Grisú, de Esther Ramón.





Dinamitamos precarias galerías. Por Ernesto García López.

El paisaje es un producto cultural; implica agencia, no objeto pasivo. El descubrimiento de la naturaleza tuvo lugar durante la Revolución Industrial, cuando una clase propietaria obtuvo el tiempo ocioso necesario para racionalizar simbólicamente el entorno. De ese modo paisaje e ideología burguesa se hermanaron dentro de algunas manifestaciones artísticas. Fueron los tiempos del landscape británico, de los pintores paisajísticos que supieron «reconstruir» en términos ideacionales, utópicos, un contexto ecológico que, por el contrario, se degradaba a pasos agigantados, dando lugar a lo que algunos geógrafos denominaron después «paisajes negros» (concentración en un mismo territorio de minas, empresas siderúrgicas, ciudades, industrias textiles, insalubridad). No es casual que en los primeros tiempos de acumulación capitalista el acercamiento del hombre al entorno sufriera esta doble aproximación: idealismo burgués de la naturaleza por un lado (bucólico, desresponsabilizador, fértil, libre del conflicto social) y oscura presencia de las fuerzas productivas en otra (la urbe industrial y sus problemas de la que nos dieron cuenta los realistas franceses, Dickens o incluso nuestro querido Baroja). Casi siempre ha latido debajo de ese objeto cultural denominado «paisaje»ese doble movimiento. Sin embargo, por encima de perspectivas enfrentadas, la consideración de lo natural como construcción cultural parece haber sobrevivido e, incluso, ampliado su sentido. Las tecnologías de la información y la comunicación vienen a problematizar aún más el escenario, pues el paisaje no sólo tiene traducción mental, sino también fisicidad cibernética, ficticia al mismo tiempo que real (por ejemplo en Google Earth).
La construcción cultural del paisaje ha sido un tema de primera magnitud en la literatura. Incluso podríamos decir que a través de la literatura se ha operado esa culturalización del medio, ya fuera a través de las Correspondencias baudelarianas y su linaje metafórico (por ejemplo, en nuestra lírica, el aliento machadiano), o del realismo y su figuración que han sabido recrear emociones y sentimientos tomando como puntos de partida el correlato ecológico. Incluso podríamos decir que, en cierta medida, la literatura, al menos en su vertiente romántica (frente al materialismo ilustrado), recompuso aquello que muchos pueblos indígenas guardaban en el seno de sus cosmogonías y saberes populares: los paisajes que se oyen (soundscapes), los paisajes como visiones de mundo (puntos de anclaje de la memoria colectiva), la «poética del espacio» en definitiva. El filósofo francés Merleau-Ponty distinguía entre «espacio geométrico» y «espacio antropológico», de tal modo que habría tantos espacios como experiencias, es decir, el espacio sería, antes de nada, un lugar practicado (un lugar vivido). De ahí que en el análisis antropológico nos encontremos dos corrientes antagonistas: aquellos que abogan por una concepción ideacional, abstracta (y que reivindican el término «espacio») y aquellos que plantean una concepción materialista («lugar») entendida como forma practicada, cargada socialmente. Pues bien, a mi modo de ver Grisú se levanta, y ahí radica parte de su fuerza, como un poderoso artefacto artístico con capacidad para trascender ese dualismo estéril estableciendo canales de comunicación e intersticios entre ambas concepciones. Me explicaré.
Siguiendo la estela de sus anteriores libros, Esther Ramón se acerca al espacio (en este caso el universo de la minería) desde una concepción puramente simbólica. «En el fondo del fondo, en la mina del más allá, está la noche, la noche que siembra y dispersa como si hubiese todavía otra noche, más nocturna que ésta», nos dice Maurice Blanchot en la cita que abre (y en cierta medida marca la temperatura emocional del texto). Todo el poemario se arbitraría como una bajada en apnea hacia el interior del corazón humano, sus fragilidades, sus estratos de dolor y de belleza, sin renunciar a las «piedras preciosas» que en él habitan, pero sabedora de las «fugas de gas» que también acechan. Nos encontraríamos ante un texto introspectivo, balbuceante, hipnótico, que aprovecha toda la potencia verbal del metro corto, sincopado, abierto en sus inicios y finales, rotos desde un punto de vista formal, pura fuerza concentrada en un fraseo inquietante a la vez que hondamente musical. Pero este movimiento sólo muestra, en mi opinión, un lado del libro. Porque del mismo modo que la introspección se apoya en la capacidad de la palabra de ser «escritura», es decir, acontecimiento en sí misma, nos encontramos también con un enraizamiento en el dolor social, difuso, en la carnalidad de sus presencias (animales, personas) y, en definitiva, en ese mismo espacio como un hecho practicado, encarnado en la materia viva. La mina no deja ser más que un «paisaje negro» que da cuenta de todos los «paisajes negros» que atraviesan nuestra contemporaneidad. Si me permiten la licencia les diría que parecen sobrevolar este libro unos ojos con doble mirada: la que se construye desde el iris hacia fuera: «dinamitamos / precarias galerías», «a pasar por / ciertos túneles / bufidos el vapor» y la que se enraíza desde el cristalino hacia dentro: «en los ojos el / rojo interno / de dos conejos / blancos muy / juntos». Esa mirada bifronte, intersubjetiva, con presencia en dos mundos aparentemente enfrentados (el del fondo y el de fuera), pero conectado por la «elástica» «cuerda de equilibrios» que sube y baja del uno al otro. La poeta, el ser humano vaya, parece moverse por esa cuerda con la lucidez de lo precario. Ya sé que todo lo expuesto hasta ahora no es más que una interpretación posible dentro de un universo inacabable de interpretaciones alternativas, pero me parece pertinente incardinar la lectura de Grisú en el contexto del debate sobre el «espacio» y el «paisaje» porque, a mi modo de ver, constituye uno de los nudos gordianos de nuestros días.
Esther Ramón constituye un caso extraño dentro de la lírica más reciente. Sus libros apuestan por estructuras, tropos, indagaciones que se alejan de lo puramente coyuntural o, por el contrario, artificial. En ellos late la creencia firme en la palabra como «videncia», pero también como incendio social. Es como si los paisajes que pueblan su literatura (de la que sus títulos constituyen un buen ejemplo: Tundra, Reses, Grisú, y los inéditos Morada ó Caza con hurones) estuvieran cargados de ese doble movimiento del que dábamos cuenta al inicio de la reseña: materialidad como lugar practicado, vivo, por un lado y ensoñación inquietante como territorio cultural, poética del espacio por otro. Que lo disfruten tanto como yo.

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