SIN RESPUESTA AQUÍ EN LOS LÍMITES



Recientemente pude visionar en la Cineteca de Madrid la película In the same boat. Un documental sobre la crisis moral, los límites ecológicos, sociales, económicos y políticos de nuestro tiempo. Más allá de su contenido, me pareció potente la metáfora con la que jugaba el director a lo largo de la cinta. Un inmenso barco rompehielos atravesando mares antárticos, desolados, que crujían a su paso. La imagen guardaba relación con una cita de Zygmunt Bauman (que aparece en el film) donde se insiste en la idea de que, por primera vez, la humanidad en su conjunto compone una unidad existencial, de tal modo que su periplo futuro ha de ser cuidadosamente pensando por todos. La gobernanza global, es decir, el timón de ese mercante rompehielos, constituiría así la piedra de toque para nuestra supervivencia como especie.


Traigo la metáfora a colación porque, salvando todas las distancias, este poemario de Mario Campaña nos propone una indagación similar. De este modo lo ha percibido también Inmaculada Lergo quien señala: “Pájaro de nunca volver es un viaje; un viaje interior donde el contraste entre los sueños viajeros —que son siempre ilusionantes—, la idea de la vida como experiencia —al modo del Ulises de Cavafis— y la voz poética —que es un «yo» a la vez que un «nosotros»— es profundo y continuo. Con el acierto, que hay que señalar, de que el autor rehúye caer en un fácil victimismo, en un impostado rasgarse las vestiduras o en una mirada superior instalada en «su verdad». Lo que el poeta, y el lector, experimentan al adentrarse en la lectura de los poemas es una inmersión; un sumergirse poco a poco hasta anegarse en la indefensión del hombre ante el monstruo en que la vida se convierte a veces. Pero, a la vez, y no tan paradójicamente, una distancia, que permite escapar de un sentimentalismo que no interesa al poeta y que posibilita también el poder, a pesar de todo, aferrarse a la existencia: «déjame tocarte un momento / vida».”

Ahora bien, el viaje de Mario Campaña presenta algunas señales particulares. En esta reseña me gustaría sólo bucear en dos de ellas. Por un lado, alrededor de la noción de “viaje” comunitario (protagonizado por una voz poética que simultanea el “nosotros” y el “yo”), y por otro, en torno a eso que Eduardo Milán en el prólogo llama la “potencia imaginística” de este autor ecuatoriano, nacido en Guayaquil.   



Repensar la comunidad

El libro se articula en cuatro partes que parecen componer un cierto hilo narrativo. Un «Introito», atravesado por la casualidad y la violencia, que dispara la voz poética (“Anoche escuché disparos en los alrededores, muy cerca de aquí. Eran disparos, de eso estoy seguro. Procedían de una pistola o un rifle. No es la primera ocasión que los escucho. A veces me parece que explotan en la habitación de al lado. No me sobresaltan: corro a pegar mi rostro a los cristales, a mirar hacia fuera, al horizonte brumoso. ¿Quién es ahora? ¿Quién ha caído?... No temo”). Dos secciones que recorren, en su complejidad y varianza, ese largo viaje en comunidad hacia unos límites donde no hay respuesta (“aquella noche despertamos sobrios con el sol / y ya había desaparecido el río.”). Y una “Coda” final adonde, de nuevo, la brusquedad contenida en un espacio y unos personajes indefinidos aflora aunque felizmente no se materializa  (“Mi amigo el Cojo Pedro, el justiciero rey de mi Matavilela, se acercaría y le pegaría un tiro. Pero Pedro está muerto y el hombre mea impunemente sobre un abeto, sobre la nieve”). A priori estos cuatro elementos, presentados así, parecen inconexos, pero les aseguro que durante la lectura su urdimbre se manifiesta sólida y eficaz.

Pero quiero detenerme ahora en las partes centrales del libro. Aquellas que, propiamente, tocan el viaje. Un viaje que tiene trazas de ser existencial, acaso la pregunta ontológica sobre el ser, sobre nuestro destino, nuestras capacidades o incapacidades como comunidad. Un viaje que transita geografías imaginarias si bien, en veladura, intuimos señales paisajísticas de esa América Grande, torrencial, inasible (“río”, “nieve”, “ceremoniosas montañas”, “estepas”…). Un viaje poblado por lenguajes consuetudinarios que, acierto del autor, huyen como de la peste de cualquier dogma, verdad o pedagogía social. Un viaje donde lo colectivo se imbrica indistintamente con lo individual pero de un modo titubeante, frágil. Un viaje poblado por personajes (la “madre”, el “ser de los rincones”, el “vagabundo”, la “mujer”) que preguntan e interrogan de forma feroz. Ahora bien, como lector, debo reconocer que lo que más me ha interesado de esta propuesta es su manera, poemática, de repensar esa misma comunidad que protagoniza el viaje. El uso constante (y barroco) de la antítesis, somete a los poemas al enfrentamiento entre términos contradictorios, como si lo colectivo sólo pudiera ser pensado en ese estado permanente de convulsión. Nos dice Campaña:

y despertar un día al tibio pan
arrebatado
al pan apañado en el tumulto
una oración infinita nos envuelve
en la inacabable feria cotidiana
ardides de jugadores sin cartas
temeridad de apostadores sin fe
pesarosa caducidad este pánico
el irrevocable agotamiento de lo inerte
una inmóvil gloria un jamás nunca

aquellas riveras desaparecidas
esos atroces atardeceres melancólicos

mientras el triunfo del truhán consagra
interminables emboscadas
para el acontecer del pensamiento.

es nuestra el alma incurable
nuestra el hambre insaciable
nuestra la simultánea necesidad
del movimiento y el reposo

agitados o adormecidos sucumbimos
a la dócil alma astrosa
días y noches de subir y bajar
esta crónica enfermedad
esta marea

Aquí podemos ver esta permanente y tensa ambivalencia de lo común. Quizá por ello, me gustaría poner en diálogo interpretativo la concepción de Campaña con la propuesta teórica que Marta Segarra desarrolla a la hora de repensar la comunidad desde la literatura. A modo telegráfico, para Segarra (siguiendo a Roberto Espósito, Jean-Luc Nancy, Hannah Arendt y Giorgio Agamben) “lo común no equivale a una propiedad ni a una esencia”, no palpita dentro ese “falso dilema” entre primacía del individuo o primacía de lo común. Más bien, la apuesta pasaría por “pensar la comunidad no como un afirmación de determinadas características o propiedades que nos reunirían con otros individuos semejantes […] sino como una «expropiación» de nosotros mismos, es decir, no como algo que «rellena» la brecha que existe entre los individuos sino como aquello que se sitúa en ese creux o vacío, en el «entre»…”. Así, la comunidad se podría repensar como “lo «im-propio»”, “un «movimiento fuera de sí»”, “un éx-tasis o un éxodo del sujeto fuera de sí mismo”. Considero que esta concepción tiene resonantes similitudes con la voz poética que nos propone Campaña y podría ser interesante conectar ambos planteamientos. El “nosotros” de Pájaro de nunca volver (igual que su “yo”) no es el de la identidad y la afirmación, tampoco esa voz comunal que afianza un programa político, sino más bien se trata de ese precario “movimiento fuera de sí” que “hace el milagro pero no resucita”. Quizá por ello, Campaña (para marcar ese “im-propio”) hace un uso desasosegante del “no” (“no hice lo que quería no / pero aún estoy vivo”) como seña de identidad del viaje. Es posible que en ocasiones el uso reiterado del “no” y de la “antítesis” pueda resultar monocorde, pero creo que desnuda y pone encima de la mesa una concepción valiente e incómoda sobre aquello que, volviendo al documental que dio inicio a la reseña, se nos antoja una realidad incontestable: que a pesar de estar todos enrolados en el mismo barco, existen profundas e hirientes diferencias.



La potencia imaginística y el no volver

Dice Eduardo Milán en el prólogo del libro: “Mario Campaña es uno de los poetas de la segunda mitad del siglo XX latinoamericano con mayor potencia imaginística que conozco, tal vez porque su poesía le otorga a la imagen una dimensión ontológica, de ontología poética radical”. Continúa: “Aquí la respuesta al por qué del mundo y de la peripecia individual se confía al lenguaje y, muy particularmente, al lenguaje poético. Es decir, no basta con la voluntad de hacer palabra para habitarla como “casa del hombre”, ya que se abolieron los afueras y todas las costas, grutas y montañas están cerradas o bloqueadas en su acceso: en el mundo de las migraciones y desplazamientos (“expulsiones”, en realidad, como dice Saskia Sassen) y posteriores confinamientos en aras de lo que Achille Mbembe llama “necropolítica”, el tiempo del no regreso real coincide con una posición poética de no regreso”. Y finaliza: “En ese sentido, el no volver de la palabra poética de Campaña apuesta, más que por una duración —un perpetuarse en el tiempo como deseo—, por una resistencia, por un dejarse en movimiento”.

Creo que Milán afina en su interpretación. No obstante, y en consonancia con lo ya dicho a propósito de las posibles conexiones intelectuales entre Campaña y la noción de Segarra, ese “dejarse en movimiento”, esa “potencia imaginística”, esa “posición poética de no regreso” que recorre todo el libro, también pudiera desplazar nuestra mirada lectora hacia otro territorio de conflicto. No sólo el viaje en sí y la comunidad que lo protagoniza son una antítesis permanente, un “vaciarse”, sino que el propio lenguaje que lo traduce, que lo habita, que lo encarna a la hora de darse a los demás (los lectores, por ejemplo) es una disputa irresoluble.

El crítico peruano Juan Ignacio Padilla, a propósito del poeta Mario Montalbetti, recogía la noción de “economía política estética” entendida como el modo de resistencia de los poetas, de algunos poetas, a la simbolización. Resistencia a “hacer signo”, a la comunicación, lo ilegible como motor de la experiencia. La poesía entendida como desestabilización del lenguaje, de la unidad, como resistencia frente a la dinámica de absorción legible del capital. Campaña no se resiste de manera radical a la simbolización y la significación, pero hace algo que creo es interesante. Utiliza, a mi juicio, esa potencia imaginística que señala Milán para construir una atmósfera de lenguaje des-identificadora. En otras palabras, aprovecha a la hora de tejer imágenes los hallazgos de la rica tradición barroca-simbolista, pero no para ponerla al servicio evidente del signo, sino justo para problematizar las categorías reveladoras de la realidad. La escritura de Campaña no fluye en la cadencia autoevidente del símbolo-signo, sino que el símbolo se revela como un lugar agridulce, inhóspito, extraño, desterritorializado, que apenas nos ayuda a comprender el mundo. Si este viaje es un “dejarse en movimiento” no lo es sólo por la restauración de la máxima de Cavafis (“el viaje es el camino”), sino porque la radical soledad de los hombres y su lenguaje (aun apoyándose en la mayor de sus potencias: la capacidad evocativa del mismo), no permite otra permanencia más que la de la inestabilidad constante. Aquí arraiga, a mi juicio, uno de los hallazgos de este libro. Dar cuenta de esa inestabilidad un poco huérfana.

Pero no quisiera acabar esta reseña dejando un sabor amargo en el lector. Soledad, inestabilidad, vacío, no constituyen las únicas divisas del texto. La amarga conciencia existencial que callejea este libro y su viaje, se ve poblada también por una esperanza intuida al final de sus versos: “ardan ya casa y ciudad / cielo / corazón y memoria / todo puede cambiar”. Recuerden, “todo cambia” que decía Mercedes Sosa. Y estaremos para verlo.

Por último, quisiera públicamente reconocer el trabajo de la editorial Candaya por la colección de poesía que todavía late con fuerza en su catálogo. Son tiempos difíciles para editar poesía. Pero gracias a ella hemos podido leer a poetas latinoamericanos de la talla de María Auxiliadora Álvarez. Todo un lujo que merece ser valorado.

Referencias bibliográficas:

Campaña, Mario (2017). Pájaro de nunca volver. Barcelona: Candaya.
Lergo Martin, Inmaculada (2017). “Mario Campaña: Pájaro de nunca volver”, en El Imparcial. Recuperado de enlace: http://www.elimparcial.es/noticia/175206/los-lunes-de-el-imparcial/mario-campana:-pajaro-de-nunca-volver.html  
Padilla, José Ignacio (2014). El terreno en disputa es el lenguaje. Madrid: Iberoamericana/Vervuert.

Segarra, Marta (ed.) (2012). Repensar la comunidad desde la literatura y el género. Barcelona: Icaria.   

LITERATURA Y BOXEO




Sólo un hombre que sabe lo que se siente al ser derrotado puede llegar hasta el fondo de su alma y sacar lo que le queda de energía para ganar un combate que está igualado.
Es solo un trabajo. La hierba crece, los pájaros vuelan, las olas acarician la arena... Yo me peleo en un ring.
Muhammad Ali

Hace tiempo que el boxeo encarna las marcas de un subgénero en el cine. Su potencia visual, su narratividad, la condensación de historias contradictorias y ambiguas, hacen de este deporte una caja de resonancia de conflictos existenciales y sociales de gran magnitud. En la literatura también encontramos un extenso linaje de obras que se han aproximado a este fenómeno. Recientemente, Daniel María, en la revista Qué leer, a propósito de la publicación en el sello editorial Capitán Swing del libro de Arthur Conan Doyle, Rodney Stone, mostraba una rica panoplia de autores y obras que coquetearon con el mundo pugilístico. Merece la pena recorrer su itinerario. Pero entre las muchas historias que conozco sobre la relación entre escritura y boxeo, hay una que me sobrecoge especialmente. Se trata de la experiencia vivida por el sociólogo y antropólogo Loïc Wacquant. Este discípulo de Pierre Bourdieu, durante su trabajo etnográfico en los guetos negros de Chicago, comenzó a practicar boxeo como mecanismo de acceso a las comunidades que deseaba investigar. Dicen las malas lenguas que tan bien se le daba y tanto le gustaba, que sugirió a su director de tesis, el propio Bourdieu, la idea de abandonar los estudios de doctorado para dedicarse profesionalmente al pugilato. Según parece, su maestro puso el grito en el cielo, y no se sabe si por convencimiento o bajo amenaza de recibir una paliza de su mentor, Wacquant prosiguió con sus investigaciones y acabó siendo, como hoy es, uno de los etnógrafos más importantes en el estudio sobre la “criminalización de la pobreza”. Pero todas aquellas experiencias deportivas quedaron reflejadas en un libro deslumbrante titulado Entre las cuerdas: cuadernos de un aprendiz de boxeador. Así nos dice el propio Wacquant: “En agosto de 1988, por una serie de circunstancias, me inscribí en un club de boxeo del gueto negro de Chicago. Nunca había practicado ese deporte, ni siquiera se me había pasado por la imaginación hacerlo… Durante tres años me entrené junto a boxeadores del barrio, aficionados y profesionales, entre tres y seis veces por semana. Para mi sorpresa, me fui enganchando poco a poco hasta el punto de disputar mi primer combate oficial en los Chicago Golden Gloves. Las notas que registraba día a día en mi cuaderno de campo después de cada sesión de entrenamiento, así como las observaciones, fotos y grabaciones realizadas durante los combates en los que peleaban los colegas del gimnasio, me proporcionaron el material de este libro.”

El boxeo como condensación de un mundo convulso

El relato literario que más huella ha dejado en mí en relación al boxeo es Young Sánchez de Ignacio Aldecoa. Recuerdo tanto su lectura como el visionado de la adaptación al cine que hizo Mario Camus, que me revelaron la auténtica dimensión de este deporte llevado al campo literario. Del mismo modo que la novela negra nos atrapa no sólo por sus tramas detectivescas, sino también por su penetrante capacidad para trazar la complejidad y disputas del tiempo histórico en el que se incardina; el boxeo presenta la rara habilidad de retratar, de forma coagulada, las tensiones y conflictos interiores de un mundo social aparentemente descodificado en el cuadrilátero de un ring. Esto mismo es lo que, a mi juicio, representan las dos obras que reseño hoy.

El campeón prohibido constituye la última novela, antes de su muerte, del escritor italiano Darío Fo. En ella se recoge la historia del púgil gitano Johan Trollmann, que durante los años veinte y treinta, desarrolló su fugaz carrera deportiva en medio de una Alemania que metamorfoseaba de la República de Weimar al nazismo. Por el contrario, Knock Out, de Jack London, recoge tres historias distintas entre sí que se conectan con espacios y tiempos diferenciados. Desde la Australia de principios de siglo XX a los años turbulentos de la Revolución Mexicana. Son dos libros claramente diferentes, pero ambos tienen, a mi parecer, esa misma capacidad de filtrar entre golpes y rounds la tensión de un mundo convulso.

En el caso de Darío Fo, la apuesta pasa por recorrer la vida completa de Trollmann, desde su infancia hasta el final de sus días. Se trata de un relato que adquiere las tonalidades de cuento. Aligerado de densidades lingüísticas, directo en la presentación y composición de los personajes, clásico y algo previsible en su entramado estructural. No creo que estemos ante la mejor obra de Fo. El esquematismo de la narración despotencia, a mi juicio, parte de su búsqueda. No obstante, lo que tiene para mí de interesante este libro estriba, precisamente, en el telón de fondo que envuelve a los personajes. El paulatino ascenso del nazismo, el tamiz cotidiano de la xenofobia, van a ir cercando una comunidad, la gitana, de la que procede el protagonista. Al mismo tiempo, resulta iluminador acceder a la toma de conciencia política de este joven púgil que, más allá de sus condiciones extraordinarias para el combate, disfruta de una inteligencia y perspicacia existencial poco común. Todo ello hace de Trollmann una figura trágica, aunque no pesimista, una suerte de encarnación deportiva de la resistencia frente a la barbarie. El libro, además, viene acompañado por una serie de ilustraciones que nos incrustan, de lleno, en la vertiginosidad del pugilato.



Jack London, por el contrario, nos acerca al drama existencial de unos personajes a través de los cuales se exuda la dureza del mundo que habitan. Debo reconocer que de las tres historias me quedo con las dos primeras, Un bistec y El mexicano. Su lectura me ha resultado estremecedora. En Un bistec asistimos a la caída de Tom King, boxeador ya veterano, pobre como las ratas, que lucha por sustentar a su familia, para lo cual debe aceptar un combate con el joven y vigoroso Sandel, a sabiendas que ni su preparación ni su alimentación son las más adecuadas para soportar el castigo. Los personajes, el propio acontecer de la pelea, los ecos de todo lo que está fuera del ring pero que se cuela entre los golpes y la sangre de la historia, están levantados de forma magistral. La prosa de London es vertical, precisa, descarnada. Tom King es construido de un modo apabullante, mediante una prolijidad de lenguaje nada gratuita, de tal suerte que accedemos a su mundo interior de sujeto en derrota. Hay varios pasajes de este relato que me sobrecogen, pero especialmente quiero destacar dos de ellos, donde se sintetizan a la perfección una de las fatalidades recurrentes en el boxeo: la Juventud que vence y destrona a la Edad. Algo, me temo, que no sólo acontece en el mundo del boxeo. Dice London:

Algunos años antes, en el apogeo de su invencibilidad, King se había divertido y aburrido con tales preliminares. Pero ahora las presenciaba fascinado, incapaz de apartar la vista de la Juventud. Esos jóvenes ascendentes en el boxeo siempre estaban saltando al ring entre las cuerdas y clamando su desafío; y siempre se los enfrentaba con boxeadores viejos. Trepaban hasta el éxito sobre los cuerpos de los viejos. Y siempre venían, más y más jóvenes —la Juventud ávida e irresistible—, y siempre acababan con los viejos, se convertían ellos mismos en boxeadores viejos y recorrían el mismo camino descendente, mientras que, detrás, presionando, estaba la Juventud eterna: los nuevos chicos, que crecían ambiciosos y capaces de arrastrar a sus mayores, con más chicos detrás de ellos en el fin de los tiempos. La Juventud tiene su propia voluntad y eso nunca morirá.

[…]

«La Juventud se impondrá»; este dicho relampagueó en la mente de King, y recordó la primera vez que la había oído, la noche en que había noqueado a Stowsher Bill. El ricachón que le había pagado un trago después de la pelea y le había palmeado el hombro había usado esas palabras. ¡La Juventud se impondrá! El ricachón estaba en lo cierto. Y aquella noche, años atrás, él había sido la Juventud. Esta noche, la Juventud estaba en la esquina opuesta. En cuanto a él, llevaba peleando media hora, y ya era un hombre maduro. Si hubiera peleado con Sandel, no habría durado ni quince minutos. Pero el punto era que no se recuperaba. Aquellas arterias sobresalientes y aquel corazón dolorosamente cansado no le permitirían recuperar las fuerzas en los intervalos entre rounds. Y, para empezar, no tenía energía suficiente. Las piernas le pesaban y comenzaban a acalambrarse. No tendría que haber caminado aquellas dos millas antes de la pelea. Y estaba el bistec por el que había suspirado aquella mañana. Lo invadió un odio terrible contra los carniceros que se habían negado a fiarle. Era difícil para un hombre maduro afrontar una pelea sin el alimento suficiente. Y un bistec era una pequeñez, apenas unos peniques; sin embargo, para él, significaba treinta libras.

En el otro relato, El Mexicano, asistimos a una ladera del pensamiento y la prosa de London que me ha sorprendido: su rencor de clase, su particular y contradictorio modo de luchar por el “socialismo”. En este caso se nos cuenta la historia del joven Rivera, un muchacho silencioso, esquivo, feroz y violento, que desde el otro lado de la frontera (en EEUU), desea colaborar con la Revolución Mexicana. Su particular manera de hacerlo, como descubrirá el lector, será por medio del boxeo. Pero lo más inquietante no está en la peripecia, sino nuevamente en la profundidad y rotundidad compositiva del propio personaje. London compone los abismos existenciales de este muchacho en sincronía con las convulsas realidades sociales del entorno, con las experiencias de humillación y explotación, proyectando esa mirada visceral, insobornable, del que acumula vejaciones de clase. Decía Marx que “la vergüenza es un sentimiento revolucionario”. Mutatis mutandi, London parece decirnos que el “odio también puede ser un sentimiento revolucionario”.


Y para acabar, no quisiera pasar por alto las palpitantes ilustraciones de Enrique Breccia que acompañan este libro. No sólo visualizan lo que se narra, sino que caminan más allá, pelean con el relato, lo amplifican, lo llevan a un territorio cruel, desnudo, expresionista.

Referencias bibliográficas:

Aldecoa, Ignacio (2012). Cuentos. Madrid: Cátedra.
María, Daniel (2016). De su puño y letra: boxeo y literatura. Recuperado de enlace: http://capitanswing.com/prensa/de-su-puno-y-letra-boxeo-y-literatura/

Wacquant, Loïc (2004). Entre las cuerdas: cuadernos de un aprendiz de boxeador. Madrid: Alianza Editorial. 
Fo, Darío (2016). El campeón prohibido. Madrid: Siruela.
London, Jack (2016). Knock Out. Tres historias de boxeo. Barcelona: El Zorro Rojo.