TARSIS



Desde Chile (Editorial Ventana Abierta) acabamos de recibir el último poemario de Juan Soros. Su título: Tarsis. Ese lugar mítico al que huyó Jonás. Abre el conjunto un texto que nos avisa del tono:

Saga

Desde las antípodas sólo se puede regresar. Es el hijo de un emigrante de la posguerra española. Descendiente de un irlandés llegado en la época de la guerra de la independencia. Sin embargo, no era celta, no pertenecía a los clanes. Llegó a Irlanda con los conquistadores ingleses. Pero no era anglosajón.
Era un normando, un invasor. En Francia se pierde su rastro. Quizás descendía de la tribu de Caín.
Lleva una marca en la frente.




Y le sigue un poema donde comenzamos a vislumbrar la memoria de este viaje que no es un viaje sino un regreso, como el de Luis Rosales: vivir es ver volver.

Huye a Tarsis / (Regresa) / Habita la entraña / (Leviatán) / En la tormenta / quema la nave / Náufrago / de Dios

Recordemos las distintas caras del mito. La Biblia utiliza el término barcos de Tarsis para designar a las embarcaciones encaminadas a realizar largas singladuras dondequiera que sea su destino. El sueño de Tarsis implica, desde esta acepción, alcanzar lo lejano, tocar lo desconocido. Es más, siguiendo a Cirlot, el símbolo del barco (especialmente venerado en Mesopotamia, Egipto, Creta y Escandinavia) se asocia al “viaje del sol por el cielo” y al “viaje nocturno por el mar” y también a otras deidades y espíritus de los muertos. Incluso podemos llegar a afirmar que (siguiendo el itinerario cirlotiano) la palabra «Carnaval» (carrus navalis) se refiere, en origen, a una procesión de navíos. Existen otras caras del mito. Por ejemplo, Tarshish (Tartessos) que, según el historiador italiano Mario Liverani, se correspondía con el confín del Mediterráneo, reino del estaño y la plata, auténtico destino dorado en tiempos de fenicios y griegos, lugar al que las expediciones comerciales navegaban en busca de riquezas y prosperidad. Muchos siglos después fue Tarshish América Latina, Chile, horizonte particular de generaciones de emigrantes españoles, italianos, alemanes, furiosos por escapar de las distintas posguerras que asolaban Europa.

Pero ya decía que este viaje no es un viaje sino un regreso fracasado. Estibar, zarpar, tempestad, naufragio, pecios. Esos son los auténticos límites de la singladura. Al menos de la singladura simbólica de Juan Soros. Una poética al borde mismo de la penumbra, que sobrelleva el “decir” como un modo de agujerear el lenguaje y someterlo a pruebas de tensión. El proyecto escriturario de Soros bebe de muchas fuentes, entremezcla materiales dispersos. Ahí están los textos sagrados (la Biblia, la Cábala), o las grandes epopeyas que han incendiado nuestra tradición (Dante, Virgilio). No en vano, como nos recordara J. M Coetzee en su Costas extrañas (qué título tan apropiado), T.S. Eliot situaba en el linaje Dante-Virgilio el sustrato esencial sobre el que se erigía la arquitectura de la civilización cristiana occidental. Iba más allá, según Coetzee, Eliot “al leer la Eneida de este modo, no solo utiliza la fábula del exilio al que sigue la fundación de un hogar —«En mi fin está mi principio»— como el modelo de su propia migración intercontinental (una migración que no llamo odisea precisamente porque a Eliot le interesa subrayar la singladura inspirada por el destino de Eneas antes que los ociosos y, a fin de cuentas, circulares vagabundeos de Odiseo), sino que también se apropia del peso cultural de la épica para respaldar sus argumentos”. Juan Soros no es Eneas, ni Eliot, la naturaleza de su viaje es distinta, pero participa de una cierta temperatura común respecto de esa relectura eliotiana. No estamos ante un viaje elegido, sino ante un periplo condicionado por el dolor y eso, implica ciertos pagos. La dedicatoria del texto quizá nos anuncie esta herida: A la memoria de los emigrantes muertos en el mar, a mi padre, al ver el mar por primera vez, el Cantábrico, antes de cruzar el Atlántico.

Tarsis, entonces, como símbolo. “Memoria forzada”. Un proyecto de escritura que nos empuja hacia lo indagatorio, existencial. Sin otros asideros que los propios del lenguaje y la infinitud de la metáfora del mar. Hay misterios, tartamudeos, vacilaciones, materiales que se superponen, como planos, en el poema. Cada uno de ellos puede abordarse desde diferentes perspectivas. No existe la lectura lineal. Diacrónica. Viene y va, retrocede, se corta arbitrariamente, disemina geografías textuales que parecen nombrar lo extraño: Jerusalén, San Telmo, Kraken, Queequeg, Bucintoro, Monte Purgatorio, Monte América… ¿Qué son? ¿Umbrales de la singladura? ¿Destinos de la singladura? O territorios donde reconocemos la derrota. No. No estamos ante una poesía esperanzada. La de Soros es una poemática del dolor. Aunque no se trate de un abismo irreductible. El hombre pelea, migra, “salta entre los cadáveres”, reconoce “tanta desgracia”, toma conciencia de que “Muerte / sigue aquí.” Y agota las posibilidades que le ofrece su propia lucha hasta “morir en la frontera”.

Tarsis es un “cuerpo cubierto de algas”.

El símbolo del barco y el viaje se encuentra incrustado en la médula de la estética occidental. Consciente o inconscientemente quizá sea uno de esos “topos” que, por clásicos, mantiene el vigor de la regeneración. Cada época, cada tiempo histórico, ha encontrado en él un intervalo que sondear, otro modo de apertura de sentido. Sin embargo, de entre todos ellos, me gustaría conectar (casi como un juego de espejos) el Tarsis de Soros con algunos ejemplos de poesía simbolista francesa que, a mi modo de ver, laten como veladuras por detrás de la metáfora del viaje.

Y quiero comenzar con una estrofa de Tristán Corbiere y su Steam-boat que dialoga en el tono y la temperatura conceptual con el poemario que nos ocupa (y que se adelanta también a la cita de Luis Rosales):

¿Qué Menelao, en su orilla,
Hace pie?— Ve, conozco tu estela…
Tengo — cuando allá es ver venir—
Tu recuerdo.


(Traducción de Manuel Álvarez Ortega. Poesía simbolista francesa. Akal, 1984)

Jules Laforgue, quien en su poema En alta mar anuncia algunos de los cuestionamientos existenciales que más tarde tendrán reflejo en la literatura contemporánea (como, por ejemplo, en el Diario de un poeta recién casado de Juan Ramón Jiménez):

Ahí está la Nada, con pálida ganga,
ahí está nuestra Hostia, en su Sagrado Altar,
único brazo que nos tiende lo Incognoscible,
única voz solvente en nuestras raras lenguas.

(Traducción de Alfredo Rodríguez López-Vázquez. Imitación de Nuestra Señora la Luna. El concilio feérico. Ultimos versos. Hiperión, 1996).

Otro de los simbolistas, Jean Moreas, esbozando en este fragmento la vívida imagen del movimiento, primera instantánea del viaje, primer atisbo de la separación:

Adiós, el vapor silba, se activa el fuego:
En la noche pasa el tren o el ancla se leva.
¡Qué importa! Vienen, van: suspira adiós la ola,
Llegue de la altamar o abandone la playa.


(Traducción de Manuel Álvarez Ortega.)

Y Rimbaud, y su barco ebrio, que sintetiza buena parte de las fiebres, del inconsciente de la realidad, que sigue percutiendo en la memoria poética de los libros-barco como este Tarsis de Soros.

Yo conozco los cielos que estallan en relápagos, y las trombas
Y las resacas, y las corrientes; conozco la noche,
El Alba exaltada igual que una multitud de palomas,
¡y he visto algunas veces lo que el hombre creyó ver!

¡He visto el ocaso manchado de horrores místicos,
Iluminando los largos coágulos violetas,
Y, semejantes a esos actores de antiguos dramas,
Las olas rodando a lo lejos su batir de postigos!


(Traducción de Xoán Abeleira. Poesías. Hiperión, 1988)

Hasta Baudelaire, cuyo poema El viaje (perteneciente a Las Flores del Mal), redactado en 1859 y dedicado al escritor-viajero Maxime du Camp, codifica el corazón del símbolo, y señala algunos de sus “topos” insertos en el seno de la poesía contemporánea que nutre el linaje de Tarsis. Aquí transcribimos su primera parte:

Para el pequeño, amante de mapas y grabados,
iguales son el mundo y su vasto apetito.
¡Ah! ¡Qué grande es el mundo a la luz de las lámparas!
¡Qué pequeño a los ojos del recuerdo!. Un buen día

partimos, el cerebro de llamas lleno, el pecho
henchido de rencor y deseos amargos,
y nos vamos, siguiendo el ritmo de las olas,
sobre el finito mar meciendo un infinito:

de escapar de una infame patria alegres los unos;
del horror de sus cunas, otros; y algunos otros,
astrólogos ahogados en ojos femeninos,
de la Circe tiránica de aromas peligrosos.

Para no ser mudados en bestias, se emborrachan
de espacio y claridad y de abrazados cielos;
el hielo que les muerde, los soles que les cubren,
lentamente las marcas de los besos les borran.

Pero son los viajeros de verdad los que parten
por partir, corazones ligeros como globos,
de su fatalidad ellos nunca se apartan
y sin saber por qué: «¡Vámonos!» siempre dicen.

¡Esos cuyos deseos tienen forma de nubes
y que sueñan, lo mismo que un recluta el cañón,
con inmensos deleites, tornadizos, ignotos,
cuyo nombre el espíritu humano nunca supo!


(Traducción de Luis Martínez de Merlo. Las flores del mal. Cátedra, 1995)

El de Soros no es un viaje de “inmensos deleites” baudelerianos, sino “una casa construida / sobre el agua. / (No es una casa) / Una casa llevada por el viento. / Un ataúd, Queequeg. / Monte Purgatorio / Monte América". Por eso está escrito en el límite, como dice Raúl Zurita. Un límite errante.

No hay comentarios:

Publicar un comentario