Relecturas: Julián Ayesta




Una vez Roberto Bolaño dijo que muchas de las más bellas y turbadoras páginas de poesía durante el siglo XX habían sido escritas en prosa. Cuánta razón tenía. Disueltas ya (o casi) las fronteras entre géneros, nos toca ahora recomponer la mixtura que, quizá, siempre fue la literatura. Desde las vanguardias históricas la desestabilización constituye el ecosistema de nuestros actos creativos y, aunque persisten aún algunas voces negadoras de ello, el encuentro, de nuevo, con esa desestabilización implica, creo, relectura. Regresar a algunos de los textos que anticiparon (y nosotros sin oírlo) esa realidad volátil, mestiza, entrópica. Uno de esos libros me parece “Helena o el mar del verano” de Julián Ayesta. Diplomático asturiano, dramaturgo y novelista de una sola novela de apenas 90 páginas, publicada en 1952 en Ínsula y que, gracias a la sabiduría editorial de El Acantilado, ha vuelto entre nosotros recientemente. Poesía en estado puro. Fraseo y palabra que se transforma en suceso indagatorio, en propio acontecer como reclamaba Barthes. A Ayesta no le hizo falta más. Una memoria vívida de la infancia antes de la Guerra Civil. La bajada en apnea hacia el color del mar, la pasión de la vida, de modo que un verano, un invierno y de nuevo un verano (como si de un ciclo palingenésico se tratara) se revelan materiales suficientes para retratar los claroscuros de la alta burguesía gijonesa, el adoctrinamiento católico propio de nuestro país y las primeras calenturas del amor. Y no puedo por menos que imaginarme a Julián Ayesta en uno de sus últimos destinos diplomáticos (la ex república yugoslava) justo antes de otra guerra civil, la de los Balcanes, mientras ramonea mentalmente por las páginas publicadas en aquel lejano 1952, rodeado de una España autárquica y desangrada política y socialmente por otros exilios exteriores e interiores, por otro aislamiento. Y entonces, repasando el ejemplar adquirido hace meses en la Cuesta Moyano, edición de Seix Barral 1974, leído con obsesión una y otra vez durante semanas, intuyo cuántas lecturas serán necesarias para restaurar esa mixtura atomizada impunemente por la Academia o el facilismo crítico.


El norteamericano Benjamin Lee Whorf señaló hace mucho tiempo que el idioma, la lengua, es una suerte de comunidad lingüística, acuerdo implícito que organiza conceptos y adscribe significados, dentro de la cual podemos toparnos con dos fenómenos aparentemente antagónicos pero en esencia complementarios: los fenotipos ó categorías gramaticales con marcadores explícitos, y los criptotipos ó categorías gramaticales con contenidos implícitos; categorías encubiertas, inconscientes que dispersan significaciones ocultas, aunque funcionalmente importantes para esa misma comunidad lingüística. La poesía, o al menos una de sus laderas fundamentales (aquella que apuesta por el acto poético entendido como videncia) ha sido, creo yo, uno de los torrentes más poderosos de los que dispone una sociedad para nutrirse de criptotipos. Pues bien, si repasamos con detenimiento “Helena o el mar del verano” podemos advertir que sus páginas captan y encarnan el pathos de una comunidad, la española de los años treinta, y una clase social, la burguesía, de manera ejemplar, deslumbradora. Y más aún, podemos reconocer entre sus páginas “la gustosa nada de la vida” (en palabras de Gianni Stuparich), esa vaga percepción de la belleza y el espanto del mundo. Quizá por eso se trata de una novela inagotable, moderna, atravesada por un temperamento poético desnudo y fragmentario, o quizá un poemario emboscado detrás de la tenacidad insistente de la narrativa. Pero más allá de un camino u otro, estamos ante un fondo que retomar. Una pieza de precisión restauradora de lo que el “escribir” tiene de suceso vital y como, cuando ese acontecimiento se produce, de nada sirve los géneros y las separaciones.

Para acabar me gustaría traer un pasaje del libro, el correspondiente al arranque de su capítulo II: “En invierno”. Que lo disfruten.


La alegría de Dios


Y al final teníamos los pies fríos y la cabeza caliente y una cosa como un sopor y un velo rojizo sobre los ojos y la boca temblorosa y reseca. Pero lo peor no era nada de esto, sino el remordimiento…

El cuarto estaba en penumbra. La última claridad del crepúsculo iba hundiéndose detrás de los tejados, detrás de los árboles del jardín del colegio, detrás de una gran soledad como un enorme vacío amargo que se acercaba, que venía creciendo, haciéndose cada vez más cóncava, y nos íbamos sumiendo en ella como en la muerte… Y era de verdad la muerte, porque habíamos perdido la gracia de Dios, que era peor que perder la vida, porque era hacerse reos otra vez de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor, y esto después que Jesucristo había muerto por nuestra salvación. Y esto sí que era una ingratitud, un pecado horroroso, peor que asesinar a nuestra madre o a nuestro padre, mucho peor, porque al fin y al cabo ellos sólo nos habían dado la vida temporal, y Jesucristo nos la había dado eterna. Y pecar era como echar la Sangre de Nuestro Señor a los perros o todavía peor, que no se podía comparar con nada. Y no nos importaba nada el infierno, sino el dolor por nuestra ingratitud. Y a veces pensábamos que en el infierno estaríamos más felices que allí, porque sabríamos que Dios se estaba vengando de nosotros con todo derecho, y a la vez podríamos odiarlo con nuestra rabia. Y era uno más feliz odiando a Dios que sabiendo que Él había muerto por nuestro amor y que nosotros le amábamos, y que sin embargo pecábamos y volvíamos a colocarle la corona de espinas y volvíamos a darle latigazos y volvíamos a cargarle con la cruz y le volvíamos a clavar en la cruz y a levantarlo; que se le rasgarían horriblemente las heridas de los clavos al hundirse la cruz en el hoyo y de repente quedar parada en seco al chocar con el fondo; y que después volvíamos a darle la esponja con vinagre y hiel y luego la lanzada en el corazón. Y nos quedábamos todos silenciosos y con miedo, y mucho más que con miedo con dolor, porque éramos malos y merecíamos que Dios nos matara a todos de repente y que fuésemos al infierno en vez de ir a casa a cenar, allí con papá y con mamá, que no sabían nada y nos besaban sin saber que estaban besando a condenados. Y daba como grima besar a mamá que era tan suave y tan blanca y tan buena y tocarla con los mismos labios que habían besado aquellas láminas con aquellas mujeres desnudas y asquerosas y malolientes…

Julián Ayesta

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