familiar para convertir en familiar lo extraño, hermanar el “viaje interior” con el “viaje exterior” a través de un lenguaje encarnado, visceral, emotivo y con capacidad para producir diálogo e intersubjetividad. Pues bien, en mi opinión, Valerie Mejer y su de la ola, el atajo constituye un ejemplo cuajado y vigoroso de este tipo de búsqueda. Un linaje que la emparenta, creo yo, con lo más perturbador de la poesía contemporánea. Para todos los interesados pueden encontrar este libro en la colección de poesía latinoamericana Transatlántica (http://amargordtransatlantica.blogspot.com).

Pero vayamos a la propia obra. De inicio, la autora mexicana propone siete secciones (de la ola, el atajo; Números rotos; En corto; Dos poemas sobre el salto que dio mi hermano en Edimburgo el 14 de diciembre del 2005; Tres para Z; Unheimliche y Radiación de fondo) cuya arquitectura nos proyecta, como lectores, hacia escenarios diferentes y en tensión. Lo urbano, la naturaleza, las ensoñaciones, los hechos biográficos, el dolor íntimo y colectivo, la imaginación, el recuerdo, la irracionalidad, la figuración, el universo alucinado, la coloquialidad... se vuelven polos de atracción entre medio de los cuales la palabra poética y sus imágenes glosan la discontinuidad. Valerie Mejer, sabedora de la frágil posición del escritor, percute contra el cuerpo de esos mundos diferentes que la rodean con el único instrumento que posee, la palabra, como si en ese gesto estuviese buena parte de la capacidad consciente e inconsciente del sujeto.

Los instrumentos que están cerca de colapsarse
son los más dóciles a la música.
Y es en ese sonoro
ser casi derruido
que se abre una puerta a la sucesiva llanura.

Porque la palabra de Mejer, por encima de cualquier paradigma, es ante todo pulso vital, desnudez de la propia vivencia, y del mismo modo que el devenir de los seres humanos parece a veces articularse en torno a la relación, la transformación y la desencialización, en su trabajo nos topamos con un fraseo roto, deshilachado, una versificación trimembre asentada en el verso libre, el poema en prosa y la brevedad del metro corto. Los poemas de la autora mexicana son una extensión parpadeante de todo lo humano, sin menoscabo de temas ni emociones. Poesía meditativa (inquiridora) en las tres primeras secciones del libro. Poesía elegíaca en la cuarta estancia dedicada a su hermano. Poesía irracionalista, narrativa, hermosamente surrealizante en sus tres últimos momentos. De la ola, el atajo da cuenta de la multiplicidad de lo vivo, rastrea las inconsistencias del sujeto contemporáneo, arma y rearma la posibilidad de actuar, de ser en la palabra “acontecimiento” como ya dije al principio de esta reseña recordando las palabras de Miguel Casado; interpela a un “otro” que puede ser ella misma o cualquiera de nosotros, pues la “alteridad” parece un viaje de ida y vuelta condenado a transformarnos de raíz. De todos modos cada marbete, cada etiqueta con las que codificamos el decir poético de Valerie Mejer apenas da cuenta de la multiplicidad de registros que este poemario dispersa.

No quisiera acabar sin esbozar el carácter potentemente intersubjetivo de este libro. En él, más que levantarse la voz de un sujeto, lo que se articula es una especie de trama dentro de la cual es posible el orden dialógico, la voluntad de conexión, porque los poemas de Mejer disfrutan de una estructura abierta, atenta a las tribulaciones de un “tú” (o, incluso, un tercero en la sombra) que permanece al acecho, siempre vivo en el texto ya sea de manera presencial, directa, ya sea emboscado tras una inquietante abstracción. En ocasiones esa alteridad puede ser interpretada como un trasunto de la propia voz poética, pero otras muchas, y ahí radica, creo, la intensidad de este libro, mana como una “posibilidad de mutualismo” más allá de la presencia obvia de dos cuerpos en diálogo.

Hace rato hubo relámpagos y ahora la luz se desplaza
y tú, ausente, pareces el fenómeno puro.

Hay un tercer que lo sabe todo. Que se burla.
Si está aquí que se vaya.


(del poema “Pie de página”)

Quizá esa “clave con la que los melancólicos se reconocen entre sí” sea la propia posibilidad de comunicación, el propio reconocimiento de la palabra como escenario para lo yermo y también para lo habitado, de ahí que cada poema de Mejer tiemble entre los límites de la condición de estar vivos o, como iluminadoramente nos señala Raúl Zurita en su prólogo, la urgencia de que la vida quepa en los escenarios claustrofóbicos de las palabras.

Derrota



Acuarela. Conté. 2009. Londres. EGL.

Una imagen de la crisis




Supongo que esta crisis está repleta de imágenes. Tantas como ciudadanos y miradas hay en el planeta. Imágenes, por ejemplo, como la de la reunión de algunos de los multimillonarios más influyentes del mundo que, en secreto, se encontraron el pasado 5 de mayo en Nueva York para discutir sobre sus esfuerzos filantrópicos y caritativos, o la enigmática y casi siempre fantasmagórica del Club Bilderberg en Sitges hace apenas una semana, adonde acudieron los encapuchados más poderosos de la tierra para “intuir” su (nuestro) futuro. La crisis lo proyecta todo, lo hipertrofia todo, como una turmix de dolor social que solo los hipócritas, los beneficiados, los mansos o los homicidas pueden y quieren apartar de sus retinas. La literatura casi nunca fue ajena a esta circunstancia. Libros, poemas, novelas se han repartido tantas crisis como palabras hay en el idioma. Desde universos alternativos, queriéndolo o no, la mayoría de autores han dado cuenta de la neurosis ética y moral a la que el capitalismo parece condenarnos. Incluso algunos llegaron a levantar poderosísimas ficciones de la condición humana “en crisis”, acercándonos el polisémico entramado de lo vivo. Así, hoy, deambulando sin rumbo por Notting Hill y Portobello Road, topándome con los cientos de carteles anunciadores del final del frenesí postindustrial, de la puesta en venta de casas antaño hermosas, bien cuidadas, orgullo de sus propietarios, símbolo y panacea de todo un sistema de valores defensivo e insostenible, descubro que uno de esos cadáveres inmobiliarios es la casa donde vivió George Orwell. For sale. John Wood and company. Y se me agolpan otras imágenes en la cabeza. La del gigantón de Motihari, India, asqueado por la injusticia racista del imperialismo británico. La del gigantón de Eton tratando de cuadrarse en aquel pelotón de milicianos del POUM en la Barcelona de la Guerra Civil. La del gigantón parisino de 1928 que, vuelto a Londres tras la derrota republicana, se instala en esa misma casa para escribir uno de los alegatos más encendidos contra cualquier forma de totalitarismo: 1984. También la del gigantón tuberculoso que solicita sin convencimiento, justo antes de morir, el rito anglicano para su entierro. Y entonces no puedo por menos que tomar una fotografía y aceptar que esta imagen de la crisis, una más, viene a condensar otras muchas repartidas por cientos de lugares. No aporta nada. No presupone nada. Se conforma, tan solo, con latir por encima de la neurosis.

Relecturas: Julián Ayesta




Una vez Roberto Bolaño dijo que muchas de las más bellas y turbadoras páginas de poesía durante el siglo XX habían sido escritas en prosa. Cuánta razón tenía. Disueltas ya (o casi) las fronteras entre géneros, nos toca ahora recomponer la mixtura que, quizá, siempre fue la literatura. Desde las vanguardias históricas la desestabilización constituye el ecosistema de nuestros actos creativos y, aunque persisten aún algunas voces negadoras de ello, el encuentro, de nuevo, con esa desestabilización implica, creo, relectura. Regresar a algunos de los textos que anticiparon (y nosotros sin oírlo) esa realidad volátil, mestiza, entrópica. Uno de esos libros me parece “Helena o el mar del verano” de Julián Ayesta. Diplomático asturiano, dramaturgo y novelista de una sola novela de apenas 90 páginas, publicada en 1952 en Ínsula y que, gracias a la sabiduría editorial de El Acantilado, ha vuelto entre nosotros recientemente. Poesía en estado puro. Fraseo y palabra que se transforma en suceso indagatorio, en propio acontecer como reclamaba Barthes. A Ayesta no le hizo falta más. Una memoria vívida de la infancia antes de la Guerra Civil. La bajada en apnea hacia el color del mar, la pasión de la vida, de modo que un verano, un invierno y de nuevo un verano (como si de un ciclo palingenésico se tratara) se revelan materiales suficientes para retratar los claroscuros de la alta burguesía gijonesa, el adoctrinamiento católico propio de nuestro país y las primeras calenturas del amor. Y no puedo por menos que imaginarme a Julián Ayesta en uno de sus últimos destinos diplomáticos (la ex república yugoslava) justo antes de otra guerra civil, la de los Balcanes, mientras ramonea mentalmente por las páginas publicadas en aquel lejano 1952, rodeado de una España autárquica y desangrada política y socialmente por otros exilios exteriores e interiores, por otro aislamiento. Y entonces, repasando el ejemplar adquirido hace meses en la Cuesta Moyano, edición de Seix Barral 1974, leído con obsesión una y otra vez durante semanas, intuyo cuántas lecturas serán necesarias para restaurar esa mixtura atomizada impunemente por la Academia o el facilismo crítico.


El norteamericano Benjamin Lee Whorf señaló hace mucho tiempo que el idioma, la lengua, es una suerte de comunidad lingüística, acuerdo implícito que organiza conceptos y adscribe significados, dentro de la cual podemos toparnos con dos fenómenos aparentemente antagónicos pero en esencia complementarios: los fenotipos ó categorías gramaticales con marcadores explícitos, y los criptotipos ó categorías gramaticales con contenidos implícitos; categorías encubiertas, inconscientes que dispersan significaciones ocultas, aunque funcionalmente importantes para esa misma comunidad lingüística. La poesía, o al menos una de sus laderas fundamentales (aquella que apuesta por el acto poético entendido como videncia) ha sido, creo yo, uno de los torrentes más poderosos de los que dispone una sociedad para nutrirse de criptotipos. Pues bien, si repasamos con detenimiento “Helena o el mar del verano” podemos advertir que sus páginas captan y encarnan el pathos de una comunidad, la española de los años treinta, y una clase social, la burguesía, de manera ejemplar, deslumbradora. Y más aún, podemos reconocer entre sus páginas “la gustosa nada de la vida” (en palabras de Gianni Stuparich), esa vaga percepción de la belleza y el espanto del mundo. Quizá por eso se trata de una novela inagotable, moderna, atravesada por un temperamento poético desnudo y fragmentario, o quizá un poemario emboscado detrás de la tenacidad insistente de la narrativa. Pero más allá de un camino u otro, estamos ante un fondo que retomar. Una pieza de precisión restauradora de lo que el “escribir” tiene de suceso vital y como, cuando ese acontecimiento se produce, de nada sirve los géneros y las separaciones.

Para acabar me gustaría traer un pasaje del libro, el correspondiente al arranque de su capítulo II: “En invierno”. Que lo disfruten.


La alegría de Dios


Y al final teníamos los pies fríos y la cabeza caliente y una cosa como un sopor y un velo rojizo sobre los ojos y la boca temblorosa y reseca. Pero lo peor no era nada de esto, sino el remordimiento…

El cuarto estaba en penumbra. La última claridad del crepúsculo iba hundiéndose detrás de los tejados, detrás de los árboles del jardín del colegio, detrás de una gran soledad como un enorme vacío amargo que se acercaba, que venía creciendo, haciéndose cada vez más cóncava, y nos íbamos sumiendo en ella como en la muerte… Y era de verdad la muerte, porque habíamos perdido la gracia de Dios, que era peor que perder la vida, porque era hacerse reos otra vez de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor, y esto después que Jesucristo había muerto por nuestra salvación. Y esto sí que era una ingratitud, un pecado horroroso, peor que asesinar a nuestra madre o a nuestro padre, mucho peor, porque al fin y al cabo ellos sólo nos habían dado la vida temporal, y Jesucristo nos la había dado eterna. Y pecar era como echar la Sangre de Nuestro Señor a los perros o todavía peor, que no se podía comparar con nada. Y no nos importaba nada el infierno, sino el dolor por nuestra ingratitud. Y a veces pensábamos que en el infierno estaríamos más felices que allí, porque sabríamos que Dios se estaba vengando de nosotros con todo derecho, y a la vez podríamos odiarlo con nuestra rabia. Y era uno más feliz odiando a Dios que sabiendo que Él había muerto por nuestro amor y que nosotros le amábamos, y que sin embargo pecábamos y volvíamos a colocarle la corona de espinas y volvíamos a darle latigazos y volvíamos a cargarle con la cruz y le volvíamos a clavar en la cruz y a levantarlo; que se le rasgarían horriblemente las heridas de los clavos al hundirse la cruz en el hoyo y de repente quedar parada en seco al chocar con el fondo; y que después volvíamos a darle la esponja con vinagre y hiel y luego la lanzada en el corazón. Y nos quedábamos todos silenciosos y con miedo, y mucho más que con miedo con dolor, porque éramos malos y merecíamos que Dios nos matara a todos de repente y que fuésemos al infierno en vez de ir a casa a cenar, allí con papá y con mamá, que no sabían nada y nos besaban sin saber que estaban besando a condenados. Y daba como grima besar a mamá que era tan suave y tan blanca y tan buena y tocarla con los mismos labios que habían besado aquellas láminas con aquellas mujeres desnudas y asquerosas y malolientes…

Julián Ayesta

Los ojos del poeta



Imágenes tomadas del libro de Elaine Feinstein Ted Hughes: The life of a Poet. Phoenix Paperback, 2001.


Homenaje al poeta con Carlos Fernández y Nacho Miranda a los lados


y se le figura
que el cuerpo escrito

agusanado
pero escrito

hurga
entre la asfixia

escalofría
la tierra

como si
la punta del mundo

fuera
por un momento

todo lo
profanado

veneno
que se hunde


E.G.L.

GALERNA, Revista Internacional de Literatura


Acaba de aparecer el número VIII de Galerna, Revista Internacional de Literatura. Para quién no la conozca, detallo a continuación sus aspectos fundamentales.

A modo de presentación
Galerna: Revista internacional de literatura, auspiciada por Montclair State University y The City College of New York, se propone tender un puente entre los escritores de España y las Américas. Deseamos sobrepasar fronteras y nacionalismos, y poder mostrar así las diversas corrientes estéticas en los múltiples escenarios literarios a ambos lados del océano.
Vivir entre fronteras idiomáticas y culturales es la experiencia más auténtica que nos une. Entendemos la lengua española como realidad multicultural traducida a claves lingüísticas que van más allá de un idioma específico para absorber otras experiencias idiomáticas redominantes en nuestra memoria cultural: el guaraní, el gallego, el euskera, el quechua, el catalán, el náhuatl y ahora también el español en los Estados Unidos.

Los editores de Galerna, que nos dedicamos de uno u otro modo a la literatura, deseamos que las lenguas no sean herramientas políticas, sino apreciación que va más allá de las fronteras idiomáticas, políticas, geográficas, culturales o nacionales, para ser una preocupación estética que nos una como una comunidad basada en el arte.

Directores:
Marta López-Luaces
Ernesto García López
Edwin M. Lamboy
Comité Editorial:
Poesía
Carlos Germán Belli (Perú)
Rodolfo Häsler (Cuba-España)
Eloísa Otero (España)
Juan Manuel Roca (Colombia)
Mercedes Roffé (Argentina)
Jenaro Talens (España)
Raúl Zurita (Chile)
Relato
Antonio López Ortega (Venezuela)
María Tena (España)
Ensayo
Arturo Casas (Galicia, España, Universidad de
Santiago de Compostela)
E-Mail:
Revistagalerna@hotmail.com
lopezm@mail.montclair.edu

Suscripción anual
Instituciones: $50.00
Individual: $30.00 en EE.UU./ €30 euros/ $15.00 en Latinoamérica
Dirijan toda la correspondencia a:
Montclair State University
Spanish Department
Galerna: Revista internacional de literatura
Dickson Hall 301
Montclair, NJ 07043
ISSN: 1541-4752

Agradecimiento: Los editores agradecen a las universidades Montclair State University y The City College of New York el apoyo brindado en la realización de este proyecto.
Índice del número VIII:
Poesía
Ana Gorría (España)
Judy Filc (Argentina)
Pilar Fraile Amador (España)
Juan Soros (Chile)
Esther Ramón (España)
Eduardo Rezzano (Argentina)
Carlos Jiménez Arribas (España)
Pedro Serrano (México)
Eduardo Mitre (Bolivia)
Relato
Gabriel Vommaro (Argentina)
Juan Jacinto Muñoz Rengel (España)
Jon Bilbao (España)
Esther García Llovet (España)
Ensayos
Debora Cordeiro Rosa (Brasil)
Escritores judío-latinoamericanos: conociendo al
desconocido
Laura Scarano (Argentina)
La escritura de los clásicos en la poesía de Blas Otero
Juan José Lanz (España)
Armas de mujer: Cuerpo, deseo y placer en la poesía
escrita por mujeres en España desde la transición a
nuestros días
Traducción de poesía
Martine Audet (Canadá), traducida por Mercedes Roffé
Uljana Wolf (Alemania), traducida por Vladimir
García-Morales
Annie Katchinska (Rusia), Adam O´Riordan (Reino Unido),
James Womack (Reino Unido), traducidos por Ana
Gorría
Reseñas
Xoan Abeleira (España), Animales Animales, por Ernesto
García López
Eugenio Rico (España), Aunque seamos malditas, por
Luis García Rico
Carmen Valle (Puerto Rico), Tu versión de las cosas, por
Alejandro Varderi.

Los Cangrejos Fantasmas de Ted Hughes

Poema extraído del libro El azor en el páramo, traducción, introducción y notas de Xoán Abeleira. Madrid, Bartleby Editores, 2010.


Cangrejos fantasmas, de Ted Hughes


Al anochecer, mientras el mar se oscurece,
Una oscuridad abisal se condensa, se concentra desde
[los golfos y los barrancos submarinos
Hasta la orilla del mar. Al principio
Parece un cúmulo de rocas desvelando, escurriendo su palidez.
Luego, poco a poco, la labor de la marea
Al retroceder va dejando sus productos,
Su poder se retira liberando las barquichuelas
[resplandecientes que resultan ser cangrejos.
Cangrejos gigantes, bajo sus cráneos lisos, mirando tierra adentro
Como una trinchera abarrotada de cascos.
Fantasmas, son cangrejos fantasmas.
Emergen
Un invisible derrame del frío marino
Sobre el hombre que pasea por el arenal.
Se desparraman tierra adentro, internándose en la púrpura humeante
De nuestros bosques y pueblos – una oleada aterradora
De enormes y pasmosos espectros
Deslizándose como tresnales por el agua.
Nuestros muros, nuestros cuerpos no son obstáculos para ellos.
Su hambre los lleva a alojarse en cualquier otra parte.
No podemos verlos ni apartarlos de nuestra mente.
Sus bocas burbujeantes, sus ojos
Con su lenta furia mineral
Se abren paso en nuestra nada donde yacemos en el dormitorio
O nos sentamos en el salón. Tal vez soñando alterados
O despertando sobresaltados al mundo de las posesiones
En mitad de un jadeo, un estallido de sudor, el cerebro
[bloqueado cegado
Por la luz de la bombilla. A veces, por unos minutos,
[una resbaladiza
Escrutadora
Espesura de oscuridad
Avanza presionando entre nosotros. Los cangrejos son
[los amos de este mundo.
Durante la noche, cercándonos o cruzándonos,
Se acosan, se aferran los unos a los otros,
Se montan, se despedazan los unos a los otros,
Se extenúan completamente los unos a los otros.
Ellos son los poderes de este mundo,
Y nosotros, tan sólo sus bacterias,
Muriendo sus vidas y viviendo sus muertes.
Al amanecer se repliegan sigilosamente bajo la orilla del mar.
Ellos son el tumulto de la historia, la convulsión
En las raíces de la sangre, en los ciclos de la concurrencia.
Para ellos, nuestros países atestados son campos de batalla vacíos.
Después, pasan el día recuperándose bajo el agua.
Su canto es como un fino viento marino ondeándose
[en las rocas de un promontorio,
Donde sólo ellos escuchan. Son


Los cangrejos, los únicos juguetes de Dios.

Animales Animales, de Xoán Abeleira


Reseña publicada en Galerna, Revista Internacional de Literatura. Nº VIII. 2010.
ISSN: 1541-4752.
En la década de 1840 cuando preguntaban a JMW Turner por la esencia de su estilo, el gran pintor inglés respondía siempre con la misma frase: Yes, atmosphere is my style. Bien podríamos transmigrar esta contestación al poemario Animales Animales del gallego Xoán Abeleira. Una de las cosas más sobrecogedoras de su lectura es que, por encima de rastros, hallazgos y filias emboscadas, sus textos permanecen en la memoria con una temperatura propia, una atmósfera conceptual y lingüística imprevisible, alejada de patrones más o menos estandarizados en nuestra lírica actual. Es verdad que podemos rastrear en ellos la huella transparente de la poesía anglosajona (Plath y Hughes, sobre todo) pero no es menos cierto que esa huella, ese rastro velado, queda redimensionada dentro de un decir potente y singular. Cada poema de Abeleira parece renombrar significaciones, recuperar musicalidades laterales, avivar, en definitiva, un cuerpo entumecido con el propósito de indagar nuevamente la prehistoria de la realidad. Y todo ello travestido de objetos, animales, naturalezas, tiempos sacralizados más allá de una (la nuestra) topografía material y materialista. Nos dice en su Notas del autor: Diez años después de escribir este poema (se refiere al titulado Preludio), escucho al maestro Antonio Gamoneda resumir la idea que se extiende en él (podríamos aplicar este mismo aserto a todo el poemario): «El lenguaje poético es un lenguaje aprendido cuando el mundo era sagrado». Ahora bien, la recuperación poética de lo sagrado necesita un nombrar también sagrado, una forma de enfrentarse a la palabra evitando tanto la (aparente) objetividad contemporánea como el naturalismo clásico. De ahí que Abeleira apele a la videncia, a lo chamánico, a la fuerza de lo existente en lo vivo, sin subterfugios ni barreras. Un lenguaje puesto en tensión y contagiado de instinto. Permítanme que reproduzca una parte del poema Vulpes Vulpes (Zorro): La noche me asiste / El cielo en celo / La luna en / Vulva que reverbera en mí / Con la insultante audacia de las bestias / El invierno / Preñado de lentitud / Me conformó / Ojo por ojo diente por diente / Como una lengua en la madriguera / Mi oscuridad rebosa / Soy lo que tengo este deseo / Y cuanto tengo / Debe buscar salir procurar / Algún espacio que lo comprenda.

El libro se estructura en tres partes que dialogan entre sí dejando a un lado el Preludio (una poética) del que dábamos buena cuenta antes. En la primera, Animales Animales, cada bestia, cada ser de la naturaleza duplicado por la videncia de la palabra nos sumerge en raras correspondencias que, pasadas por la atmósfera simbólica de Abeleira, se convierten en trasuntos de nuestra propia perplejidad. Todo este primer movimiento arrastra una acumulación incesante de animales que personifican nuestros miedos, nuestros anhelos, nuestras fragilidades, del mismo modo, imagino, que los hombres y mujeres del paleolítico convocaban a sus demonios en las pinturas rupestres. Nos informa el poeta en Rathus Rathus (ratas): Me digo bastaría / Con pegar la oreja al suelo bastaría / Con prestarle oídos la cabeza el cuerpo / Entero quizás a ese rumor inclemente / Para conjurar el miedo bastaría / Me digo y me repito / Con asomarse cada día a las cloacas / De todos de cada uno / Para aceptar definitivamente que están ahí. El segundo movimiento, Olca (poemas de amor animal), constituye a mi juicio uno de los hallazgos más deslumbrantes del libro. Alejado de la tradición poético-amatoria española, estos poemas despliegan una desconcertante manera de aproximarse al deseo, tomando como puntos de anclaje la animalidad (auténtico sancta santorum del poemario), la desnudez de la piel y, en consonancia con el resto de la obra, la sacralidad resguardada en las heridas del cuerpo. Impagables son los poemas De una a otra albada y Suite de la dicha cuyo final reproducimos a continuación: Ya lo ves / En esta edad en que el hastío nos golpea / Con su forma más insensata incomprensible / Yo canto la delicia de no tenerte / Para tenerte por siempre ya a mi lado / Pues entre los dos sabemos que / La dicha es la verdadera Revolución / Amor el colmo de la Insumisión. Tras dejar el interludio amoroso nos adentramos en la tercera y última parte del libro, Poemas animales, donde se recupera el tono de la primera sección mas ahora incorporándole un sentido temporal y colectivo más amplio que lo convierten en una suerte de indagación global, un intento por devolver a las palabras de la tribu la pureza perdida después de tantos siglos de racionalización (que no de racionalidad como sugiere el filósofo francés Edgar Morin). Estos poemas animales percuten con tanta fuerza o más que los de las secciones anteriores, dejando tras de sí en la retina lectora un eco extraño, magullado.

Roberto Bolaño en la entrevista que le hiciera para la televisión chilena Cristián Warnken, recordando algunos de sus poetas favoritos y desentrañando, desde su particular visión, las similitudes y diferencias de alguno de ellos sostenía que la distancia entre Baudelaire y Rimbaud estribaba en que el primero, a pesar de su aparente vida disipada, era dueño de todos sus recursos estilísticos así como del conocimiento de la deriva de su obra y, por eso, era un poeta sensato, un pater; en contraposición a Rimbaud y Lautréamont que representaban el papel del poeta adolescente, el poeta puro, intocado por la contaminación de la sociedad circundante. No quisiera excederme en la comparación pero Animales Animales se aproxima más a este segundo estadio, bebe más de las iluminaciones rimbaudianas, de las fragilidades “sin timón y en delirio” (uso términos referidos por el propio Bolaño en dicha entrevista rememorando un verso de su viejo amigo Mario Santiago Papasquiaro) que de las sensateces de los poetas cuya obra se levanta como una arquitectura dominadora. Hay algo intocado en la poesía de Abeleira. Algo visceral que mana desde lo vivo y la emoción. Y eso, en estos tiempos de renovado solipsismo, suena extraño y arriesgado. Algunos lectores, en cambio, lo agradecemos.


EGL

Alquimia del dolor

Poema extraído de Ritual, próxima aparición en Ediciones Amargord (otoño 2010)


Alquimia del dolor


I

En nada yo, bujía
de cuerpo y engaño—
hervidero de soledad.


II

sumergiendo venenos
y esparciendo el dolor
a voluntad de la noche.


III

De quién con el sonido detrás respira
el tacto y bebe la mirada—


IV

O se ajusta lo que más amó
(qué sabemos lo que más amamos)
contra el pecho de todo lo perdido.


V

Ese que, evidentemente, me ciñe
en asfixia viva
en desencanto vivo,


VI

en tantas alucinaciones
sin materia

aunque penetra por las fisuras
del movimiento.


VII

La distancia lleva a lo extraño
y lo extraño a mí.


VIII

Un anochecer de certezas—
Una sobrevida temblando por encima de lo real.


IX

Porque hace tiempo que lo propio
nebulosamente propio
codicia el párpado de la fuga—

X

Marcha hacia el confín acre
y la rambla del resucitado—
(Hay perversidades en el resucitado
del mismo modo que las hay en el confín).


XI

Fiero trabajo de animal
más allá de su doctrina y desgaste.


XII

No sé. Quizá sedimente el frío
cuando cerremos
la unidad y arrasemos con todo.


XIII

Áspero. Transfigurado. Atroz
incluso. Una aporía becketiana.


XIV

Pero después de tanto arreglo
tanto vaciarse dentro del espacio señorial
de la mansedumbre, quizá sean subversión
lo mestizo y desorden la espantada.


XV

Furia de bestias contra los cálculos.
Pasillos vibrantes contra un desayuno part-time.


XVI

No sé. Quizá la transparencia se incube
el día que nuestra cartera (a palos)
se entregue a la palabra.

El propicio día que vuestro detalle
no relumbre (fuego fatuo)
detrás de la memoria.


XVII

Ahora todo deviene espectáculo.
Caminito del simulacro.

Otra cosa el dolor (¿te acuerdas?)
del que sabemos tan poco
y es tangible
y muerde.


XVIII

Sé, quizá no haya rompiente
en la costa. Acoplado todo a una bodega
de insectos y tierra.


XIX

Tampoco eso es certeza—
Sucede el desplazamiento,
la asonada,
el desborde.

Suceden los ojos en aullido.


XX

Como una cavadura
sin hallazgo
que a sí misma se contiene.


XXI

Para entonces
hiato que ronda la niebla.



E.G.L.

Desconcierto visual sobre la poesía


Mapa mental sobre la escritura poética.


Grafito. Londres. 2009. EGL.

Cuadernos de guerra, Raúl Zurita


El desestabilizador, por Ernesto García López

Quiero dejarlo muy claro desde el inicio: ésta es la reseña perpleja de un lector acostumbrado a cierta retórica hispánica que, un día, se acerca por primera vez a la poesía de un escritor latinoamericano, chileno para más señas, cuya libertad formal y conceptual desborda las maneras de pensar lo poético. Raúl Zurita es un desestabilizador. Primero porque a lo largo de su extensa bibliografía ha sido capaz de redimensionar el combate ideológico entre la cultura (el ser humano) y la naturaleza (nature versus nurture, en fórmula de Galton), devolviendo a su pequeñez biológica al hombre y contrastando sus fragilidades frente al inconmensurable poder de la tierra. Segundo porque desordena lo colectivo dentro de lo individual y lo individual dentro de lo colectivo, tejiendo una malla intersubjetiva imposible de desmenuzar. Tercero porque agrieta los límites del tiempo y la historia superponiendo planos, yuxtaponiendo acontecimientos, de modo que la realidad pasada y presente se vuelve un magma vivo, alejado de concepciones más o menos logocéntricas. Cuarto porque la propia escritura poética se bifurca, se narrativiza, se vuelve suceso, se repliega en ocasiones hacia la musicalidad o se expande hacia la crónica imposible, antirrealista. Cuatro desestabilizaciones (podríamos encontrar muchas más) que, para un lector amansado en una cierta tradición ordenada de nuestra lírica, se convierten en un problema textual de difícil solución. Pero vayamos por partes.

Naturaleza y Hombre. Ahí están los Andes, el desierto de Atacama, como memorias simbólicas de una relación olvidada por nuestra pretendida sociedad post-industrial, o los paredones de la costa que se recortan sobre las ciudades chilenas levantadas a modo de soberbia o resistencia contra la propia pequeñez genésica del hombre. Porque si algo encontramos en todo su recorrido, también en este volumen titulado Cuadernos de guerra, es un rehacer lo natural dentro de la subjetivad humana. Ya no estaríamos ante la tradicional división entre Cultura versus Naturaleza sino todo lo contrario. El paisaje se ha vuelto cultural, con tal suerte que este libro (y toda la obra de su autor, supongo) bien podríamos vincularlo con lo mejor del art land. Así comienza este poemario:

El último manchón del atardecer caía cuando se
abrió el mar. Cortados a pique, los dos inmensos
paredones de agua se irguieron de golpe
rompiendo el horizonte y papá nos dijo que ya
estaba, que ahora podríamos marcharnos […]

La intersubjetividad. Si la poesía de la modernidad (pienso en la literatura ilustrada, romántica, vanguardias históricas, etc.) participa de las lógicas de la subjetividad, es decir, de la centralidad del sujeto contemporáneo y sus problemas (el individualismo, los Estados-nación, el laberinto de la identidad, la dicotomía entre Gemeinschaft-Gesellschaft, etc.); bien podríamos advertir que la poesía de la postmodernidad (como efecto contrario) parece bascular hacia su opuesto, hacia las lógicas de la desaparición del sujeto y la centralidad del simulacro, arrojando un universo simbólico plagado de fragmentaciones, atomizaciones y orientación por la objetividad. Pues bien, frente a todo ello, Raúl Zurita nos propone una nueva salida: la lógica (o ilógica, nunca se sabe viniendo de un autor tan poco dado al encorsetamiento conceptual) de la intersubjetividad, la centralidad del conectivismo entre sucesos mentales, biológicos y sociales, dando como resultado una poesía cohesionada en red, superadora de los planos “yo” y “otro”, “nosotros” y “vosotros”. Una suerte de terceridad bastante inédita en el panorama poético reciente. Buen ejemplo de ello lo encontramos en las secciones del libro tituladas Little boy y Verás auroras como sangre.

Tiempo e historia. Desde que Machado, para buena parte de la poesía escrita en español, anticipara los márgenes de lo que denominó “palabra en el tiempo”, muchos han sido los regresos a este problema crucial de la lírica contemporánea. De hecho, podríamos decir que algunos de los enfrentamientos más enconados (al menos en España) entre una concepción temporal de la palabra poética y una reivindicación de la autonomía del texto como tiempo propio ajeno o, al menos, en diálogo problemático con el tiempo histórico; se enmarcan dentro de este campo conceptual. Cuadernos de guerra, a mi juicio, intenta desbordar los límites de este campo, atravesando la secuencia del tiempo y, lo que es más importante, rompiendo las coordenadas ideacionales que lo encierran. Tenemos un excelente muestrario de esta intentona en las secciones Verás un país de sed y Verás flotas alejándose donde se unen la historia reciente chilena (especialmente la dictadura y sus efectos), la II Guerra Mundial, el tiempo de la naturaleza y la percepción subjetiva de todos esos tiempos en boca de una voz poética atravesada por inconsistencias y fragilidades.

Poesía narrativa. Ya es un lugar común en casi toda la literatura occidental que, con la llegada de las vanguardias históricas, las fronteras entre géneros quedan definitivamente borradas. Lo poético se inmiscuye en lo narrativo (ahí tendríamos ejemplos latinoamericanos de primer orden como Rulfo o Clarice Lispector), lo narrativo en lo poético (por seguir con el ejemplo de la mano de Ernesto Cardenal o el peruano Antonio Cisneros); lo pictórico y lo teatral entran en lo literario, lo performático, la disgregación… en definitiva, las paredes impuestas por la Academia decimonónica. Sin embargo, con la crisis de las vanguardias históricas, con el rearme del realismo, con el advenimiento del discurso postmoderno, con el giro lingüístico, parece como si de nuevo lo poético tuviera que quedar replegado dentro de una lógica de disputa entre conocimiento o experiencia. Una vez más Raúl Zurita parece enmendar esta lógica fratricida y a través de una textualidad inclasificable, nos propone una lectura narrativo-experiencial de nuestro más íntimo conocimiento-poético. Es decir, escapa a esa lógica y vuelve a conectar poesía-vida sin renunciar en ningún momento a su aliento ontológico. La palabra de Zurita engloba, globaliza, enreda, conecta las laderas de la emoción con las laderas de la razón dinamitando el propio escenario de ese enfrentamiento. Prosa y verso dejan de ser lo que los manuales dicen que son, para convertirse en una única textura literaria, un magma encarnizado cuya mayor potencia radica en su capacidad de interpelar y hacer vida.


EGL

Tríptico o cerco

Poema extraído del libro RITUAL, de próxima aparición en Ediciones Amargord (otoño, 2010)


Tríptico o cerco


La cámara donde nadie pueda verla. Filmar la vanguardia desde la tumba de barro.

__________

Un pueblo encima de las lentitudes.

_________

Y debajo, apuntaladas las pasarelas, ceñido el madero al hueso de la tierra, un cuerpo persigue con su linterna el otro lado de la bestia.


E.G.L.

Auerbach y la guerra moderna




Video. Londres. 2009. Ernesto García López.

Grisú, de Esther Ramón.





Dinamitamos precarias galerías. Por Ernesto García López.

El paisaje es un producto cultural; implica agencia, no objeto pasivo. El descubrimiento de la naturaleza tuvo lugar durante la Revolución Industrial, cuando una clase propietaria obtuvo el tiempo ocioso necesario para racionalizar simbólicamente el entorno. De ese modo paisaje e ideología burguesa se hermanaron dentro de algunas manifestaciones artísticas. Fueron los tiempos del landscape británico, de los pintores paisajísticos que supieron «reconstruir» en términos ideacionales, utópicos, un contexto ecológico que, por el contrario, se degradaba a pasos agigantados, dando lugar a lo que algunos geógrafos denominaron después «paisajes negros» (concentración en un mismo territorio de minas, empresas siderúrgicas, ciudades, industrias textiles, insalubridad). No es casual que en los primeros tiempos de acumulación capitalista el acercamiento del hombre al entorno sufriera esta doble aproximación: idealismo burgués de la naturaleza por un lado (bucólico, desresponsabilizador, fértil, libre del conflicto social) y oscura presencia de las fuerzas productivas en otra (la urbe industrial y sus problemas de la que nos dieron cuenta los realistas franceses, Dickens o incluso nuestro querido Baroja). Casi siempre ha latido debajo de ese objeto cultural denominado «paisaje»ese doble movimiento. Sin embargo, por encima de perspectivas enfrentadas, la consideración de lo natural como construcción cultural parece haber sobrevivido e, incluso, ampliado su sentido. Las tecnologías de la información y la comunicación vienen a problematizar aún más el escenario, pues el paisaje no sólo tiene traducción mental, sino también fisicidad cibernética, ficticia al mismo tiempo que real (por ejemplo en Google Earth).
La construcción cultural del paisaje ha sido un tema de primera magnitud en la literatura. Incluso podríamos decir que a través de la literatura se ha operado esa culturalización del medio, ya fuera a través de las Correspondencias baudelarianas y su linaje metafórico (por ejemplo, en nuestra lírica, el aliento machadiano), o del realismo y su figuración que han sabido recrear emociones y sentimientos tomando como puntos de partida el correlato ecológico. Incluso podríamos decir que, en cierta medida, la literatura, al menos en su vertiente romántica (frente al materialismo ilustrado), recompuso aquello que muchos pueblos indígenas guardaban en el seno de sus cosmogonías y saberes populares: los paisajes que se oyen (soundscapes), los paisajes como visiones de mundo (puntos de anclaje de la memoria colectiva), la «poética del espacio» en definitiva. El filósofo francés Merleau-Ponty distinguía entre «espacio geométrico» y «espacio antropológico», de tal modo que habría tantos espacios como experiencias, es decir, el espacio sería, antes de nada, un lugar practicado (un lugar vivido). De ahí que en el análisis antropológico nos encontremos dos corrientes antagonistas: aquellos que abogan por una concepción ideacional, abstracta (y que reivindican el término «espacio») y aquellos que plantean una concepción materialista («lugar») entendida como forma practicada, cargada socialmente. Pues bien, a mi modo de ver Grisú se levanta, y ahí radica parte de su fuerza, como un poderoso artefacto artístico con capacidad para trascender ese dualismo estéril estableciendo canales de comunicación e intersticios entre ambas concepciones. Me explicaré.
Siguiendo la estela de sus anteriores libros, Esther Ramón se acerca al espacio (en este caso el universo de la minería) desde una concepción puramente simbólica. «En el fondo del fondo, en la mina del más allá, está la noche, la noche que siembra y dispersa como si hubiese todavía otra noche, más nocturna que ésta», nos dice Maurice Blanchot en la cita que abre (y en cierta medida marca la temperatura emocional del texto). Todo el poemario se arbitraría como una bajada en apnea hacia el interior del corazón humano, sus fragilidades, sus estratos de dolor y de belleza, sin renunciar a las «piedras preciosas» que en él habitan, pero sabedora de las «fugas de gas» que también acechan. Nos encontraríamos ante un texto introspectivo, balbuceante, hipnótico, que aprovecha toda la potencia verbal del metro corto, sincopado, abierto en sus inicios y finales, rotos desde un punto de vista formal, pura fuerza concentrada en un fraseo inquietante a la vez que hondamente musical. Pero este movimiento sólo muestra, en mi opinión, un lado del libro. Porque del mismo modo que la introspección se apoya en la capacidad de la palabra de ser «escritura», es decir, acontecimiento en sí misma, nos encontramos también con un enraizamiento en el dolor social, difuso, en la carnalidad de sus presencias (animales, personas) y, en definitiva, en ese mismo espacio como un hecho practicado, encarnado en la materia viva. La mina no deja ser más que un «paisaje negro» que da cuenta de todos los «paisajes negros» que atraviesan nuestra contemporaneidad. Si me permiten la licencia les diría que parecen sobrevolar este libro unos ojos con doble mirada: la que se construye desde el iris hacia fuera: «dinamitamos / precarias galerías», «a pasar por / ciertos túneles / bufidos el vapor» y la que se enraíza desde el cristalino hacia dentro: «en los ojos el / rojo interno / de dos conejos / blancos muy / juntos». Esa mirada bifronte, intersubjetiva, con presencia en dos mundos aparentemente enfrentados (el del fondo y el de fuera), pero conectado por la «elástica» «cuerda de equilibrios» que sube y baja del uno al otro. La poeta, el ser humano vaya, parece moverse por esa cuerda con la lucidez de lo precario. Ya sé que todo lo expuesto hasta ahora no es más que una interpretación posible dentro de un universo inacabable de interpretaciones alternativas, pero me parece pertinente incardinar la lectura de Grisú en el contexto del debate sobre el «espacio» y el «paisaje» porque, a mi modo de ver, constituye uno de los nudos gordianos de nuestros días.
Esther Ramón constituye un caso extraño dentro de la lírica más reciente. Sus libros apuestan por estructuras, tropos, indagaciones que se alejan de lo puramente coyuntural o, por el contrario, artificial. En ellos late la creencia firme en la palabra como «videncia», pero también como incendio social. Es como si los paisajes que pueblan su literatura (de la que sus títulos constituyen un buen ejemplo: Tundra, Reses, Grisú, y los inéditos Morada ó Caza con hurones) estuvieran cargados de ese doble movimiento del que dábamos cuenta al inicio de la reseña: materialidad como lugar practicado, vivo, por un lado y ensoñación inquietante como territorio cultural, poética del espacio por otro. Que lo disfruten tanto como yo.

Caterva


Acuarela. Carboncillo. Conté. Londres. 2009. Ernesto García López.