Pocos escritores como Gilles Deleuze han sabido desestabilizar tanto lo literario. Sus reflexiones, sus visiones, sus "tartamudeos" siguen manteniendo una contemporaneidad fuera de toda duda. La edición preparada por Silvio Mattoni para la editorial argentina Alción recopila tres ensayos luminosos integrados dentro de Critique et clinique (Éditions de Minuit, 1993). Dejo aquí algunos párrafos a modo de ejemplo, aunque en el fondo lo que creo que late dentro de ellos es una suerte de poética. Otra más que añadir a la de Roberto Juarroz publicada en este blog no hace mucho.
(De La literatura y la vida)
Escribir no es ciertamente una forma (de expresión) a una materia vivida. La literatura está más bien del lado de lo informe, o de lo inacabado, como dijo e hizo Gombrowicz. Escribir es un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en vías de hacerse, y que desborda toda materia vivible o vivida. La escritura es inseparable del devenir: escribiendo, se deviene-mujer, se deviene-animal o vegetal, se deviene-molécula hasta devenir-imperceptible.
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Escribir no es relatar sus recuerdos, sus viajes, sus amores y sus duelos, sus sueños y sus fantasmas. Eso es lo mismo que pecar por exceso de realidad, o de imaginación: en los dos casos está el eterno papá-mamá, estructura edipiana que se proyecta en lo real y que se ve introyecta en lo imaginario. Es un padre que se va a buscar el fin del viaje, como al seno del sueño, en una concepción infantil de la literatura. Se escribe para su padre-madre. Marthe Robert ha impulsado hasta el fondo esta infantilización, esta psicoanalización de la literatura, no dejándole otra elección al novelista que no sea Bastardo o Niño hallado. Incluso el devenir-animal no está al abrigo de una reducción edipiana, del tipo "mi gato, mi perro". Como dice Lawrence, "si yo soy una jirafa, y los ingleses comunes que escriben sobre mí, nobles y gentiles perros, todo está ahí, los animales son diferentes... ustedes detestan instintivamente el animal que soy". En regla general, los fantasmas no tratan al indefinido más que como una máscara de un personal o de un posesivo: "un niño es golpeado" se transforma rápidamente en "mi padre me ha golpeado". Pero la literatura sigue la vía inversa, y no se instala más que descubriendo bajo las aparentes personas la potencia de un impersonal que no es de ninguna manera una generalidad, sino una singularidad en su punto más alto: un hombre, una mujer, una bestia, un vientre, un niño... No son las dos primeras personas las que sirven de condición para la enunciación literaria; la literatura no empieza hasta el momento en que nace en nosotros una tercera persona que nos despoja del poder de decir Yo (el "neutro" de Blanchot).
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Lo que hace la literatura surge con más evidencia en la lengua: como dice Proust, allí traza precisamente una suerte de lengua extranjera, que no es una lengua distinta, ni un dialecto regional recuperado, sino un devenir-otro de la lengua, una aminoración de esa lengua mayor, un delirio que se apodera de ella, una línea mágica que se escapa del sistema dominante. Kafka hace decir al campeón de nado: yo hablo la misma lengua que ustedes, y por lo tanto no entiendo ni una palabra de lo que dicen. Creación sintática, estilo, éste es el devenir de la lengua: no hay creación de palabras, no hay neologismos que trabajen por afuera de los efectos de sintaxis en los que se desarrollan. De tal modo que la literatura presenta ya dos aspectos, en la medida en que efectúe una descomposición o una destrucción de la lengua materna, pero también en la invención de una nueva lengua en la lengua, por creación sintáctica. "La única manera de defender la lengua es atacarla... Cada escritor está obligado a hacerse su lengua..."
(De Tartamudeó)
Hacer tartamudear la lengua: ¿acaso es posible sin confundirla con el habla? Todo depende más bien de la manera en que se considere la lengua: si se la toma como un sistema homogéneo y en equilibrio, o cercano al equilibrio, definido por términos y relaciones constantes, es evidente que los desequilibrios y las variaciones no afectarían más que a las palabras dichas (variaciones no pertinentes, del tipo entonación...). Pero si el sistema aparece en perpetuo desequilibrio, en bifurcación, cada uno de cuyos términos recorre a su vez una zona de variación continua, entonces la lengua misma se pone a vibrar, a tartamudear, sin confundirse sin embargo con el habla que nunca asume más que una posición variable entre otras o no toma más que una dirección. Si la lengua se confunde con el habla, es únicamente con un habla muy especial, habla poética que efectúa toda la potencia de bifurcación y de variación, de heterogénesis y de modulación propia de la lengua. Por ejemplo, el lingüista Guillaume considera cada término de la lengua, no como una constante en relación con otras, sino como una serie de posiciones diferenciales o puntos de vista tomados sobre una dimensión asignable: el artículo indefinido "un" recorrerá toda la zona de variación comprendida en un movimiento de particularización, y el artículo definido "el", toda la zona comprendida en un movimiento de generalización. Es un tartamudeo, en el que cada posición de "un" o "el" constituye una vibración. La lengua tiembla con todos sus miembros. Allí está el principio de una comprehensión poética de la lengua en sí misma: es como si la lengua tendiera una línea abstracta infinitamente variada. La pregunta se plantea así, incluso en función de la ciencia pura: ¿se puede avanzar si no se ingresa en las regiones lejos del equilibrio? La física lo demuestra. Keynes hace avanzar la economía política, pero porque la somete a una situación de "boom" y ya no de equilibrio. Es la única manera de introducir el deseo en el campo correspondiente. Entonces, ¿se trata de poner la lengua en estado de boom, cerca del crash? Se admira a Dante por haber "escuchado a los tartamudos", no únicamente para extraer de allí efectos del habla, sino para emprender una vasta creación fonética, léxica e incluso sintáctica.
GILLES DELEUZE
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