Porque, para poder existir, tuvimos que aprender a
recordar distintamente.
Germán Labrador.
Desde
2011 la tierra se abrió bajo nuestros pies. Lo que habían sido certezas
incontestables, se volvieron simples cáscaras vacías. Aquellos que durante
cuarenta años habían ostentado el monopolio de la verdad, del gusto, de la
responsabilidad y el equilibrio, fueron mudando en simples caudillos, embaucadores,
estrategas de su propia mezquindad. El mito de la Transición y con él todo el
régimen de plausibilidad cultural hegemónico en nuestro país, comenzó a deshilacharse,
a hacerse insoportable para aquellos que habían perdido la guerra social llamada
“crisis”. Donde antes se enseñoreaba la Movida
como juguete juvenil, divertido, ahora se contemplaba la impostura de la desmemoria,
una quietud cobarde y acomodaticia. Y de aquellos polvos, estos lodos.
Los
libros que traigo hoy son, a mi juicio, dos de las obras más contundentes,
rigurosas y audaces de cuantas conozco en el panorama de los estudios
culturales hispánicos, cuyo corazón narrativo se dirige a agujerear sin
contemplaciones, desde una sabiduría erudita y compleja, ese mito fundacional
de nuestra sociedad contemporánea llamada Transición. Y no lo hacen como simple
indagación histórica. Su pulsión se enraíza en el presente, como un modo de
pensar libre en torno a las contradicciones del tiempo político que nos ha
tocado vivir. Ahora bien, dado que este es un blog eminentemente volcado hacia
la literatura, me gustaría esbozar apenas un par de ideas sobre estos ensayos a
propósito del campo literario, pues ahí adquieren tonalidades distintas, de cierto
interés, creo.
Digamos
que “Culpables por la literatura” es la memoria de los olvidados, esos jóvenes
transicionales de los setenta que imaginaron un país y una contracultura capaz
de desestabilizar e impugnar, por igual, tanto un mundo que se moría, la
dictadura, como otro que parecía nacer con hipotecas emboscadas, la democracia.
Constituyeron comunidades de sentido, levantaron fisuras en las estructuras del
poder, apostaron por el goce y las nuevas zonas de deseo. Una subjetividad
radical. Un desafío profundo, en oposición a cualquier intentona de normalización
cultural, que pagaron con la vida. Unos, como “adoradores del volcán” como los
llama Labrador (en homenaje a la autodestructiva novela de Malcolm Lowry).
Otros, sepultados por un silencio crítico que impuso sobre ellos el oprobio y
la desaparición.
Al
mismo tiempo, “Culturas de cualquiera”, desarrolla un repaso a eso que su
autor, Luis Moreno-Caballud, denomina “democratización cultural”. Y sus
conclusiones no pueden ser más devastadoras. El régimen cultural que se
construye durante el final del franquismo y la Transición, y que queda grabado
en piedra a lo largo de nuestra democracia de baja intensidad, es la expolición
por parte de unos pocos, los “expertos” de la palabra. Palabra política.
Palabra literaria. Palabra comunicacional. Palabra economía. Palabra, sin más. El
régimen de verdad autoimpuesto a las gentes de nuestro país se llevó consigo,
primero, algunas “modernidades truncadas” que habían sido fundamentales como
experiencias de vida. Las “culturas del arraigo” (el mundo campesino), las “culturas
de la subsistencia”, las “culturas de la postguerra”, fueron laminadas sin
piedad bajo las luminarias de una modernización neoliberal que tildó de “paleto”
a todo aquel que fuera incapaz de acogerse a estos nuevos tiempos de fulgor.
Claro está, en esos tiempos de fulgor no todos tenían derecho a usar la palabra
del mismo modo. Sólo algunos intelectuales, políticos, empresarios, banqueros, escritores,
periodistas, estaban llamados a ser los portadores de la nueva verdad, sus
comisarios. El resto, mansos palmeros que no debían dejar de tocar, no fuera a
ser la fiesta se aguara. Pero todo llega a su fin. Y esta vez, la crisis
capitalista financiera de 2008 se llevó consigo la fiesta. Como naipes deshojados
fueron cayendo los baluartes del edificio ideacional. Con “el ajuste” (que es
una estafa) llegaron nuevas resistencias, nuevos procesos democratizadores “desde
abajo” que quisieron desnudar al príncipe, devolver la palabra a sus dueños, a sus
legítimos dueños, en régimen de igualdad y apertura. Las “culturas de la Red”,
la “política de cualquiera” que tomó las plazas en España en mayo de 2011, fueron
sólo algunos de los eslabones sociológicos de este proceso imparable en el que
todavía estamos. Nuevas instituciones culturales, más democráticas, nuevas “culturas
autogestionarias en sus espacios de vida”, que pugnan por hacerse presencia en
nuestras calles.
¿Por
qué considero estos dos ensayos relevantes a la hora de pensar el campo
literario español? Pues porque más allá del ejercicio crítico cultural que
proponen (de dimensiones realmente poderosas), en sus tramas, en sus lecturas
panorámicas de los complejos fenómenos socioculturales que nos han atravesado, como
no podía ser de otro modo, la literatura también está profundamente enredada. El
campo literario español, su canon, es también producto de esa derrota histórica
de los “adoradores del volcán”, de igual manera que es reflejo de ese robo de
la palabra ejecutado por pate de algunos.
Pero
seré más concreto, tanto Germán Labrador como Luis Moreno-Caballud, a quienes
nos gusta la literatura, nos enseñan varias cosas. Por ejemplo, a pensar los
fenómenos culturales de un modo “biopolítico” (en sentido foucaultiano). A no
hacer sociología de las personas, de los escritores, sino a que en el ensayo
esas personas estén en cuerpo, sean otra vez cuerpo, restituyendo la
complejidad de todo sujeto. Nos enseñan a nombrar las discontinuidades, a
reparar en los “estilemas” y en las interesadas agrupaciones homogeneizantes de
lo literario. Nos enseñan a rescatar aquellas experiencias artísticas que
pretendieron, y pretenden, disolver primero el franquismo y luego la “anomia”
democrática que habita en nuestra piel. No enseñan a desnudar ese poder que no
sólo disciplina sino que también se apoya en los aspectos utópicos,
desresponsabilizadores, de la libertad individual. Nos enseñan a volver a leer
la literatura (y cualquier otra manifestación cultural) a partir de los
fragmentos, de las líneas de fuga, de todo aquello que escapa a la regularidad
y el orden. Nos enseñan a hacer de la palabra un “territorio de disputa”. Pero
no lo hacen desde una ausencia de lo orgánico, al contrario, reconstruyen la
experiencia vicaria, sensible y estructurante que los fenómenos
contraculturales y contrahegemónicos también despliegan. En definitiva. Estos dos
autores nos ayudan a ampliar nuestro campo de visión y desconfiar de los circuitos
cerrados y los relatos críticos demasiado dados a fijar escalafones. Cierres de
fila generacionales que parecen poblar la historia cultural de nuestros libros
de texto.
Una
cosa para acabar. Más allá del interés que por sus temas puedan despertar estos
libros, recomiendo acercarse a ellos como mero placer de lectura. Están
furiosamente bien escritos. Guardan una temperatura semántica, una fuerza
expresiva, que los proyecta más allá de la categoría “ensayo”. Constituyen una
apuesta por la destemplanza. No se lo pierdan.
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