EL ESCRITOR COMO LECTOR.



Elegimos un personaje, lo explicamos de la mejor manera posible. Lo convertimos en una presencia casi tangible. Al dejarlo caminar por su cuenta, nos perdona.

Álex Chico


Uno de los viejos problemas de la literatura es el de la enunciación. Con la crisis del sujeto que abre la modernidad, la relación de la poesía y la prosa con el “yo” es conflictiva. Así, la construcción de personajes que encarnen vidas tangibles, subjetividades complejas, identidades encarnadas, se revela como una suerte de hilván anudado y desanudado en permanente conflicto. Después de Melville, Dickinson, Joyce, Vallejo, Kafka, Beckett, Pessoa (por dejar sólo unos nombres) no es posible escribir y no plantearse como problema la carcasa de la voz enunciadora. Y no hablo sólo de aquellas obras que, de un modo más o menos explícito, tengan como fundamento de existencia el relato de una experiencia personal, introspectiva. Incluso en aquellos textos cuyo pulso se desplaza hacia otros mundos ajenos a la propia interioridad, la tensión sobre el lugar desde el que se proyecta narrativamente esa mirada es fuente de severos desasimientos.

Una de las estrategias que ya desde el Quijote más se ha explorado en la literatura contemporánea para enfrentar este problema, ha sido eso que vulgarmente se denomina “el manuscrito encontrado”. El autor, en un ejercicio de distanciamiento, se transforma en mero lector, traductor y/o socializador de obra ajena, por casualidad hallada, que pasa desde ese mismo momento a comandar el hilo del relato. Con esta posición, el autor queda desplazado, estableciéndose una especie de igualación en su condición espectadora con el propio lector, codificándose entre ellos una relación copartícipe.

Los dos libros en los que vamos a fijarnos hoy, aun siendo completamente distintos entre sí, presentan algunas coincidencias sugerentes que, quizá, pueden ser reveladoras a la hora de acercarnos a sus escrituras. Mario Martín Gijón y Álex Chico comparten dos atributos de carácter biográfico. Ambos nacieron en Extremadura y ambos tienen casi la misma edad (uno nacido en 1979 y el otro en 1980). Sin embargo, el filamento que hace dialogar estos textos hoy tiene que más ver con ese mecanismo del “manuscrito encontrado” del que ya he hecho mención, y que articula ambas obras. En el caso de Un otoño extremeño, de Mario Martín, asistimos a la voz de un autor-traductor que se limita a presentarnos el cuaderno o diario de un personaje, el investigador forestal Thomas Jung, alemán para más señas, durante su breve estancia en la región extremeña. Al mismo tiempo en Sesenta y cinco momentos en la vida de un escritor de postdatas, advertimos la recopilación por parte del autor (en tanto que amigo) de un conjunto de anotaciones que descubren la voz particular de un poeta, E.P., distinto del propio urdidor del libro. De este modo, apenas superadas las primeras páginas, los escritores Mario Martín y Álex Chico abandonan por propia voluntad su papel “autorial” para alinearse con nosotros en la bancada de la lectura. Más allá del juego formal, ya clásico por otro lado, creo que esta posición es toda una declaración de principios y en su mecanismo operan algunas de las tribulaciones esenciales de nuestro tiempo. ¿Qué lleva a estos autores a reintroducir en sus escrituras dicho mecanismo? ¿Por qué sigue siendo necesario inscribir en los fundamentos de la prosa ese distanciamiento de la enunciación? No creo que sea baladí ni meramente una cuestión de estilo narrativo. Tengo la sensación que para las escrituras que se están consolidando en el corazón de la crisis de nuestras sociedades capitalistas neoliberales (sobre todo a partir de los años dos mil), la cuestión del sujeto, de la subjetividad, de la “identidad narrativa” que diría Paul Ricoeur, constituye una herida orgánica, una fisura por donde respiran parte de nuestras zozobras.

Allá por los años noventa, Christa Bürger y Peter Bürger se vieron impelidos a escribir una “historia de la subjetividad” porque, a su juicio: “El sujeto ha caído en descrédito. Desde el giro hacia la filosofía del lenguaje el paradigma de la filosofía del sujeto se considera obsoleto. Ciertamente hay autores que la defienden, y en Francia se habla incluso desde hace algún tiempo de un «retour du sujet», pero la mayoría de las corrientes filosóficas (filosofía analítica, estructuralismo, teoría de sistemas, incluso la teoría de la comunicación) se las arreglan sin sujeto. El paradigma, según se dice, se encuentra agotado.” Sin embargo, el impacto de las diferentes crisis capitalistas recientes (crisis económica, política, ecológica, social y cultural) y los desajustes en la identidad individual y colectiva que comportan, el problema del sujeto, la relevancia de la experiencia social como territorio privilegiado para un mejor conocimiento de la realidad, han devenido otra vez en insumos esenciales para la inteligibilidad. Ahí están los trabajos socioantropológicos de François Laplantine, Bernard Lahire o Claude Dubar como testigos ardientes de esta cuestión. Por eso, a mi entender, la técnica del “manuscrito encontrado” de estos libros es algo más que una mera estrategia retórica. Sería algo así como un “recurso epocal”, un sedimento narratológico de estratos y conflictos mayores que atraviesan nuestras vidas y devenires.


El lenguaje de la naturaleza

Un otoño extremeño es un libro gozoso. Más allá de las anécdotas concretas por las que discurre este (¿imaginado?) investigador alemán en tierras extrañas, querría destacar dos aspectos que me han resultado emocionantes como lector. En primer lugar, asistir al despliegue de un lenguaje acaso casi ya finiquitado por el “tsunami urbanizador” en la literatura posmoderna. Qué placer poder demorarse en ciertas descripciones de la naturaleza, de la topografía rural, en la nomenclatura científica de la masa arbórea, de los nombres de lugares y pueblos. He sentido como un reverdecer de esa literatura española de los años cincuenta, maltratada posteriormente, pero que supo registrar como pocas el acabamiento de un mundo que apenas ahora tiene presencia discursiva en nuestras vidas sino es, como nos recuerda Sergio del Molino, en tanto que lugar “vacío”. Mario Martín parece rebelarse contra ese arrase y, en oposición, es capaz de registrar, dotar de potencia evocadora mediante un lenguaje generoso, recuperado y plural, toda la riqueza moral y paisajística que aún descansa en las dehesas, las áreas montañosas, los pueblos y los bosques de Extremadura. Es un libro de amor. De amor a un tierra difícil, plagada también de generosidad y hondura. Pero es un libro de amor que no obvia la desaparición, que no desfallece ante la presencia total de aquello que parece condenado a extinguirse. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto con una “novelita” (no lo digo en sentido malintencionado, sino todo lo contrario, por su exquisita e intensa brevedad) capaz de reconstruir todo un ecosistema socionatural.


El segundo de los aspectos que más me han interesado de su lectura, ha sido la propia temperatura de los personajes, su urdimbre. Creo que en este diario presenciamos algunas de las angustias internas que perforan al individuo moderno, al hombre o la mujer disconforme con el devenir de las cosas, con los entornos sociales poblados en exceso de racionalismo instrumental, ahogado por ese desolador “logocentrismo” desconectado del medio ambiente. En este sentido, creo que se trata de un libro ético y comprometido con eso que llamaríamos ecología. Ahora bien, no lo hace desde un programa político, desde una subordinación de la escritura al mensaje. Se articula más bien, creo, desde las contradicciones que acosan a la identidad de todo sujeto contemporáneo.



La escritura como vacío, incompletud y desmesura.

La experiencia de lectura de Sesenta y cinco momentos en la vida de un escritor de posdatas me ha resultado alumbradora. En este “librito” (sigo con los diminutivos en tanto que afecto y máximo respeto) creo que se sistematiza toda la “poética” completa de Álex Chico, quiero decir, su modo de entender la escritura y la literatura en un sentido amplio. O mejor dicho, en la medida que Álex Chico se nos iguala en tanto que lector de sí mismo, asistimos a la “(des)carnadura” de su propia poética, en la que no se nos hurta la posibilidad de rastrear inconsistencias, contradicciones, iluminaciones, disonancias y consistencias. Cada una de las “posdatas” de esta obra daría para armar una sesión en cualquier taller de escritura creativa, pues en ellas (adensadas) se nos van componiendo las muchas preguntas que cualquier persona que desee escribir tarde o temprano se hará. En este sentido creo que este texto lanza dos desafíos de primera magnitud. Entender, por un lado, la potencia e incompletud que toda escritura inocula. Por otro asumir el vacío, la desmesura de lo literario y al mismo tiempo su anotación pegada al hueso de la vida, es decir, su inequívoca capacidad para rozar (aunque sea levemente) eso que llamamos verdad. Es un aprendizaje laborioso que exige de nosotros una constante dedicación. Y esta obra contribuye poderosamente a esa labor callada, a veces dolorosa, casi siempre necesaria.





Referencias bibliográficas:

Bürger, Christa y Bürger, Peter (2001). La desaparición del sujeto. Una historia de la subjetividad de Montaigne a Blanchot. Madrid: Akal.

Chico, Álex (2016). Sesenta y cinco momentos en la vida de un escritor de posdatas. Sevilla: La Isla de Siltolá.

Del Molino, Sergio (2016). La España vacía. Viaje por un país que nunca fue. Madrid: Turner.

Martín Gijón, Martín (2017). Un otoño extremeño. Mérida: Editora Regional de Extremadura.


Ricoeur, Paul (1996). Sí mismo como otro. Madrid: Siglo Veintiuno de España Editores.

VUELO 11 DE AVIANCA




Todo son palabras y colores dentro de mí que ya no sé muy bien qué representan. Me asusta pensar que invento y no fue así, y lo que descubro, el día de mi muerte lo veré de otro modo, justo en el instante de desvanecerme.

María Teresa León



La madrugada del 27 de noviembre de 1983 se estrellaba en las inmediaciones del aeropuerto de Barajas un avión de la compañía colombiana Avianca. De los ciento noventa y cuatro ocupantes sólo once personas salieron con vida. Entre ellos una familia completa, Patrick y Elisabeth Néger, franceses, junto a sus dos hijos de tres años el primero y veintitrés meses el segundo. Un milagro, la verdad. La aeronave hacía el vuelo París-Bogotá con escala en Madrid. En cuanto se conoció la noticia corrió como la pólvora por todo el planeta. Muchos fueron los países que desgraciadamente aportaban víctimas al accidente. Francia, Colombia, Suecia, Israel, Venezuela, España...

Hasta aquí todo cuadra con la crónica desafortunada de cualquier catástrofe aérea. Sin embargo, aquel vuelo 11 de Avianca, entierra dentro algunas historias insólitas. Como por ejemplo la de los dos oftalmólogos madrileños, Luis López Bartolozzi y Federico Moreno Casanova, que regresaban de un congreso científico en Irán. O la de la venezolana Carmen Navas, superviviente, quién en el Hospital del Aire donde fue ingresada sólo podía mascullar las palabras “siete-cuatro-siete”. O la de los muchos cadáveres sin identificar que hubieron de ser sepultados en una fosa común de Coslada. O la de otros difuntos que fueron mal identificados a quienes hubo que exhumar para ser devueltos después a sus familiares. Pero de entre todas las historias hay una que me obsesiona. Una que tiene una relación directa con la literatura. En aquel desgraciado “avionazo” (como dicen en México) fallecieron cuatro de los mayores escritores latinoamericanos de su tiempo: el peruano Manuel Scorza, la argentino-colombiana Marta Traba, el uruguayo Ángel Rama y el mexicano Jorge Ibargüengoitia. Además de ellos los pintores colombianos Jairo Téllez y Tiberio Vanegas, así como la afamada pianista catalana Rosa Sabater. La mayoría viajaban en aquel avión para asistir al I Encuentro Hispanoamericano de Cultura, donde se iba a llevar a cabo un homenaje a la “Generación del 27”. Promovido por el presidente de Colombia Belisario Betancur, constituía uno de esos primeros encuentros literarios cuyo objetivo era, tras la normalización democrática en España, la reconexión de las “literatura del allá” con las “literaturas del acá” (parafraseando a Cortázar). La desgracia no quiso que se sumaran nuevas víctimas literarias, pues en la escala madrileña dispuestos a subir a bordo aguardaban los académicos españoles Luis Rosales, José García Nieto y Guillermo Díaz-Plaja.




Para quién no conozca a sus protagonistas, diremos que Manuel Scorza era por entonces uno de los narradores latinoamericanos más afamados toda vez que había terminado y publicado su saga completa “La guerra silenciosa” en torno a las revueltas indígenas del altiplano peruano. Marta Traba representaba quizá lo mejor de la crítica de arte en el continente cultural hispanoamericano (con aquel programa televisivo titulado “Historia del arte moderno contada desde Bogotá), pero es que además era una narradora prestigiosa pues su primera novela, “Las ceremonias del verano”, había conseguido en 1966 el premio Casa de las Américas. Ángel Rama, su marido entonces, sin lugar a dudas el crítico literario más influyente del momento, había sido elevado por algunos a la categoría de gurú del boom. Por último, Jorge Ibargüengoitia representaba una de las figuras clave de la narrativa mexicana, maestro de muchos escritores posteriores. Los cuatro vivían por entonces en París. Manuel, Marta y Ángel como exiliados políticos, debido a las dictaduras militares en sus países de origen, Jorge en una suerte de distanciamiento necesario de la asfixia priista.





Reconozco que todo esto desde hace un tiempo ocupa mi mente. Llevo meses pergeñando ideas y textos, acudiendo a la Biblioteca Nacional para recopilar noticias de prensa de aquellos días… Me pregunto las razones internas por las que siento tanta fascinación, y de un modo quizá precipitado llego a la conclusión de que en su acontecer cristalizan muchas líneas de fuga culturales, una de las cuales (creo) nos informaría de la literatura en español y su historia. Tiendo a pensar que eso que llamamos de un modo abstracto e impreciso “literatura en español” no es más que una suerte de comunidad cultural transnacional. Una novela de novelas. Una compleja y heterogénea superposición de corrientes culturales interconectadas unas veces, abisalmente aisladas otras. Nuestra historia colonial ha producido como resultado una “comunidad de habla” fragmentada, internamente diversa, imposible de codificar sólo a partir de la matriz “nacional”. Además, la “colonialidad del poder” como señalara el sociólogo peruano Aníbal Quijano, atraviesa todas y cada una de las formas sociales de nuestros países, de modo que no podemos obviar sus efectos estructurales en cualquier manifestación sociocultural. En el caso de la literatura, la guerra civil española, el exilio intelectual republicano, la larguísima dictadura franquista, así como el propio y convulso devenir de los estados y sociedades multiculturales latinoamericanas, han imposibilitado el afianzamiento de una suerte de recomposición de esa comunidad de habla. Así, por ejemplo, tal y como señalan los críticos Ignacio Echevarría, Andreu Jaume o Nora Catelli, durante los años sesenta y setenta coincidieron en el tiempo y el espacio dos procesos literarios superpuestos que, lamentablemente, apenas fueron capaces de dialogar entre ellos de un modo cómplice y profundo. Me estoy refiriendo, por un lado, al intento de renovación y “limpieza retórica del idioma”, de “afinación de la herramienta literaria”, en el caso español (con autores como Luis Martín Santos, Rafael Sánchez Ferlosio o Juan Benet), y por otro la desembocadura triunfante en Europa de una narrativa hispanoamericana desbordante, poderosa, transgresora, ya publicada y reconocida en sus países de origen, que fue denominada boom. Otra vez la comunidad fragmentada, la imposibilidad de escucha mutua. Y en esto llegamos a comienzos de los ochenta, donde volvieron a repetirse fenómenos de “asincronía" literaria. En el caso peninsular la irrupción de una joven “nueva narrativa” que no quería saber nada de sus mayores, o en el caso latinoamericano la apertura de nuevas perspectivas en diálogo/tensión con el magisterio de los autores inmediatamente precedentes. Aquel encuentro cultural de Bogotá quizá constituía un tímido y oficioso rito de “recomposición”, pero al accidente de Avianca vino a segar unas vidas imprescindibles y, en términos estrictamente literarios, debilitar otra vez cualquier intentona de fortalecimiento de los vasos comunicantes dentro de esta comunidad cultural transnacional.

Puede que todo esto sean elucubraciones mías. En cualquier caso y fuera como fuese, estas obsesiones me llevaron a leer dos novelas imprescindibles (bendita obsesión) que me han resultado absolutamente reveladoras. Me estoy refiriendo a “Redoble por Rancas” de Manuel Scorza y “Los relámpagos de agosto” de Jorge Ibargüengoitia. Dos clásicos ya de la narrativa latinoamericana.


Sujeto, historia y lenguaje.

“Redoble por Rancas” se publicó en 1970 en Barcelona y constituye la primera “balada” de una serie más amplia titulada “La guerra silenciosa”. En ella se nos informa de los abusos sufridos por las comunidades campesinas de los Andes Centrales del Perú a manos de terratenientes locales y, sobre todo, de la empresa transnacional norteamericana Cerro de Pasco Corporation. Estos abusos fueron respondidos mediante levantamientos comuneros a finales de los años cincuenta que, por desgracia, acabaron en represión y masacres. “Redoble por Rancas” nos sitúa en el inicio de este periplo dramático. 




En el otro plano, “Los relámpagos de agosto” (premio Casa de las Américas en 1964), nos hace regresar a los tiempos de la Revolución Mexicana y en particular a 1928. Por medio de los recuerdos del general retirado de división José Guadalupe Arroyo, uno de los muchos caudillos revolucionarios, asistimos a hechos históricos verídicos en clave desmitificadora que nos avisan sobre ese periodo agitado y fundacional de México.




Lo primero que debo reconocer es que la lectura de estos libros me ha resultado deslumbrante. No sólo asistimos a unas estructuras narrativas prodigiosas cada una en su estilo y ambición, sino que además el diálogo entre “lo narrado” y la “herramienta para narrarlo” alcanzan una altura, una precisión, una densidad y una riqueza idiomática fuera de lo común. Pero más allá de estas dimensiones, y para cerrar la reseña, me gustaría detenerme un instante en tres aspectos compartidos por estas novelas en donde, a mi juicio, residen parte de su potencia como artefacto creativo. Me estoy refiriendo a la hibridación (de forma magistral) de tres preocupaciones consolidadas en la narrativa contemporánea: la preocupación por el sujeto y la identidad, la preocupación por la historia y sus efectos, la preocupación por el lenguaje, sus límites y potencialidades.

Tanto en “Redoble por Rancas” como en “Los relámpagos de agosto” asistimos a la producción de unos personajes, unos sujetos, complejos, encarnados, ambiguos, que representan en sí mismos la tensión entre individualidad y comunidad. Tanto el “Nictálope” (en el caso de la novela de Scorza) como el “Lupe Arroyo” (para la obra de Ibargüengoitia) simbolizan la quebradiza y tormentosa relación entre las fuerzas interiores que componen una subjetividad, y las mecánicas y procesos sociales que producen identidades sociales, comunitarias. El “comunero” del altiplano de los Andes es al mismo tiempo individuo, rebeldía, trabajador, padre de familia y grey, grupo, “communitas”, “solidaridad recíproca”. El viejo general retirado es un militar, un sujeto con vida propia, intransferible en su decir y sus experiencias, pero al mismo tiempo es una pieza más dentro de un entramado colectivo de seres y ansiedades, de actos que se comunican sin solución de continuidad. Ambas obras entran de lleno en el cuestionamiento, mediante procedimientos de ironía, de esta díada formada por el individuo y la sociedad, su imposibilidad de ser segmentados ambos ni tan siquiera en el plano teórico. Más allá de la centralidad narrativa que cobran ciertos personajes, asistimos siempre a una coralidad de voces, a una constante superposición de prácticas inscritas en la vida de muchos. Para Scorza e Ibargüengoitia la historia de un sujeto es la historia de muchos sujetos a la vez, no siendo posible descomponer en átomos aquello que se manifiesta histórica y socialmente unido.

Al mismo tiempo, las dos novelas dialogan con la historia. Lo histórico, la memoria, el decurso de la historicidad (en términos estrictamente verídicos) dialogan con el juego narrativo, constituyen un personaje más de los textos. Incluso podríamos decir que suponen “el personaje central”, la trama fundante, de ambas obras. No se comportan como meros escenarios, trasfondos, decorados teatrales, sobre cuyos elementos se levanta la estructura narrativa. Al contrario, el problema de la historia situada, de la historia política como pregunta siempre abierta, anida en el corazón de estos libros. Scorza de un modo desgarrado, lírico, expresionista recorre las contradicciones de la historia peruana y, en especial, de sus comunidades silenciadas (los indígenas). Mientras tanto, Ibargüengoitia, mediante la sátira y la deformación cuasi “valleinclinesca” compone una crítica mordaz, arrasadora, de las bases fundantes del estado moderno mexicano. Me ha interesado mucho esta manera de traer al primer plano del devenir narrativo la propia historia cultural donde se inscribe lo narrado.

Y por último, todo ello se despliega a través de una indagación en el lenguaje relampagueante. Siendo como son dos estilos muy diferentes, el de Scorza barroco, heredero directo de nuestro mejor Siglo de Oro, frente al de Ibargüengoitia preciso, desnudo, absolutamente conciso y apretado al hueso del idioma; ambos desarrollan una herramienta literaria de enorme potencia. No hay concesión facilitadora y/o comercial. No hay subsidiariedad de la palabra frente a las tramas. El lenguaje literario vertebra, con enorme ambición, todo lo demás, operando como el substrato esencial de las novelas. En este sentido creo que, si la poesía (como señala el crítico español Miguel Casado) es algo así como la “conciencia crítica de la lengua”, estas dos novelas a su manera son también poéticas, es decir, problematizadoras de las bases mismas de la lengua literaria.


No puedo por menos que acabar recomendando encarecidamente su lectura. Si son dos obras clásicas ya, lo son porque a lo largo de estos casi cincuenta años siguen interpelando en nosotros algunos de los fundamentos de nuestras vidas.   

DEGLUTIR EL SUPLICIO: POESÍA Y ENFERMEDAD.


¿Cuándo empezaste a enfermar, región ya para siempre inapelable?
Marta Agudo

La enfermedad constituye un territorio poético extraño. A pesar de su invadeable presencia en nuestras vidas, no son tantos los libros que se han atrevido con desnudez a bucear en sus contornos. En esta ocasión querría detenerme un instante en tres obras y tres autoras, valientes y decididas, que han apostado por masticar poéticamente esa zona. La tarea no era fácil. Marta Agudo. Alba Ceres. Olga Muñoz.

Aun tratándose de trayectorias muy distintas entre sí, creo que podríamos establecer entre ellas un cierto canal de comunicación. Me estoy refiriendo a eso que la antropóloga Mari Luz Esteban denomina una “etnografía somática y vulnerable”, o por llevarlo al ámbito que nos ocupa, una “poética somática y vulnerable” que coloca en el centro mismo de su escritura la fragilidad in-corporada, el miedo, el daño, la vulnerabilidad de los cuerpos.

Hace años lo expuso con brillantez la prehistoriadora Almudena Hernando en su La fantasía de la individualidad: “La Ilustración había anunciado un futuro brillante y emancipador para la humanidad, que sin embargo no se ha realizado. En su lugar, se construyó un orden social caracterizado por la desigualdad de género -el llamado orden patriarcal-, en cuya base se encuentra una falsa convicción: que el individuo puede concebirse al margen de la comunidad y que la razón puede existir al margen de la emoción; que cuanto más individualizada está una persona, menos necesita vincularse con una comunidad para sentirse segura, y que cuanto más utiliza la razón para relacionarse con el mundo, menos utiliza la emoción. Y esta convicción, que rige los ideales de nuestro sistema social, está basada en una fantasía: la fantasía de la individualidad.” El sujeto ilustrado, casi siempre varón claro, es un sujeto cuyo cuerpo nunca enferma, cuya propia vulnerabilidad casi nunca asoma en el horizonte. Se trata del ciudadano “aparentemente autónomo” que no necesita cuidados, que no sostiene cuidados de otros, que aleja fuera de sí cualquier atisbo de flaqueza. El individuo contemporáneo por antonomasia, concebido como mónada, como mero logos sin cuerpo ni emoción. El feminismo hace tiempo que cuestionó esa idea y devolvió al sujeto al espacio del que nunca había salido en realidad: la interacción, la transitoriedad, el dolor, la enfermedad, la comunidad de cuidados, la interdependencia...

Marta Agudo, como Alba Ceres y Olga Muñoz, todas ellas habitantes de experiencias directas o indirectas vinculadas con la enfermedad, hacen de sus libros una indagación literaria sobre la somatización concreta, corporal, emocional, dispuesta a retroalimentar y resignificar la propia identidad, la propia posición del sujeto. Uso el término identidad en los mismos términos que lo hacía Stuart Hall, para quién sería algo así como “el punto de sutura entre por un lado, los discursos y prácticas que intentan «interpelarnos», hablarnos o ponernos en nuestro lugar como sujetos sociales de discursos particulares y, por otro, los procesos que producen subjetividades, que nos construyen como sujetos susceptibles de «decirse»”. En este sentido, la enfermedad y el miedo asociado a ella, operaría (siguiendo de nuevo a Mari Luz Esteban) como una suerte de “crisis de la presencia” que Ernesto de Martino ya señalara. En sus propias palabras: un “momento en que la capacidad del sujeto para actuar sobre el mundo con voluntad propia se ve dramáticamente mermada”. Y es precisamente esa tensión entre la enfermedad, su superación y los efectos pragmáticos del mismo cuando no hay solución posible, donde se dirimen (creo) algunas de las claves interpretativas de estos libros.
           
Ahora bien, enfermedad, miedo y fragilidad no son la misma cosa. Constituyen dimensiones distintas, pues remiten a formas de corporalización también diferentes. En esta línea la propia Mari Luz Esteban nos insiste en torno a dos nociones iluminadoras: “somatización” y “vulnerabilidad”. La primera guarda relación con la teoría del “embodiment” de Thomas Csordas y Nancy Scheper-Hughes, que “nos orienta a pensar en situaciones donde la corporalidad se dispone, relaciona y compromete existencialmente en su presencia sensible e (inter)subjetiva con el mundo, prestando atención a las maneras mediante las cuales atendemos con y al cuerpo, que no son ni arbitrarias ni biológicamente determinadas, sino culturalmente constituidas”. Por otro lado el concepto de vulnerabilidad a partir de autoras feministas (como por ejemplo Judith Butler y Adriana Cavarero), se concibe como “un rasgo antropológico de lo humano”, una “condición ontológica de la existencia”, una “condición que coexiste con nosotros, pero al mismo tiempo una forma de apertura al mundo «que afirma el carácter relacional de nuestra existencia»”. Desde mi perspectiva, los tres libros que nos ocupan hoy representan ejemplos poemáticos de esa somatización y de esa vulnerabilidad constitutiva de lo humano que se abre al mundo. Ahora bien, no hay que confundir vulnerabilidad con indefensión. Si algo nos muestran estas obras es que cuerpo y escritura, maridados entre sí, pueden llegar a componer una fuerza resiliente de primera magnitud. Estar indefenso frente a la enfermedad “significa que no puedes responder”, mientras que “ser vulnerable, por el contrario, quiere decir que pueden herirte, pero, al mismo tiempo, tienes cierta dignidad, sabes que pueden ir en tu contra. Pero, al mismo tiempo, el vulnerable se puede proteger.” Esta distinción está muy presente, creo, en las tres poetas. Lo vulnerable moviliza y predispone, contribuye a la conciencia de sí mismo. Lo indefenso destruye y aniquila, niega la propia mismidad. Agudo, Ceres y Muñoz escriben sobre lo vulnerable, pero no sobre lo indefenso, pues sus poemarios representan, creo, esa capacidad irredenta de responder y recomponer la vida.

Escudriñar el campo semántico de cada despedida


Historial de Marta Agudo es un libro estremecedor. En él asistimos a la semantización del dolor, a la indagación del sujeto/cuerpo enfermo como material memoria, capaz de hacer de esa experiencia un viaje reflexivo y hondo en torno a los propios límites del ser. Cada poema es un “aquí” sin concesiones, sin escapatorias retóricas, que despliega una suerte de “razón poética” (a la manera de Zambrano) orientada a “deglutir ese suplicio”. La escritura de Agudo es desolada y compleja al mismo tiempo, áspera y vertical, equilibrada y anti-retórica.

Alternando textos en primera y tercera persona (como si el sujeto fuera un vaivén iterativo constante), alternando campos semánticos de corte expresionista-existencial con otros más irónicos ligados a la cultura popular, iniciando textos con unos puntos suspensivos que nos disparan hacia una suerte de voz impersonal, venida de algún lugar ignoto, asistimos a la arqueología de la fragilidad humana, al desentierro inapelable de esos “nódulos de conciencia” que constituyen el “orden elemental” de lo que somos. Historial hiere al leerlo, pero no lo hace de manera gratuita. Se trata de una herida fecunda, hermosa, necesaria, porque nos coloca delante de algo que nos hace más fuertes. Sólo por mostrar uno de los registros en que Marta Agudo traduce esa “poética somática y vulnerable” dejo aquí este poema sobrecogedor:

No es necesario cerrar los ojos para saberse piedra del laberinto de un dios que cada noche recoge su manutención.

No es necesario cerrar los ojos para entender que el rigor mortis o señal inexpugnable…

Sí para oír los latidos que razonan tu secuencia. Tu ritmo arterial, tu ritmo venoso crujen a cada segundo. No hay cordilleras que amansen este vaivén de días, soles y breviarios que relatan el placer de un recorrido.

La frialdad del cadáver se impone. También la caricia materna o anfitriona.

Ser culpable de vida.



La cuida

Luciérnaga de Alba Ceres, por el contrario, se aproxima a la enfermedad desde los ojos del que cuida, del que asiste a la caída del otro. Decía el poeta nicaragüense Carlos Martínez Rivas: “–Yo pintaré un hombre con una linterna. / –Hazlo. Pero qué le pondrás / alrededor para que se vea? / –Pues, noche dijo, ya iracundo.” Alba Ceres (que no  es iracunda) pone la noche alrededor de la figura de la madre enferma, para contemplar desde ahí, cual luciérnaga, la grandeza frágil de lo humano.


Tuve la inmensa suerte de asistir a la presentación de este libro en Madrid y me atraparon dos cosas. La primera, el lugar desde donde la autora leía los textos. Era una especie de ejercicio introspectivo profundo que, sin embargo, no retroalimentaba solipsismo alguno. Su “poética somática y vulnerable” apostaba por la toma de conciencia del dolor en tanto que posibilitadora de una “vida en lo profundo” (que diría el poeta boliviano Jaime Saenz), de un latido interconectado con las dimensiones fundamentales del mundo. Si bien este poemario nace de la muerte de su madre fruto de la enfermedad, lo que podemos descubrir entre sus páginas es la infinita, bella y poderosa lucha contra la parálisis, el sujeto que sabe a través de la enfermedad hasta qué punto el amor puede llegar a ser el substrato de la existencia. La segunda cosa que me impresionó de su lectura en Madrid, fue el equilibrio entre una escritura minimalista, adensada, y su ambición por lo complejo. Son muchos los poemas que se podrían rescatar a modo de cata, pero recupero este que nos puede ayudar a entender mejor ante qué clase de autora estamos:

aún mentira
o emboscada
si algo
hurgo
sedimentos si
estuvieras si
mamá
cercana
y timbre
en tú y
tocar
si no
este hueco
alrededor
que no parece



La danza o los supervivientes

En Cráter, danza de Olga Muñoz asistimos a la caída y resurrección de un cuerpo. La enfermedad, “cómo extirparon las vértebras”, “el cráter” entendido como imagen metafórica de un trallazo sobrecogedor que asedia la vida cuando se recibe la noticia del daño, es seguida de un proceso paulatino de reconstrucción subjetiva. Lo que más me emociona de este libro es el reconocimiento de la escritura como un movimiento de redención, o mejor aún, cómo la escritura puede dar cuenta de la capacidad “somática” resiliente que toda voz, todo cuerpo, toda persona acumula dentro de sí. El “canto empuja”, “los órganos se agigantan”, la resistencia supera los propios límites del miedo. Y por ello, creo, se trata de un libro necesario.


Olga Muñoz encara “esa crisis de la presencia” de la que hablábamos al principio, y mediante una escritura despojada y precisa, levanta un edificio verbal de incontestable hondura y belleza. Leerlo es un gozo no exento de dolor. Quiero traer el último poema del libro porque cuando regreso a él una y otra vez, se me demuestra la todavía intocada capacidad de la poesía para tratar de comprender, de otro modo, todo aquello que nos conforma como cuerpo y materia viva:

miedo ninguno

baila
asomada al vacío
reconoce los lugares
para el llanto
mira
arroyos de sangre
un volcán oceánico

aquí estamos
los supervivientes
repite
corroídos





Referencias bibliográficas:

Agudo, Marta (2017). Historial. Madrid: Calambur.

Ceres, Alba (2017). Luciérnaga. Barcelona: Kokoro Libros, Kriller71 ediciones.

Esteban, Mari Luz (2015). La reformulación de la política, el activismo y la etnografía. Esbozo de una antropología somática y vulnerable, en Ankulegi 19, 2015, 75-93.

Hernando, Almudena (2012). La fantasía de la individualidad. Sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno. Madrid: Katz Editores.

Martínez Rivas, Carlos (2006). La insurrección solitaria, seguida de Varia. Madrid: Visor.

Olga Muñoz (2016). Cráter, Danza. Madrid: Calambur.



EL MAR LAVA TODOS LOS CRÍMENES DE LOS HOMBRES



Para que triunfe el mal sólo hace falta
que la buena gente no reaccione.

Edmund Burke



La cita que abre el texto recogida en la obra de Simon Leys bien pudiera constituir un resumen afinado de la materia de los libros que se abordan en esta reseña. Me acerco hoy a dos brevísimas novelas  muy distintas entre sí. Sin embargo les une, a mi juicio, un hilo de Ariadna inquietante y turbador: ¿en qué medida, en cada uno de nosotros, habita un victimario? O por ser aún más incisivo: ¿hasta qué punto nuestra inactividad cuando somos testigos de una injusticia no nos convierte en cómplices de la misma? Y por acabar, ¿puede la culpa redimirnos de esa misma inactividad?

Las dos obras sobre las que quiero dialogar, a pesar de su corta extensión, bucean con profundidad en las raíces y dispositivos internos del alma humana, que acaban por contribuir al sometimiento, la violencia y la muerte. Ambas se encuentran apegadas a hechos históricos, reales. Se trata de dos nívolas (que diría Unamuno) potentes, desnudas, directas al hueso, sin apenas concesión. Unos materiales perfectamente dosificados en los que no sobra una sola palabra.

Auschwitz en el siglo XVII

En su “Los naúfragos del «Batavia». Anatomía de una masacre”, el escritor belga Simón Leys, muerto en 2014, narra las peripecias de un barco de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales (VOC). La noche del 3 al 4 de junio de 1629 este imponente navío sufrió un naufragio atroz a poca distancia del continente australiano, en el archipiélago de los Houtman Abrolhos. Inicialmente se salvaron varios cientos de personas, que se repartieron en diferentes islas e islotes del archipiélago. Hasta aquí la historia no presenta grandes innovaciones respecto de otros desastres en la historia de la navegación. Sin embargo, el caso del Batavia  guarda dentro un relato monstruoso. Mientras el contramaestre, Francisco Pelsaert, y el patrón del barco, Ariaen Jacobsz, trataban de alcanzar la isla de Java en una chalupa para conseguir ayuda y regresar con refuerzos; el sobrecargo ayudante, Jeronimus Cornelisz, se hacía con las riendas del poder en uno de los islotes del archipiélago. Aquí comienza el espanto. Este ex boticario débil, de escasa fortaleza física, seguidor de una de las muchas sectas heréticas del momento, fanático hasta los huesos, pero extraordinariamente hábil en el uso dialéctico de la palabra, acaba por imponer un régimen de terror y violencia a todos sus congéneres, transformando ese reducido espacio insular en un auténtico campo de concentración. Abusos, masacres, violaciones, ejercicios despóticos cotidianos, sumen a los supervivientes en un estado de completa subyugación. ¿Cómo pudo llegar y convencer de esas prácticas a un buen número de seguidores? ¿Nadie hizo nada para impedirlo? El paralelismo con Hitler y el ascenso del nazismo en Alemania es evidente, como si Simon Leys quisiera hacer una labor (a la manera foucaultiana) de “arqueología del pensamiento”, para hacer emerger todo aquello que acaba por justificar directa o indirectamente tan espantosa realidad.


El autor belga, con precisión de cirujano, con una prosa tensa y directa, nos coloca delante de un espejo ante el cual el rostro que amanece no es ya el del ciudadano más o menos ponderado, sino el del asesino en ciernes, el cobarde que, incapaz de reaccionar frente al fascismo social del mundo, acaba volviéndose una pieza más en el engranaje de su propia reproducción y fortaleza. Así, asistimos a la transformación envilecedora de estos holandeses del siglo XVII, burgueses muchos de ellos, ilustrados, comerciantes, librepensadores, hombres de fe, que acabaron por devenir en crueles asesinos y violadores implacables cuando las condiciones se volvieron propicias para tan funestos instintos.

En este fragmentado encontramos algunos hilos conceptuales que empujan a Leys a investigar y escribir sobre el “Batavia”:

Una sociedad civilizada no es necesariamente una sociedad que tiene una proporción menor de individuo criminales y perversos (esta proporción es probablemente casi constante en todos los grupos humanos), sino aquella que simplemente les brinda menos oportunidades de manifestar y de satisfacer sus inclinaciones. Sin Cornelisz, sus dos docenas de acólitos probablemente no habrían descubierto nunca el verdadero fondo de su propia naturaleza. No cabe ninguna duda de que fueron la personalidad y la acción del ex boticario las únicas que hicieron posible el establecimiento de ese extravagante reino del crimen, y su mantenimiento durante tres meses sobre una población de unas doscientas cincuenta personas honradas. A fin de cuentas, el propio Cornelisz sigue siendo un enigma. El diagnóstico de la psicología moderna , que ve en él a un psicópata, probablemente es correcto, pero, después de todo, no lo explica mejor que la acusación de herejía propuesta en la época por sus jueces. Éstos, en efecto, habían puesto el dedo en un resorte esencial de lo que es preciso llamar su genio; la fuerza y la constancia que, del principio al fin, le habían inspirado, sostenido y motivado, permitiéndole convencer y movilizar al servicio de sus intenciones a todo un equipo de ejecutores dispares pero entusiastas, provenían de sus ideas. Su autoridad descansaba en una base ideológica.



Las preguntas que abre esta novela son inmensas y desconcertantes. Todo un ejercicio profundo de revisión cultural que nos sitúa ante nuestros propios tormentos. Hacía mucho tiempo que una novela tan breve no masticaba en mí tantas emociones contradictorias. Muy recomendable.



¿La culpa como redención?


“El camino de los difuntos” del escritor francés François Sureau comparte con la obra anterior algunos elementos estilísticos. Se trata de un material que dialoga con la historicidad, con la no ficción, mediante una extraordinaria brevedad que dotan al texto de una potencia exacta y hermosa. Sin duda estamos ante una escritura cuajada, honda, sin concesiones, equilibrada, que sabe dosificar, como Leys, los elementos narrativos.

En esta ocasión viajamos a los años ochenta y, en particular, al espinoso mundo del terrorismo, tanto por parte de ETA como por parte de los GAL. Ahora bien, no esperen una obra repleta de acontecimientos y vicisitudes más o menos policíacas. Todo lo contrario. Se trata de una suerte de novela autobiográfica en la que un jurista, el propio Sureau, debe atender la petición de asilo político de un etarra arrepentido, Javier Ibarrategui, quién lleva años en Francia. El personaje de Ibarrategui resulta fascinante, plagado de contradicciones internas. Había formado parte en 1968 del comando que ajustició al comisario Melitón Manzanas, un auténtico criminal y torturador del régimen franquista. Pero Ibarrategui no se nos muestra como ser autómata, abocetado, sino más bien como un alma compleja que rompió todos sus vínculos militantes con la organización terrorista en 1969, retirándose a Francia donde ejerció diferentes oficios a lo largo de más de una década.


De este modo, el núcleo de la novela radica en la propia decisión de conceder o no el asilo político a este sujeto, lo cual nos introduce de lleno en un fondo moral más amplio: los dispositivos y mecanismos de la justicia, del poder, de los aparatos del Estado, que acaban por ejercer una violencia directa o involuntaria sobre las vidas de las gentes tan brutal como el propio acto terrorista. Y nuevamente, como en la cita de Burke que recogía Leys al comienzo, hasta qué punto cada uno de nosotros, allí donde nos toca estar desde un punto de vista personal o profesional dentro de esos aparatos, acabamos por contribuir o no a la extensión de esa violencia. Lo que ocurre es que en el caso de Sureau se da una vuelta de tuerca a la reflexión. ¿Qué pasa cuando nos damos cuenta de ello, cuando, efectivamente, tomamos plena consciencia de nuestra contribución a la extensión de esa violencia? ¿Basta con un ejercicio de culpa y contrición? ¿Basta con interiorizar de forma lúcida ese papel jugado, cual pieza de engranaje, y aprender de todo ello?


Nuevamente las preguntas que se disparan por medio de una prosa poderosa, desenmascaran en nosotros otra ladera de las arquitecturas sociales e institucionales donde vivimos. Su propia fragilidad, su hiriente falta de emoción, la fría “celda de hierro” donde estamos encerrados.

Estas dos nívolas suponen ejercicios brillantes de buena literatura que, además, no tiene miedo de introducirse, sin ambages, en algunas de las heridas culturales que nos atraviesan todavía hoy.