DEGLUTIR EL SUPLICIO: POESÍA Y ENFERMEDAD.


¿Cuándo empezaste a enfermar, región ya para siempre inapelable?
Marta Agudo

La enfermedad constituye un territorio poético extraño. A pesar de su invadeable presencia en nuestras vidas, no son tantos los libros que se han atrevido con desnudez a bucear en sus contornos. En esta ocasión querría detenerme un instante en tres obras y tres autoras, valientes y decididas, que han apostado por masticar poéticamente esa zona. La tarea no era fácil. Marta Agudo. Alba Ceres. Olga Muñoz.

Aun tratándose de trayectorias muy distintas entre sí, creo que podríamos establecer entre ellas un cierto canal de comunicación. Me estoy refiriendo a eso que la antropóloga Mari Luz Esteban denomina una “etnografía somática y vulnerable”, o por llevarlo al ámbito que nos ocupa, una “poética somática y vulnerable” que coloca en el centro mismo de su escritura la fragilidad in-corporada, el miedo, el daño, la vulnerabilidad de los cuerpos.

Hace años lo expuso con brillantez la prehistoriadora Almudena Hernando en su La fantasía de la individualidad: “La Ilustración había anunciado un futuro brillante y emancipador para la humanidad, que sin embargo no se ha realizado. En su lugar, se construyó un orden social caracterizado por la desigualdad de género -el llamado orden patriarcal-, en cuya base se encuentra una falsa convicción: que el individuo puede concebirse al margen de la comunidad y que la razón puede existir al margen de la emoción; que cuanto más individualizada está una persona, menos necesita vincularse con una comunidad para sentirse segura, y que cuanto más utiliza la razón para relacionarse con el mundo, menos utiliza la emoción. Y esta convicción, que rige los ideales de nuestro sistema social, está basada en una fantasía: la fantasía de la individualidad.” El sujeto ilustrado, casi siempre varón claro, es un sujeto cuyo cuerpo nunca enferma, cuya propia vulnerabilidad casi nunca asoma en el horizonte. Se trata del ciudadano “aparentemente autónomo” que no necesita cuidados, que no sostiene cuidados de otros, que aleja fuera de sí cualquier atisbo de flaqueza. El individuo contemporáneo por antonomasia, concebido como mónada, como mero logos sin cuerpo ni emoción. El feminismo hace tiempo que cuestionó esa idea y devolvió al sujeto al espacio del que nunca había salido en realidad: la interacción, la transitoriedad, el dolor, la enfermedad, la comunidad de cuidados, la interdependencia...

Marta Agudo, como Alba Ceres y Olga Muñoz, todas ellas habitantes de experiencias directas o indirectas vinculadas con la enfermedad, hacen de sus libros una indagación literaria sobre la somatización concreta, corporal, emocional, dispuesta a retroalimentar y resignificar la propia identidad, la propia posición del sujeto. Uso el término identidad en los mismos términos que lo hacía Stuart Hall, para quién sería algo así como “el punto de sutura entre por un lado, los discursos y prácticas que intentan «interpelarnos», hablarnos o ponernos en nuestro lugar como sujetos sociales de discursos particulares y, por otro, los procesos que producen subjetividades, que nos construyen como sujetos susceptibles de «decirse»”. En este sentido, la enfermedad y el miedo asociado a ella, operaría (siguiendo de nuevo a Mari Luz Esteban) como una suerte de “crisis de la presencia” que Ernesto de Martino ya señalara. En sus propias palabras: un “momento en que la capacidad del sujeto para actuar sobre el mundo con voluntad propia se ve dramáticamente mermada”. Y es precisamente esa tensión entre la enfermedad, su superación y los efectos pragmáticos del mismo cuando no hay solución posible, donde se dirimen (creo) algunas de las claves interpretativas de estos libros.
           
Ahora bien, enfermedad, miedo y fragilidad no son la misma cosa. Constituyen dimensiones distintas, pues remiten a formas de corporalización también diferentes. En esta línea la propia Mari Luz Esteban nos insiste en torno a dos nociones iluminadoras: “somatización” y “vulnerabilidad”. La primera guarda relación con la teoría del “embodiment” de Thomas Csordas y Nancy Scheper-Hughes, que “nos orienta a pensar en situaciones donde la corporalidad se dispone, relaciona y compromete existencialmente en su presencia sensible e (inter)subjetiva con el mundo, prestando atención a las maneras mediante las cuales atendemos con y al cuerpo, que no son ni arbitrarias ni biológicamente determinadas, sino culturalmente constituidas”. Por otro lado el concepto de vulnerabilidad a partir de autoras feministas (como por ejemplo Judith Butler y Adriana Cavarero), se concibe como “un rasgo antropológico de lo humano”, una “condición ontológica de la existencia”, una “condición que coexiste con nosotros, pero al mismo tiempo una forma de apertura al mundo «que afirma el carácter relacional de nuestra existencia»”. Desde mi perspectiva, los tres libros que nos ocupan hoy representan ejemplos poemáticos de esa somatización y de esa vulnerabilidad constitutiva de lo humano que se abre al mundo. Ahora bien, no hay que confundir vulnerabilidad con indefensión. Si algo nos muestran estas obras es que cuerpo y escritura, maridados entre sí, pueden llegar a componer una fuerza resiliente de primera magnitud. Estar indefenso frente a la enfermedad “significa que no puedes responder”, mientras que “ser vulnerable, por el contrario, quiere decir que pueden herirte, pero, al mismo tiempo, tienes cierta dignidad, sabes que pueden ir en tu contra. Pero, al mismo tiempo, el vulnerable se puede proteger.” Esta distinción está muy presente, creo, en las tres poetas. Lo vulnerable moviliza y predispone, contribuye a la conciencia de sí mismo. Lo indefenso destruye y aniquila, niega la propia mismidad. Agudo, Ceres y Muñoz escriben sobre lo vulnerable, pero no sobre lo indefenso, pues sus poemarios representan, creo, esa capacidad irredenta de responder y recomponer la vida.

Escudriñar el campo semántico de cada despedida


Historial de Marta Agudo es un libro estremecedor. En él asistimos a la semantización del dolor, a la indagación del sujeto/cuerpo enfermo como material memoria, capaz de hacer de esa experiencia un viaje reflexivo y hondo en torno a los propios límites del ser. Cada poema es un “aquí” sin concesiones, sin escapatorias retóricas, que despliega una suerte de “razón poética” (a la manera de Zambrano) orientada a “deglutir ese suplicio”. La escritura de Agudo es desolada y compleja al mismo tiempo, áspera y vertical, equilibrada y anti-retórica.

Alternando textos en primera y tercera persona (como si el sujeto fuera un vaivén iterativo constante), alternando campos semánticos de corte expresionista-existencial con otros más irónicos ligados a la cultura popular, iniciando textos con unos puntos suspensivos que nos disparan hacia una suerte de voz impersonal, venida de algún lugar ignoto, asistimos a la arqueología de la fragilidad humana, al desentierro inapelable de esos “nódulos de conciencia” que constituyen el “orden elemental” de lo que somos. Historial hiere al leerlo, pero no lo hace de manera gratuita. Se trata de una herida fecunda, hermosa, necesaria, porque nos coloca delante de algo que nos hace más fuertes. Sólo por mostrar uno de los registros en que Marta Agudo traduce esa “poética somática y vulnerable” dejo aquí este poema sobrecogedor:

No es necesario cerrar los ojos para saberse piedra del laberinto de un dios que cada noche recoge su manutención.

No es necesario cerrar los ojos para entender que el rigor mortis o señal inexpugnable…

Sí para oír los latidos que razonan tu secuencia. Tu ritmo arterial, tu ritmo venoso crujen a cada segundo. No hay cordilleras que amansen este vaivén de días, soles y breviarios que relatan el placer de un recorrido.

La frialdad del cadáver se impone. También la caricia materna o anfitriona.

Ser culpable de vida.



La cuida

Luciérnaga de Alba Ceres, por el contrario, se aproxima a la enfermedad desde los ojos del que cuida, del que asiste a la caída del otro. Decía el poeta nicaragüense Carlos Martínez Rivas: “–Yo pintaré un hombre con una linterna. / –Hazlo. Pero qué le pondrás / alrededor para que se vea? / –Pues, noche dijo, ya iracundo.” Alba Ceres (que no  es iracunda) pone la noche alrededor de la figura de la madre enferma, para contemplar desde ahí, cual luciérnaga, la grandeza frágil de lo humano.


Tuve la inmensa suerte de asistir a la presentación de este libro en Madrid y me atraparon dos cosas. La primera, el lugar desde donde la autora leía los textos. Era una especie de ejercicio introspectivo profundo que, sin embargo, no retroalimentaba solipsismo alguno. Su “poética somática y vulnerable” apostaba por la toma de conciencia del dolor en tanto que posibilitadora de una “vida en lo profundo” (que diría el poeta boliviano Jaime Saenz), de un latido interconectado con las dimensiones fundamentales del mundo. Si bien este poemario nace de la muerte de su madre fruto de la enfermedad, lo que podemos descubrir entre sus páginas es la infinita, bella y poderosa lucha contra la parálisis, el sujeto que sabe a través de la enfermedad hasta qué punto el amor puede llegar a ser el substrato de la existencia. La segunda cosa que me impresionó de su lectura en Madrid, fue el equilibrio entre una escritura minimalista, adensada, y su ambición por lo complejo. Son muchos los poemas que se podrían rescatar a modo de cata, pero recupero este que nos puede ayudar a entender mejor ante qué clase de autora estamos:

aún mentira
o emboscada
si algo
hurgo
sedimentos si
estuvieras si
mamá
cercana
y timbre
en tú y
tocar
si no
este hueco
alrededor
que no parece



La danza o los supervivientes

En Cráter, danza de Olga Muñoz asistimos a la caída y resurrección de un cuerpo. La enfermedad, “cómo extirparon las vértebras”, “el cráter” entendido como imagen metafórica de un trallazo sobrecogedor que asedia la vida cuando se recibe la noticia del daño, es seguida de un proceso paulatino de reconstrucción subjetiva. Lo que más me emociona de este libro es el reconocimiento de la escritura como un movimiento de redención, o mejor aún, cómo la escritura puede dar cuenta de la capacidad “somática” resiliente que toda voz, todo cuerpo, toda persona acumula dentro de sí. El “canto empuja”, “los órganos se agigantan”, la resistencia supera los propios límites del miedo. Y por ello, creo, se trata de un libro necesario.


Olga Muñoz encara “esa crisis de la presencia” de la que hablábamos al principio, y mediante una escritura despojada y precisa, levanta un edificio verbal de incontestable hondura y belleza. Leerlo es un gozo no exento de dolor. Quiero traer el último poema del libro porque cuando regreso a él una y otra vez, se me demuestra la todavía intocada capacidad de la poesía para tratar de comprender, de otro modo, todo aquello que nos conforma como cuerpo y materia viva:

miedo ninguno

baila
asomada al vacío
reconoce los lugares
para el llanto
mira
arroyos de sangre
un volcán oceánico

aquí estamos
los supervivientes
repite
corroídos





Referencias bibliográficas:

Agudo, Marta (2017). Historial. Madrid: Calambur.

Ceres, Alba (2017). Luciérnaga. Barcelona: Kokoro Libros, Kriller71 ediciones.

Esteban, Mari Luz (2015). La reformulación de la política, el activismo y la etnografía. Esbozo de una antropología somática y vulnerable, en Ankulegi 19, 2015, 75-93.

Hernando, Almudena (2012). La fantasía de la individualidad. Sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno. Madrid: Katz Editores.

Martínez Rivas, Carlos (2006). La insurrección solitaria, seguida de Varia. Madrid: Visor.

Olga Muñoz (2016). Cráter, Danza. Madrid: Calambur.



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