Potlach



Reseña aparecida en la revista Culturamas el 22 de septiembre de 2010.

Al trabajo poético del argentino Arturo Carrera podemos acercarnos desde posiciones diferentes. La mayoría de sus textos, el ya lejano Arturo y yo (1983) o el que hoy nos ocupa, Potlach (editado inicialmente en Buenos Aires en 2004 aunque recién aparecido en España de la mano de la colección Transatlántica de Amargord), se nos muestran como escenarios esquivos para visiones demasiado unidimensionales. La trayectoria de este poeta reivindica, en mi opinión, el desborde de lo preestablecido. No hay límites en la literatura de Carrera, no hay distinción entre lo colectivo, lo íntimo, lo ideacional y lo matérico. Todo se amalgama, enreda como un universo continuo, poblado de tiempo pasado y presente, que nos avisa de cuan débiles parecen nuestras intentonas de categorizar la experiencia de lo humano. Contra la ordenación en cajitas de la realidad, esta poesía nos enseña a introducirnos por los intersticios de la misma y devolver a la palabra poética su sentido primigenio, el enigma (como nos dijera José Ángel Valente), conectado con las propias inconsistencias de la lectura. Ya nos lo recordaba el poeta gallego en su «Cómo se pinta un dragón»: Escribir es una aventura totalmente personal. No merece juicio. Ni lo pide. Puede engendrar, engendra a veces en otro una volición, una afección, un adentramiento. Otra aventura personal. Pues bien, de eso se trata al leer a Carrera. Reencarnar en uno mismo la aventura personal de la que hemos sido testigo en sus libros. Sin embargo, en esta reseña me gustaría proponer un doble acercamiento a Potlach. Dos hemisferios que se retroalimentan estética y conceptualmente, y que, juntos, multiplican la pericia perturbadora del poeta argentino.

Antropología y poesía: potlach como símbolo heurístico de lo real. Pocos han sido los libros de poesía que han afrontado un fenómeno tan universal y omnipresente en nuestras vidas como es el dinero. Su acometida contemporánea ha sido más bien esquiva teniendo que acudir a la literatura del siglo de oro (incluso antes, con el Libro de Buen Amor) como principales linajes. ¿Cómo hincarle el diente estéticamente a un asunto tan “real” y escurridizo sin caer en el prosaísmo o el puro ensayo? Uno de los mitos fundacionales de la labor antropológica (además, como no, de Malinowski) fue el estudio del Potlach por parte de Franz Boas. Para quién no esté familiarizado con este hecho social total (por utilizar la terminología del antropólogo Marcel Mauss), el potlach es un ritual realizado por los Indios del Noroeste que habitan la costa del Pacífico norte de EEUU y Canadá. Se trata de una competición por el prestigio (regalando/destruyendo riqueza) cuyo objetivo es aplastar el buen nombre de otro jefe/grupo “enterrándolo” en riqueza. El potlach se convierte en un modo de publicitar la productividad económica de un grupo, de modo que valide la transferencia de recursos hacia ese grupo. Los objetos del potlach, es decir, las muestras de riqueza, son alimentos, herramientas, cajas de almacenaje, mantas. Se trataría no tanto de un mecanismo de redistribución de riqueza entre grupos sino de ensalzamiento del prestigio de ciertos líderes, un modo de competición. Pues bien, Carrera decide trasplantar ese ritual a la propia contemporaneidad de la Argentina de los últimos cincuenta años, con el fin de ofrecernos un “camino” capaz de tomar el dinero como objeto estético. La monetización y su impacto en la vida social y familiar, sus conexiones con la voz de los sujetos modernos, postmodernos incluso, convertido todo en nuestro particular potlach, renovada lucha de prestigios a través del enterramiento en riquezas-fetiche. Lo “sobornable”, el “niño argentino”, “billiken” (revista infantil de cuando la infancia de Carrera), las “monedas vivientes”, el “río de la plata”, la “usura” se desplazan desde sus posiciones de arquitecturas de la memoria hacia un plano de significación extraño, casi alucinatorio, que manifiesta la propia precariedad de lo existente, como si, de manera imprevista, un ignoto enajenamiento se hubiese apropiado del recuerdo infantil para transformarlo en un espejo deformante de la historia social e íntima de su entorno. Ahí radica, en mi opinión, una de las grandes aportaciones de Carrera: saber trasgredir los límites de la enunciación poética y, sin perder un ápice de conectividad con los acontecimientos de la “tribu”, debilitar la significación hasta hacer de ella un paisaje poroso de incompletudes, arraigada en cada lector.

La literatura y la vida. En la edición abreviada del mismo título preparada por Silvio Mattoni para la editorial argentina Alción sobre Critique et clinique (Éditions de Minuit, 1993) del filósofo francés Deleuze, éste formulaba su particular teoría del devenir literario. La escritura no sería un ejercicio cuyo sentido radicaría en dar forma expresiva a la materia (la vida), sino que trataría de desbordar lo vivible o vivido hasta alcanzar un estado intersticial (germinal, incluso) que deviene-en-un-distinto-plano-de-vida. Como recordaba el propio Deleuze: La literatura sigue la vía inversa, y no se instala más que descubriendo bajo las aparentes personas la potencia de un impersonal que no es de ninguna manera una generalidad, sino una singularidad en su punto más alto: un hombre, una mujer, una bestia, un vientre, un niño... No son las dos primeras personas las que sirven de condición para la enunciación literaria; la literatura no empieza hasta el momento en que nace en nosotros una tercera persona que nos despoja del poder de decir Yo (el "neutro" de Blanchot). Podríamos, según mi parecer, aplicar de manera bastante iluminadora este principio al trabajo poético de Carrera. Potlach no parece erguirse como un intento de enunciación biográfica, sino como un “tartamudeo” descentrado de esa condición neutra, distinta, radicalmente enfrentada al costumbrismo. La poesía de Carrera amalgama “datas” presuntamente realistas junto a zambullidas del lenguaje que persigue nuevas posibilidades expresivas, nuevas formas de nombrar “el cantado intercambio incesante / de monotonía”. Al abrir Potlach nos topamos con un fraseo poético anómalo, insólito, singular, alejado tanto de una semántica surrealizante como de otra meramente comunicativa. La lectura de este texto nos obliga a permanecer en un constante estado de disfunción, alejado del habla, próximo a un temblor abstracto que, en cambio, nos resulta incómodamente familiar. El propio Deleuze se demandaba: ¿se puede avanzar si no se ingresa en las regiones lejos del equilibrio? Pues, a tenor de la propuesta de Potlach, parece que no. Es sólo en el «desequilibrio» donde la literatura parece encarnar la vida, donde más intensamente bucea en las propias fragilidades de la experiencia humana. Este poemario se inscribe en esa dirección o, como indica Edgardo Dobry en su prólogo: “El oído de Carrera busca entre los murmullos el verdadero hilo por donde remonta la espiral de su voz”.


EGL

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