TRES LIBROS, TRES MUJERES: LENGUAJES Y SUJETOS COMO PROBLEMA



(...) Tampoco creo que la literatura nos pueda enseñar a vivir, pero las personas que tienen preguntas sobre cómo vivir tienden a recurrir a la literatura.

Judith Butler


Siempre hay una poesía que viene. Quiero decir, más allá de la insulsa idea de “novedad”, una escritura que avizora los límites de sus propios linajes, de sus referentes, de sus ataduras culturales, sin importarle el coste de destemplanza que eso pueda suponer. Una poesía-ser en la que se intuye la anticipación de los temas, cuerpos, vidas en las que estamos-estaremos habitados. Una poesía que se desliga de sí al mismo tiempo que se conecta con otras, hijas del temblor, como si fueran la hermana, la extranjera. Tres libros y tres mujeres. Una honda complicidad. Y una lectura que se me impuso entrelazada, igual que las cosas que llegan sin solución de continuidad. Tres libros que son uno. Tres libros que se dibujan (como lector) en la conmoción, la extrañeza y el asombro. Tres libros que exigen un desasirse de sí, en un ejercicio permanente de descentración. No son textos para mentes acomodaticias. Tampoco barreras infranqueables a las que temer.

# cosas dichas por otr@s sobre estos tres libros

Rubén Romero Sánchez, a propósito de “La curva se volvió barricada” de Ángela Segovia dijo:

Ángela, mujer lúcida que no juega a las vanguardias sino que trasciende “esa conversación inacabada entre géneros y modos de hacer”, acompaña su libro de un texto en el cual se interroga acerca de los límites del verso en particular y del lenguaje poético en general, y establece un concepto feliz: la insurgencia del sentido. Afirma la autora que desde los lenguajes poéticos (la poesía liberada de su sometimieto al papel y de la mano de otras artes que “sí han hecho un trabajo de actualización”) es posible descomponer “la visión sausureana del signo”, superando los “binarismos reductores” o las “rigideces de sentido”, y así “cabalgar el borde, la línea”, lo que para la poeta es “la más alta responsabilidad poética y política”. A partir de estos postulados, su libro se presenta como manifestación concreta de este nuevo modo de pensar, decir y hacer vivir la poesía, una forma de jugar con el límite y la ruptura del mismo (“Un lenguaje que salga y haga su cosa y nade por la barriada”).

Paula López Montero, a propósito de “La curva se volvió barricada” de Ángela Segovia dijo:

La curva se volvió barricada es un libro tremendamente singular que por su carácter, personalidad y propia filosofía –incluso la edición cuidada e independiente de la editorial– quiere situarse en la curva, en la vía que escapa de toda entidad o forma rígida. Concebido como un poema-poliedro de nueve lados, trata de desencajar el pensamiento, la tradición y la propia poesía, haciendo barricada, y finalmente proponiendo nuevos horizontes. Un texto lleno de subtextos, apóstrofes, bisagras y claroscuros, leyendas que guían e interrupciones, cortes, heridas, condensaciones, irreverencias, sutilezas, grandes punzadas a medio camino entre la intuición, el flujo verbal y una gran clarividencia. Ángela Segovia escribe: «Estoy pensando en la poesía como falla de la lengua, ya que va más allá de sus propias construcciones, sus técnicas y tecnologías; de alguna manera la poesía sirve para hacer un lenguaje que complica, abre, entorpece y amplía la comunicación. Es veladura cuando nubla, corta, desordena y embrolla los procedimientos normales de la comunicación verbal. Y es veladura porque el ejercicio es precisamente tapar para mostrar lo que de otro modo no se ve».





Rocío Acebal, a propósito de “Conjuros y cantos” de Sara Torres dijo:

A pesar de esta conexión con las raíces ancestrales de las sociedades, resulta complicado rastrear las huellas de los maestros de la autora gijonesa. No es difícil comprender la causa: la tradición heredada no ofrece muchos referentes para lo no normativo. Incluso la poesía homosexual ha sido, tradicionalmente, poesía en masculino. No es de extrañar, por tanto, que los versos de Torres estén marcados por la constante exploración de nuevos terrenos estilísticos y formales, ya que parten de la difícil pero necesaria creación de una tradición y una mitología propias, separadas de los cánones habituales. Su poesía es de constante descubrimiento y experimentación, abre un nuevo espacio en el que poder comprender su propia sentimentalidad (“Para qué buscarnos en esta lengua con la que no hemos nacido Blasfemar con esta lengua Abrir grietas al mundo insertar objetos por ranuras”).

La reflexión sobre el lenguaje, bien como perpetuador de costumbres o como iniciador del cambio, es pilar base de la obra. Ciertos versos nos recuerdan aquellas palabras de Ángel González “Cuando un nombre no nombra, y se vacía, / desvanece también, destruye, mata / la realidad que intenta su designio”. Es decir, las palabras tienen el poder de dotar de existencia a aquello que designan, de visibilizar o esconder las realidades (“No me visites Fingiendo tu inexistencia me mantengo a salvo // No te apelo Tu cuerpo se borra en mi silencio // Te agitas en la histeria del fantasma No te señalo Nadie te ve”). Es precisamente en estas reflexiones donde salta a la vista la profundidad del libro y los conocimientos de su autora, estudiosa de teorías queer y feministas.

Carmen Díez, a propósito de “Conjuros y cantos” de Sara Torres dijo:

La poesía de Sara se deconstruye y construye a cada paso; la ausencia de versificación y de puntuación es, quizá, una manera de depurar un lenguaje que intenta liberarse del sistema patriarcal. Esos huecos en los que cabe una coma, o dos puntos, son las grietas que nos dejan respirar, el resquicio de libertad creativa que obedece a nuevas estructuras. Entiendo Conjuros y cantos como una indagación y, al mismo tiempo, como el resultado de un trabajo aglutinador sobre las posibilidades de deformación del lenguaje. Una deformación capaz de erigir templos audaces y habitables.




Sara Torres, a propósito de “Tuscumbia” de Lola Nieto dijo:

En el temblor, la voz afectada por aquello con lo que existe en-contacto se des-localiza, se transfiere no a otro destino, sino a la continuidad del rebote encadenado; la percusión como fin en sí mismo. Lola Nieto, en su último libro, Tuscumbia, demuestra con gran belleza que es posible construir poéticamente, políticamente, mundos temblantes, resbaladizos, no deficitarios de las tradiciones del yo-identidad, yo dual mente-cuerpo.

Si tiemblo me escapo: / ¿qué forma tiene algo que tiembla? Si / tiemblo: / el límite se deshace se hace destello una línea mal / dibujada borrosa rota que palpita y / no señala no apresa o / contiene no contiene (p. 55)

En Tuscumbia, el yo enunciativo reconoce el límite del lenguaje y da paso a un yo siamés, esencialmente afectivo, inmanente, que Lola Nieto hace aparecer en la figura de dos niñas idénticas, animadas por una misma vida y unos deseos mismos; mamíferos y ciegos, de interior. Junto a las ¿niñas?, las hermanas, recorremos los pasillos de una casa-nido-estómago de imaginarios posibles. Ellas pronuncian y rastrean, voraces y livianas al unísono. Asertivas, perseverantes, son portadoras de un poder extraño.

Jéssica Pujol, a propósito de “Tuscumbia” de Lola Nieto dijo:

A menudo es más fácil hablar de los significados simbólicos de un poema que detenernos a interrogar su forma. Sin embargo, todos sabemos que la poesía es, entre otras cosas, una forma, un tipo de contenido, algo que la poeta presenta así y no de otra manera porque es así cómo ha transformado la realidad empírica en artefacto. La forma es, por tanto, el trazo de unos límites frente a la página en blanco, la concentración y desvelo de un mundo de significados frente al vacío, pero también el establecimiento de un diálogo insoslayable con los no-límites que la escritura incluye por omisión, dialécticamente. Una primera ojeada al último libro de la barcelonesa Lola Nieto, Tuscumbia (Harpo, 2016), nos descubre que Nieto es una poeta que trabaja estos límites a conciencia, aunque se trate de una conciencia que quiere abandonar el “yo” para regresar al “yo-otro” o, por lo menos, para habitar un yo/tú siamés que no por casualidad abre el primer texto del libro.

[…] Nieto nos coloca en el umbral entre el ser y el no-ser, un lugar que no lleva a ninguna parte pero que nos hace más libres porque nosotros, los lectores, somos quienes hemos de cortar y coser los sentidos textuales de Tuscumbia con precisión quirúrgica. Y asíasí continúa todo.




#subjetividad, #desdoblamiento, #sujeto, #transgénero

Los tres poemarios que tenemos delante, a mi parecer, se insertan en la herida del sujeto. Quiero decir, se plantean como centro de sus preocupaciones estéticas, políticas y semióticas el sentido último de esta noción tan revisitada por la filosofía contemporánea. Ser sujeto, ser cuerpo, ser voz-voces (ya sea como mujer, como hombre o como transgénero) implica reconocer eso que ya teorizara el antropólogo François Laplantine: que el sujeto es un “hacer en situación y en devenir”, no un “objeto, medio, utensilio, receptáculo y transmisor de información que prescinde de relaciones largas, lentas”. El sujeto “del conocimiento”, o sea, el sujeto que enuncia en solitario o en diálogo intersubjetivo, que poematiza “mediante” o “contra” la palabra, que abalanza su mirada sobre el mundo (desde una posición “cyborg”), no puede separarse del “sujeto de la acción” y del “afecto” que diría Laplantine. De aquí que toda subjetividad sea, a la vez, “sujeto del lenguaje”, “sujeto del inconsciente” y “sujeto del poder”. Los cuerpos-sujetos que protagonizan estos libros son, a la vez, cuerpos-sujetos del lenguaje, del inconsciente y del poder. En ellos asistimos a desdoblamientos, fisuras, heridas, violencias, vulnerabilidades, decires, conjuros, balbuceos, en conversación continua con una realidad consciente e inconsciente que jamás termina de estabilizarse. Veamos tres ejemplos breves de esto (primero en Segovia, luego en Torres, para acabar en Nieto):






#lenguajeos, #renombrar mundo, #verso proyectivo, #contra la buena letra, #deslectura, # performatividad, #poemas que no terminan, se interrumpen, #deslectura

Pero estas obras comparten además una profunda preocupación por el lenguaje entendido como problema. Ahora bien, no se trata (creo) tan sólo de abordar los límites del decir, el temblor de la palabra, el impacto de lo no dicho, la economía política de la lengua, la eterna fluidez de las comunidades de habla, la permuta obstinada entre voz y silencio… no… en estas autoras, la inquietud que se abisma y se muestra más desasosegante es el propio verso, la propia continuidad existencial del “ser poético” en medio de un mundo arrasado por la narratividad (homogénea) de los idiomas del poder. Sus libros son como gritos contra esos robustos ideolectos. Alaridos lanzados al territorio de lo común, de lo comunal, en un intento decidido (y valiente) por agujerear esa aparente fortaleza del poder lingüístico normativo. No obstante, más allá de disquisiciones estilísticas o filológicas, las escrituras de Segovia, Torres y Nieto parecen regresar y respirar sobre muchas de las categorías lanzadas en los años cincuenta por Charles Olson en torno al “verso proyectivo”. Sus poéticas vuelven a poner encima de la mesa (en tensión con las nuevas circunstancias históricas de nuestras sociedades neoliberales, patriarcales y en crisis) cuestiones como, por ejemplo, la “kinética” en “la composición por campo”, esto es, la posibilidad de una transferencia de energía del poeta al lector a través de un tipo de composición que huya de estructuras cerradas, codificadas, estabilizadas previamente. Lo que pasa es que esta kinética olsoniana tiene en estas autoras, me parece, una bidireccionalidad (poeta-lector, lector-poeta) muy intensa, una dimensión “bioliteraria” (por utilizar el término de Germán Labrador) de enorme calado. Las diferentes secciones de los libros, sus tipologías compositivas, su dislocación en la página, la visualidad de la mancha de escritura, el uso de diferentes recursos gráficos, el permanente posicionar al lector en un papel activo, incómodo, de “deslectura”, permiten producir un efecto de intersubjetividad agudo y constante. No me parece casual, en este sentido, que estas tres autoras se preocupen además por la performatividad, la puesta en escena, de sus propios poemas. Un rápido repaso en youtube por algunos de sus “¿recitales?”, es suficiente para tomar conciencia de hasta qué punto sus ansiedades por el “ser poético” van más allá de la materia “libro”, más allá de las formas en que se relacionan escritura y lectura. Se convierten en auténticos rituales, conjuros, invocaciones telúricas, al mismo tiempo que intimidades polifónicas. Si tuviera que resumir esta “nueva poematicidad” que subyace a estos tres libros, sería algo así como el intento por atraer al “ser poético” todo lo vivo, por encima de las propias precariedades y limitaciones del lenguaje poético.

#oniria

Y una última cosa. Hay algo que me ha fascinado en estos tres libros. Se trata de todo un repertorio simbólico emergente, revelador, como un poblar imágenes, escenas, situaciones oníricas (ese “sujeto del inconsciente” del que hablábamos antes) que no había reconocido de forma similar en otros textos recientes. No sé explicarlo bien, los mundos delirantes, alucinados, que atraviesan muchos de los poemas son, a la vez, distantes y extraños, herméticos, pero al mismo tiempo tienen una temperatura cercana, copresente, reconocible. En ese intersticio parecen revelarse de manera desnuda. En esa liminalidad traquetean como impulsos que percuten sobre nuestras conciencias.


Referencias bibliográficas:








Lorde, Audre (2003). La hermana, la extranjera. Artículos y conferencias. Madrid: Horas y horas.
Laplantine, François (2010). El sujeto, ensayo de antropología política. Barcelona: Edicions Bellaterra.

Haraway, Donna (2014). Manifiesto para cyborgs. Ciencia, tecnología y feminismo socialista a finales del siglo XX. Madrid: Puente Aéreo.


RECORDAR DISTINTAMENTE




Porque, para poder existir, tuvimos que aprender a recordar distintamente.

Germán Labrador.



Desde 2011 la tierra se abrió bajo nuestros pies. Lo que habían sido certezas incontestables, se volvieron simples cáscaras vacías. Aquellos que durante cuarenta años habían ostentado el monopolio de la verdad, del gusto, de la responsabilidad y el equilibrio, fueron mudando en simples caudillos, embaucadores, estrategas de su propia mezquindad. El mito de la Transición y con él todo el régimen de plausibilidad cultural hegemónico en nuestro país, comenzó a deshilacharse, a hacerse insoportable para aquellos que habían perdido la guerra social llamada “crisis”. Donde antes se enseñoreaba la Movida como juguete juvenil, divertido, ahora se contemplaba la impostura de la desmemoria, una quietud cobarde y acomodaticia. Y de aquellos polvos, estos lodos.

Los libros que traigo hoy son, a mi juicio, dos de las obras más contundentes, rigurosas y audaces de cuantas conozco en el panorama de los estudios culturales hispánicos, cuyo corazón narrativo se dirige a agujerear sin contemplaciones, desde una sabiduría erudita y compleja, ese mito fundacional de nuestra sociedad contemporánea llamada Transición. Y no lo hacen como simple indagación histórica. Su pulsión se enraíza en el presente, como un modo de pensar libre en torno a las contradicciones del tiempo político que nos ha tocado vivir. Ahora bien, dado que este es un blog eminentemente volcado hacia la literatura, me gustaría esbozar apenas un par de ideas sobre estos ensayos a propósito del campo literario, pues ahí adquieren tonalidades distintas, de cierto interés, creo.

Digamos que “Culpables por la literatura” es la memoria de los olvidados, esos jóvenes transicionales de los setenta que imaginaron un país y una contracultura capaz de desestabilizar e impugnar, por igual, tanto un mundo que se moría, la dictadura, como otro que parecía nacer con hipotecas emboscadas, la democracia. Constituyeron comunidades de sentido, levantaron fisuras en las estructuras del poder, apostaron por el goce y las nuevas zonas de deseo. Una subjetividad radical. Un desafío profundo, en oposición a cualquier intentona de normalización cultural, que pagaron con la vida. Unos, como “adoradores del volcán” como los llama Labrador (en homenaje a la autodestructiva novela de Malcolm Lowry). Otros, sepultados por un silencio crítico que impuso sobre ellos el oprobio y la desaparición.




Al mismo tiempo, “Culturas de cualquiera”, desarrolla un repaso a eso que su autor, Luis Moreno-Caballud, denomina “democratización cultural”. Y sus conclusiones no pueden ser más devastadoras. El régimen cultural que se construye durante el final del franquismo y la Transición, y que queda grabado en piedra a lo largo de nuestra democracia de baja intensidad, es la expolición por parte de unos pocos, los “expertos” de la palabra. Palabra política. Palabra literaria. Palabra comunicacional. Palabra economía. Palabra, sin más. El régimen de verdad autoimpuesto a las gentes de nuestro país se llevó consigo, primero, algunas “modernidades truncadas” que habían sido fundamentales como experiencias de vida. Las “culturas del arraigo” (el mundo campesino), las “culturas de la subsistencia”, las “culturas de la postguerra”, fueron laminadas sin piedad bajo las luminarias de una modernización neoliberal que tildó de “paleto” a todo aquel que fuera incapaz de acogerse a estos nuevos tiempos de fulgor. Claro está, en esos tiempos de fulgor no todos tenían derecho a usar la palabra del mismo modo. Sólo algunos intelectuales, políticos, empresarios, banqueros, escritores, periodistas, estaban llamados a ser los portadores de la nueva verdad, sus comisarios. El resto, mansos palmeros que no debían dejar de tocar, no fuera a ser la fiesta se aguara. Pero todo llega a su fin. Y esta vez, la crisis capitalista financiera de 2008 se llevó consigo la fiesta. Como naipes deshojados fueron cayendo los baluartes del edificio ideacional. Con “el ajuste” (que es una estafa) llegaron nuevas resistencias, nuevos procesos democratizadores “desde abajo” que quisieron desnudar al príncipe, devolver la palabra a sus dueños, a sus legítimos dueños, en régimen de igualdad y apertura. Las “culturas de la Red”, la “política de cualquiera” que tomó las plazas en España en mayo de 2011, fueron sólo algunos de los eslabones sociológicos de este proceso imparable en el que todavía estamos. Nuevas instituciones culturales, más democráticas, nuevas “culturas autogestionarias en sus espacios de vida”, que pugnan por hacerse presencia en nuestras calles.




¿Por qué considero estos dos ensayos relevantes a la hora de pensar el campo literario español? Pues porque más allá del ejercicio crítico cultural que proponen (de dimensiones realmente poderosas), en sus tramas, en sus lecturas panorámicas de los complejos fenómenos socioculturales que nos han atravesado, como no podía ser de otro modo, la literatura también está profundamente enredada. El campo literario español, su canon, es también producto de esa derrota histórica de los “adoradores del volcán”, de igual manera que es reflejo de ese robo de la palabra ejecutado por pate de algunos.

Pero seré más concreto, tanto Germán Labrador como Luis Moreno-Caballud, a quienes nos gusta la literatura, nos enseñan varias cosas. Por ejemplo, a pensar los fenómenos culturales de un modo “biopolítico” (en sentido foucaultiano). A no hacer sociología de las personas, de los escritores, sino a que en el ensayo esas personas estén en cuerpo, sean otra vez cuerpo, restituyendo la complejidad de todo sujeto. Nos enseñan a nombrar las discontinuidades, a reparar en los “estilemas” y en las interesadas agrupaciones homogeneizantes de lo literario. Nos enseñan a rescatar aquellas experiencias artísticas que pretendieron, y pretenden, disolver primero el franquismo y luego la “anomia” democrática que habita en nuestra piel. No enseñan a desnudar ese poder que no sólo disciplina sino que también se apoya en los aspectos utópicos, desresponsabilizadores, de la libertad individual. Nos enseñan a volver a leer la literatura (y cualquier otra manifestación cultural) a partir de los fragmentos, de las líneas de fuga, de todo aquello que escapa a la regularidad y el orden. Nos enseñan a hacer de la palabra un “territorio de disputa”. Pero no lo hacen desde una ausencia de lo orgánico, al contrario, reconstruyen la experiencia vicaria, sensible y estructurante que los fenómenos contraculturales y contrahegemónicos también despliegan. En definitiva. Estos dos autores nos ayudan a ampliar nuestro campo de visión y desconfiar de los circuitos cerrados y los relatos críticos demasiado dados a fijar escalafones. Cierres de fila generacionales que parecen poblar la historia cultural de nuestros libros de texto.


Una cosa para acabar. Más allá del interés que por sus temas puedan despertar estos libros, recomiendo acercarse a ellos como mero placer de lectura. Están furiosamente bien escritos. Guardan una temperatura semántica, una fuerza expresiva, que los proyecta más allá de la categoría “ensayo”. Constituyen una apuesta por la destemplanza. No se lo pierdan. 

TODO ESTÁ VIVO DE OTRA FORMA


Alocén es un pequeño pueblo de la provincia de Guadalajara. Su historia está dominada por la desaparición y la ausencia. De origen andalusí fue conquistado por la Orden del Temple. Una de sus ermitas, en las afueras, se llama La Soledad. Quiso la construcción del embalse de Entrepeñas, allá por los años cincuenta, anegar la mayoría de sus huertos y sepultar en agua la estación de ferrocarril que conectaba la población con la capital madrileña. El éxodo rural de los sesenta hizo el resto. Alocén hoy es un vecindario casi fantasma durante el invierno, avivándose la calentura de los hombres en el verano. No tiene colegio, instituto, farmacia, ni centro médico, tampoco otros servicios fundamentales para los que toca poner camino hacia Budia.

A estas alturas quizá el lector se pregunte, ¿y qué tiene que ver Alocén con este poemario? ¿Para qué recordar su historia si lo que tenemos entre manos es un libro donde no se relatan ninguno de los acontecimientos anteriormente señalados? Tiene que ver todo y nada al mismo tiempo. Mi imaginación lectora me dice que en Alocén (en veladura, como única toponimia que figura en el libro) podemos explorar quizá algunos de los temblores que lo sostienen. O dicho de otra forma, es la historia de Alocén una metáfora que nos puede servir para indagar en algunas de las interrogaciones esenciales de la obra. Alocén es la viva imagen de la resistencia contra el vacío, de la tozudez por hacer del espacio agreste una morada, un hogar, a pesar de la desaparición, el abandono y la soledad. Alocén es una respuesta lanzada al cielo de la historia y la geografía arrasadora, como si los vientos castellanos que barren sus paisajes hasta horadarlos por completo, no hubiesen sido capaces todavía de liquidar sus huellas. Pareciera que, entre sus casas, el pensamiento latente de sus gentes fuera: ¿cómo hacer de este lugar inhóspito, morada?, ¿cómo mantener el calor de lo vivo en mitad de este universo descoyuntado? Y es justo ahí donde se entrecruzan, a mi juicio, la pavura de Alocén con la escritura honda de la poeta Esther Ramón. ¿Cómo hacer de nosotros mismos morada de sí? ¿Cómo bucear, en apnea, hacia los fondos de nuestra propia existencia, para hallar en ellos su médula primaria, su fuente última de resurrección? ¿Cómo seguir insistiendo en el abrigo de la vida a pesar de lo inestable y quebradizo del mundo (como señala Francisco Javier Irazoki en su crítica de este libro en El Cultural)?



Se emprende el silencio / como un tóxico verdor / bajo la lengua.

Morada, a mis ojos, se comporta como un libro radical (de raíz) y existencialista. Me explicaré. Tal y como reconociera Emmanuel Mounier “todo existencialismo es, ante todo, una filosofía del hombre” en la cual toma cuerpo una concepción dramática de la existencia. La contingencia de lo humano, la impotencia de la razón, la fragilidad, la finitud, la soledad, el secreto, la nada… están detrás de su latencia más profunda. Ahora bien, como también señalara el autor francés, “toda filosofía de la existencia es, por esencia, una filosofía dialéctica”, y aunque “interiorista” rechaza el aislamiento egocéntrico, esto es, “opuesto a lo que está encerrado sobre sí, cerrado como una caja, «encapsulado»”. De ahí que sus métodos más corrientes de expresión sean el “cortocircuito metafísico, la hipertensión lógica, la sorpresa, el acercamiento inesperado”. En las varias lecturas que he hecho de Morada, me ha sacudido siempre esa extraña paradoja. Por un lado, sus diferentes secciones (Excavación, Velocidad y Piedra de agua) me empujan hacia ese “existente bruto” heideggeriano que tiene tintes desolados e incomprensibles. Un fondo interiorista de vulnerabilidad. Pero por otro lado, su escritura diáfana, exacta, despojada me propulsa hacia la sorpresa y el “acercamiento inesperado” de sí, que inevitablemente abre nuevas preguntas a la conciencia.  

Es por ello que el existencialismo de Esther Ramón presenta tonalidades muy diferentes, propias. Para empezar, aun siendo una escritura del ser humano, se encuentra permanente atravesada por la naturaleza. No hay disociación entre cultura y naturaleza, ambos mundos permanecen hibridados en el corazón de la piel, indisociables. Esto es algo que se repite en toda su obra como una obsesión iluminadora. Además, el modo de ahondar en esa pregunta que, a mi juicio, atraviesa el libro (¿cómo hacer de nosotros mismos morada de sí?) guarda conexiones con esa noción de “epimeleia” griega (inquietud de sí) que Foucault investigara en su ya mítica “hermenéutica del sujeto” allá por los años 1981 y 1982. La “epimeleia” era, ante todo, una ética general del no egoísmo, una obligación para con los otros que pasaba, primero, por cuidarse de sí, por ocuparse de sí. Se trata de una “actitud” de respeto hacia el sí mismo, una indagación sobre el sí mismo, una “manera de mirada” cuyo fundamento es el traslado de la mirada exterior hacia uno con el fin después de regresar al exterior ya modificado, de ahí sus prácticas de transfiguración y cambio. La “epimeleia” sería algo así como lo contrario al individualismo capitalista. Para ser-en-los-demás (en toda su intensidad) necesitamos antes estar-en-nosotros-mismos (no se puede “cuidar” a otros si primero no te cuidas a ti).


¿Por qué creo que en Morada el existencialismo poético de Esther Ramón es “epimeléico”? Pues fundamentalmente porque su escritura apuesta por la inquietud radical de sí sin menoscabo de la ocupación nítida por los otros. La “excavación”, “la velocidad”, “la piedra de agua” que nos propone esta autora desbordan los parámetros de lo individual, articulando sus textos mediante una deliberada impersonalización. Como ya expusiera en otras reseñas anteriores, esta técnica constituye una fuente de problematización sobre el sujeto enunciador clave. Cada poema es un ahondamiento en el ser humano que no discurre por fuera o contra los entornos donde habita. No estamos ante una obra biográfica, solipsista, ensimismada, todo lo contrario, su temperatura semántica bucea en esa ética no egoísta de la que nos hablaba Foucault. Es un libro profundamente conectado con lo humano y lo vivo. Lo que pasa es que asume, en su desnudo y visceral desgarro, la incompletud, el desamparo, la incomprensión y la fragilidad del ser. Veámoslo en este poema:

Somos juntos
o es la luna,
su arrastre
hacia la ventana
encendida.
Somos tantos
trabajando en los
cimientos,
percutiendo en la raíz
con un golpe de racimo.

O uno solo que aferra
el arpón, el dañado
que camina y cae,
lo clava en
su propia pierna,
la sana con otro
cuerpo.

(No se levanta
y sigue avanzando,
cabemos miles
en el cuarto vertical,
cortes de las finísimas
agujas
en su brazo extendido,
le damos nuestros
nombres,
nos vaciamos).

Escucho las carreras,
los timbres,
la apertura sigilosa
de las ventanas,
el choque de los mirlos
contra el muro,
tan lleno que no puedo
moverme,
y espero el barco,
o es otra habitación
en penumbra.
No les oigo
pero me arrojan
sus pañuelos,
algunos caen al mar.

Es de noche y
se acabó el pan
de las palomas,
dos quedan
las letras
compartidas,
la luna que
muerde,
un impulso
de arranque
que nos une.


Una escritura enigmática

¿Y de qué medios expresivos se sirve Esther Ramón para encarnar esa “morada de sí”? ¿Cómo pone a funcionar la maquinaria literaria en pos de ese existencialismo dialéctico? Aquí radica, creo, otro de los hallazgos del libro. La poesía de esta autora, a mi juicio, heredera de ese “surrealismo liberador” del que también nos informa Irazoki, apuesta sin complejos por la imagen y la simbolización como fuerza semántica. Ahora bien, cuidado, que su literatura siga apostando por estos recursos estilísticos (hija también del linaje vanguardista) no implica que sienta pulsión por la significación y “hacer signo”. Todo lo contrario, creo. Su simbolización se abre constantemente a una pluralidad de significantes, ninguno de ellos con capacidad para hacerse hegemónicos o estables; se enraíza en la desestabilización de la lengua, huye de toda unidad, deserta de cualquier urgencia comunicable, y asume lo ilegible/incomprensible como parte fundante de la experiencia y el ser poético.

En este sentido, me parece a mí que habría que sintonizar su poética con esa “escritura enigmática” que defendía Maurice Blanchot. Si el objeto literario, para el autor francés, es “al mismo tiempo irreductible (sin ningún tipo de explicación psicológica o sociológica) e indeterminado (nunca es posible recuperar el significado total y la importancia de un texto literario)”, su traducción semántica sólo puede asentarse en una escritura donde convive “una especie de fuerza que arrastra hacia un centro de atracción desconocido —perceptible vagamente sólo para el que escribe—”. La poesía de Esther Ramón, como la de Blanchot, tensa ese “centro de atracción desconocido”, implica una negativa a la homogeneización, es legible aunque oscura, apuesta por la singularidad del texto, juega con el carácter paradójico de la imagen, ya que es algo así como una “proximidad producida por el distanciamiento”. En definitiva, la poesía simbólica de Esther Ramón experimenta lo enigmático no como pose o hermetismo deshumanizado, sino como el modo coherente de desafiar la absorción de la lengua por las dinámicas y dispositivos culturales estabilizadores. No se pierdan este libro. Sobrecoge y emociona.



Referencias bibliográficas:

Foucault, Michel (2009). La hermenéutica del sujeto. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Lechte, John (2010). 50 pensadores contemporáneos. Del estructuralismo al posthumanismo. Madrid: Cátedra.

Mounier, Emmauel (1967). Introducción a los existencialismos. Madrid: Guadarrama.

Ramón, Esther (2015). Morada. Madrid: Calambur.

Irazoki, Francisco Javier (2016). Morada. Recuperado de enlace: http://www.elcultural.com/revista/letras/Morada/38074