Elegimos
un personaje, lo explicamos de la mejor manera posible. Lo convertimos en una
presencia casi tangible. Al dejarlo caminar por su cuenta, nos perdona.
Álex Chico
Uno de los viejos
problemas de la literatura es el de la enunciación. Con la crisis del sujeto
que abre la modernidad, la relación de la poesía y la prosa con el “yo” es
conflictiva. Así, la construcción de personajes que encarnen vidas tangibles, subjetividades
complejas, identidades encarnadas, se revela como una suerte de hilván anudado
y desanudado en permanente conflicto. Después de Melville, Dickinson, Joyce,
Vallejo, Kafka, Beckett, Pessoa (por dejar sólo unos nombres) no es posible
escribir y no plantearse como problema la carcasa de la voz enunciadora. Y no
hablo sólo de aquellas obras que, de un modo más o menos explícito, tengan como
fundamento de existencia el relato de una experiencia personal, introspectiva.
Incluso en aquellos textos cuyo pulso se desplaza hacia otros mundos ajenos a
la propia interioridad, la tensión sobre el lugar desde el que se proyecta narrativamente
esa mirada es fuente de severos desasimientos.
Una de las estrategias que
ya desde el Quijote más se ha explorado en la literatura contemporánea para
enfrentar este problema, ha sido eso que vulgarmente se denomina “el manuscrito
encontrado”. El autor, en un ejercicio de distanciamiento, se transforma en mero
lector, traductor y/o socializador de obra ajena, por casualidad hallada, que
pasa desde ese mismo momento a comandar el hilo del relato. Con esta posición,
el autor queda desplazado, estableciéndose una especie de igualación en su
condición espectadora con el propio lector, codificándose entre ellos una relación
copartícipe.
Los dos libros en los
que vamos a fijarnos hoy, aun siendo completamente distintos entre sí,
presentan algunas coincidencias sugerentes que, quizá, pueden ser reveladoras a
la hora de acercarnos a sus escrituras. Mario Martín Gijón y Álex Chico
comparten dos atributos de carácter biográfico. Ambos nacieron en Extremadura y
ambos tienen casi la misma edad (uno nacido en 1979 y el otro en 1980). Sin
embargo, el filamento que hace dialogar estos textos hoy tiene que más ver con
ese mecanismo del “manuscrito encontrado” del que ya he hecho mención, y que articula
ambas obras. En el caso de Un otoño
extremeño, de Mario Martín, asistimos a la voz de un autor-traductor que se
limita a presentarnos el cuaderno o diario de un personaje, el investigador
forestal Thomas Jung, alemán para más señas, durante su breve estancia en la región
extremeña. Al mismo tiempo en Sesenta y
cinco momentos en la vida de un escritor de postdatas, advertimos la recopilación
por parte del autor (en tanto que amigo) de un conjunto de anotaciones que
descubren la voz particular de un poeta, E.P., distinto del propio urdidor del
libro. De este modo, apenas superadas las primeras páginas, los escritores
Mario Martín y Álex Chico abandonan por propia voluntad su papel “autorial”
para alinearse con nosotros en la bancada de la lectura. Más allá del juego
formal, ya clásico por otro lado, creo que esta posición es toda una declaración
de principios y en su mecanismo operan algunas de las tribulaciones esenciales de
nuestro tiempo. ¿Qué lleva a estos autores a reintroducir en sus escrituras dicho
mecanismo? ¿Por qué sigue siendo necesario inscribir en los fundamentos de la
prosa ese distanciamiento de la enunciación? No creo que sea baladí ni
meramente una cuestión de estilo narrativo. Tengo la sensación que para las
escrituras que se están consolidando en el corazón de la crisis de nuestras
sociedades capitalistas neoliberales (sobre todo a partir de los años dos mil),
la cuestión del sujeto, de la subjetividad, de la “identidad narrativa” que
diría Paul Ricoeur, constituye una herida orgánica, una fisura por donde
respiran parte de nuestras zozobras.
Allá por los años
noventa, Christa Bürger y Peter Bürger se vieron impelidos a escribir una “historia
de la subjetividad” porque, a su juicio: “El sujeto ha caído en descrédito.
Desde el giro hacia la filosofía del lenguaje el paradigma de la filosofía del
sujeto se considera obsoleto. Ciertamente hay autores que la defienden, y en
Francia se habla incluso desde hace algún tiempo de un «retour du sujet», pero
la mayoría de las corrientes filosóficas (filosofía analítica, estructuralismo,
teoría de sistemas, incluso la teoría de la comunicación) se las arreglan sin
sujeto. El paradigma, según se dice, se encuentra agotado.” Sin embargo, el
impacto de las diferentes crisis capitalistas recientes (crisis económica,
política, ecológica, social y cultural) y los desajustes en la identidad
individual y colectiva que comportan, el problema del sujeto, la relevancia de
la experiencia social como territorio privilegiado para un mejor conocimiento
de la realidad, han devenido otra vez en insumos esenciales para la
inteligibilidad. Ahí están los trabajos socioantropológicos de François
Laplantine, Bernard Lahire o Claude Dubar como testigos ardientes de esta
cuestión. Por eso, a mi entender, la técnica del “manuscrito encontrado” de
estos libros es algo más que una mera estrategia retórica. Sería algo así como
un “recurso epocal”, un sedimento narratológico de estratos y conflictos mayores
que atraviesan nuestras vidas y devenires.
El lenguaje de la
naturaleza
Un
otoño extremeño es un libro gozoso. Más allá de las
anécdotas concretas por las que discurre este (¿imaginado?) investigador alemán
en tierras extrañas, querría destacar dos aspectos que me han resultado
emocionantes como lector. En primer lugar, asistir al despliegue de un lenguaje
acaso casi ya finiquitado por el “tsunami urbanizador” en la literatura
posmoderna. Qué placer poder demorarse en ciertas descripciones de la naturaleza,
de la topografía rural, en la nomenclatura científica de la masa arbórea, de
los nombres de lugares y pueblos. He sentido como un reverdecer de esa
literatura española de los años cincuenta, maltratada posteriormente, pero que
supo registrar como pocas el acabamiento de un mundo que apenas ahora tiene
presencia discursiva en nuestras vidas sino es, como nos recuerda Sergio del
Molino, en tanto que lugar “vacío”. Mario Martín parece rebelarse contra ese
arrase y, en oposición, es capaz de registrar, dotar de potencia evocadora mediante
un lenguaje generoso, recuperado y plural, toda la riqueza moral y paisajística
que aún descansa en las dehesas, las áreas montañosas, los pueblos y los
bosques de Extremadura. Es un libro de amor. De amor a un tierra difícil, plagada
también de generosidad y hondura. Pero es un libro de amor que no obvia la desaparición,
que no desfallece ante la presencia total de aquello que parece condenado a
extinguirse. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto con una “novelita” (no lo
digo en sentido malintencionado, sino todo lo contrario, por su exquisita e
intensa brevedad) capaz de reconstruir todo un ecosistema socionatural.
El segundo de los
aspectos que más me han interesado de su lectura, ha sido la propia temperatura
de los personajes, su urdimbre. Creo que en este diario presenciamos algunas de
las angustias internas que perforan al individuo moderno, al hombre o la mujer
disconforme con el devenir de las cosas, con los entornos sociales poblados en
exceso de racionalismo instrumental, ahogado por ese desolador “logocentrismo”
desconectado del medio ambiente. En este sentido, creo que se trata de un libro
ético y comprometido con eso que llamaríamos ecología. Ahora bien, no lo hace
desde un programa político, desde una subordinación de la escritura al mensaje.
Se articula más bien, creo, desde las contradicciones que acosan a la identidad
de todo sujeto contemporáneo.
La escritura como vacío,
incompletud y desmesura.
La experiencia de
lectura de Sesenta y cinco momentos en la
vida de un escritor de posdatas me ha resultado alumbradora. En este “librito”
(sigo con los diminutivos en tanto que afecto y máximo respeto) creo que se
sistematiza toda la “poética” completa de Álex Chico, quiero decir, su modo de
entender la escritura y la literatura en un sentido amplio. O mejor dicho, en
la medida que Álex Chico se nos iguala en tanto que lector de sí mismo,
asistimos a la “(des)carnadura” de su propia poética, en la que no se nos hurta
la posibilidad de rastrear inconsistencias, contradicciones, iluminaciones,
disonancias y consistencias. Cada una de las “posdatas” de esta obra daría para
armar una sesión en cualquier taller de escritura creativa, pues en ellas
(adensadas) se nos van componiendo las muchas preguntas que cualquier persona
que desee escribir tarde o temprano se hará. En este sentido creo que este
texto lanza dos desafíos de primera magnitud. Entender, por un lado, la
potencia e incompletud que toda escritura inocula. Por otro asumir el vacío, la
desmesura de lo literario y al mismo tiempo su anotación pegada al hueso de la
vida, es decir, su inequívoca capacidad para rozar (aunque sea levemente) eso
que llamamos verdad. Es un aprendizaje laborioso que exige de nosotros una
constante dedicación. Y esta obra contribuye poderosamente a esa labor callada,
a veces dolorosa, casi siempre necesaria.
Referencias
bibliográficas:
Bürger, Christa y
Bürger, Peter (2001). La desaparición del
sujeto. Una historia de la subjetividad de Montaigne a Blanchot. Madrid:
Akal.
Chico, Álex (2016). Sesenta y cinco momentos en la vida de un
escritor de posdatas. Sevilla: La Isla de Siltolá.
Del Molino, Sergio
(2016). La España vacía. Viaje por un
país que nunca fue. Madrid: Turner.
Martín Gijón, Martín
(2017). Un otoño extremeño. Mérida:
Editora Regional de Extremadura.
Ricoeur, Paul (1996). Sí mismo como otro. Madrid: Siglo
Veintiuno de España Editores.
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