Para que triunfe el mal sólo hace
falta
que la buena gente no reaccione.
Edmund
Burke
La cita que abre el texto recogida en la obra de Simon Leys bien pudiera constituir un resumen
afinado de la materia de los libros que se abordan en esta reseña. Me
acerco hoy a dos brevísimas novelas muy distintas entre sí. Sin embargo les une,
a mi juicio, un hilo de Ariadna
inquietante y turbador: ¿en qué medida, en cada uno de nosotros, habita un
victimario? O por ser aún más incisivo: ¿hasta qué punto nuestra inactividad
cuando somos testigos de una injusticia no nos convierte en cómplices de la
misma? Y por acabar, ¿puede la culpa redimirnos de esa misma inactividad?
Las dos obras sobre las
que quiero dialogar, a pesar de su corta extensión, bucean con profundidad en las raíces y
dispositivos internos del alma humana, que acaban por contribuir al
sometimiento, la violencia y la muerte. Ambas se encuentran apegadas a hechos
históricos, reales. Se trata de dos nívolas
(que diría Unamuno) potentes, desnudas, directas al hueso, sin apenas concesión. Unos materiales perfectamente dosificados en los que no sobra una
sola palabra.
Auschwitz
en el siglo XVII
En su “Los naúfragos
del «Batavia». Anatomía de una masacre”, el escritor belga Simón Leys, muerto
en 2014, narra las peripecias de un barco de la Compañía Holandesa de las
Indias Orientales (VOC). La noche del 3 al 4 de junio de 1629 este imponente navío sufrió
un naufragio atroz a poca distancia del continente australiano, en el
archipiélago de los Houtman Abrolhos. Inicialmente se salvaron varios cientos
de personas, que se repartieron en diferentes islas e islotes del archipiélago.
Hasta aquí la historia no presenta grandes innovaciones respecto de otros desastres
en la historia de la navegación. Sin embargo, el caso del Batavia guarda dentro un relato monstruoso. Mientras el contramaestre, Francisco Pelsaert, y el
patrón del barco, Ariaen Jacobsz, trataban de alcanzar la isla de Java en una
chalupa para conseguir ayuda y regresar con refuerzos; el sobrecargo ayudante,
Jeronimus Cornelisz, se hacía con las riendas del poder en uno de los islotes del archipiélago. Aquí comienza el espanto. Este ex
boticario débil, de escasa fortaleza física, seguidor de una de las muchas sectas
heréticas del momento, fanático hasta los huesos, pero extraordinariamente hábil en el uso
dialéctico de la palabra, acaba por imponer un régimen de terror y violencia a
todos sus congéneres, transformando ese reducido espacio insular en un
auténtico campo de concentración. Abusos, masacres, violaciones, ejercicios
despóticos cotidianos, sumen a los supervivientes en un estado de completa
subyugación. ¿Cómo pudo llegar y convencer de esas prácticas a un buen número
de seguidores? ¿Nadie hizo nada para impedirlo? El paralelismo con Hitler y el ascenso
del nazismo en Alemania es evidente, como si Simon Leys quisiera hacer una
labor (a la manera foucaultiana) de “arqueología del pensamiento”, para hacer emerger todo aquello que acaba por justificar
directa o indirectamente tan espantosa realidad.
El autor belga, con
precisión de cirujano, con una prosa tensa y directa, nos coloca delante de un
espejo ante el cual el rostro que amanece no es ya el del ciudadano más o menos
ponderado, sino el del asesino en ciernes, el cobarde que, incapaz de reaccionar
frente al fascismo social del mundo, acaba volviéndose una pieza más en el engranaje de su
propia reproducción y fortaleza. Así, asistimos a la transformación
envilecedora de estos holandeses del siglo XVII, burgueses muchos de ellos, ilustrados, comerciantes,
librepensadores, hombres de fe, que acabaron por devenir en crueles asesinos y violadores
implacables cuando las condiciones se volvieron propicias para tan funestos instintos.
En este fragmentado
encontramos algunos hilos conceptuales que empujan a Leys a investigar y
escribir sobre el “Batavia”:
Una
sociedad civilizada no es necesariamente una sociedad que tiene una proporción
menor de individuo criminales y perversos (esta proporción es probablemente
casi constante en todos los grupos humanos), sino aquella que simplemente les
brinda menos oportunidades de manifestar y de satisfacer sus inclinaciones. Sin
Cornelisz, sus dos docenas de acólitos probablemente no habrían descubierto
nunca el verdadero fondo de su propia naturaleza. No cabe ninguna duda de que
fueron la personalidad y la acción del ex boticario las únicas que hicieron
posible el establecimiento de ese extravagante reino del crimen, y su
mantenimiento durante tres meses sobre una población de unas doscientas
cincuenta personas honradas. A fin de cuentas, el propio Cornelisz sigue siendo
un enigma. El diagnóstico de la psicología moderna , que ve en él a un
psicópata, probablemente es correcto, pero, después de todo, no lo explica
mejor que la acusación de herejía propuesta en la época por sus jueces. Éstos,
en efecto, habían puesto el dedo en un resorte esencial de lo que es preciso
llamar su genio; la fuerza y la constancia que, del principio al fin, le habían
inspirado, sostenido y motivado, permitiéndole convencer y movilizar al
servicio de sus intenciones a todo un equipo de ejecutores dispares pero
entusiastas, provenían de sus ideas. Su autoridad descansaba en una base
ideológica.
Las preguntas que abre
esta novela son inmensas y desconcertantes. Todo un ejercicio profundo de
revisión cultural que nos sitúa ante nuestros propios tormentos. Hacía mucho tiempo
que una novela tan breve no masticaba en mí tantas emociones contradictorias.
Muy recomendable.
¿La
culpa como redención?
“El camino de los
difuntos” del escritor francés François Sureau comparte con la obra anterior
algunos elementos estilísticos. Se trata de un material que dialoga con la historicidad,
con la no ficción, mediante una extraordinaria brevedad que dotan
al texto de una potencia exacta y hermosa. Sin duda estamos ante una escritura
cuajada, honda, sin concesiones, equilibrada, que sabe dosificar, como
Leys, los elementos narrativos.
En esta ocasión
viajamos a los años ochenta y, en particular, al espinoso mundo del terrorismo,
tanto por parte de ETA como por parte de los GAL. Ahora bien, no esperen una
obra repleta de acontecimientos y vicisitudes más o menos policíacas. Todo lo
contrario. Se trata de una suerte de novela autobiográfica en la que un
jurista, el propio Sureau, debe atender la petición de asilo político de un
etarra arrepentido, Javier Ibarrategui, quién lleva años en Francia. El personaje
de Ibarrategui resulta fascinante, plagado de contradicciones internas. Había formado
parte en 1968 del comando que ajustició al comisario Melitón Manzanas, un
auténtico criminal y torturador del régimen franquista. Pero Ibarrategui no se nos muestra como ser autómata, abocetado, sino más bien como un alma compleja que rompió
todos sus vínculos militantes con la organización terrorista en 1969,
retirándose a Francia donde ejerció diferentes oficios a lo largo de más de una
década.
De este modo, el núcleo
de la novela radica en la propia decisión de conceder o no el asilo político a
este sujeto, lo cual nos introduce de lleno en un fondo moral más amplio: los
dispositivos y mecanismos de la justicia, del poder, de los aparatos del
Estado, que acaban por ejercer una violencia directa o involuntaria sobre las
vidas de las gentes tan brutal como el propio acto terrorista. Y nuevamente, como en la cita de Burke que recogía Leys al comienzo,
hasta qué punto cada uno de nosotros, allí donde nos toca estar desde un punto
de vista personal o profesional dentro de esos aparatos, acabamos por
contribuir o no a la extensión de esa violencia. Lo que ocurre es que en el
caso de Sureau se da una vuelta de tuerca a la reflexión. ¿Qué pasa cuando nos
damos cuenta de ello, cuando, efectivamente, tomamos plena consciencia de nuestra contribución a la extensión de esa violencia? ¿Basta con un ejercicio de culpa y
contrición? ¿Basta con interiorizar de forma lúcida ese papel jugado, cual
pieza de engranaje, y aprender de todo ello?
Nuevamente las preguntas
que se disparan por medio de una prosa poderosa, desenmascaran en nosotros otra ladera de las arquitecturas sociales e institucionales donde vivimos. Su propia
fragilidad, su hiriente falta de emoción, la fría “celda de hierro” donde
estamos encerrados.
Estas dos nívolas suponen ejercicios brillantes de buena literatura que, además, no tiene miedo de introducirse, sin ambages,
en algunas de las heridas culturales que nos atraviesan todavía hoy.
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