Dos poemas de Carlos Huerga


Estoy leyendo a Carlos Huerga. Aunque más adelante quiero escribir una reseña sobre su "Un hombre en el umbral", no me resisto a la tentación de transcribir ahora mismo un par de poemas del libro. Creo que estamos ante un texto desconcertante, intenso, plagado de resonancias; donde lo narrativo y lo estrictamente poético se entrecruzan y abisman, dando como resultado una suerte de minificciones ciegas, sueños atribulados. Parece un libro escrito al borde del abismo, vidente, como si en cada poema la voz se jugara buena parte de su existencia. Un umbral, o quizá un intersticio de lo vivo y la palabra. Ese hombre somos nosotros. Ese hombre somos todos y ninguno, referenciados a un paisaje y una temperatura simbólica de hondo calado. Su lectura me está resultando inquiridora, repleta de autocuestionamientos que tienen la capacidad de desestabilizar. Les aconsejo, como ya hiciera la inolvidable Gloria Fuertes, beber el hilo de Carlos Huerga.

Taller de cenizas

Miras las señales de una vida real, los pájaros de madera pululando entre los árboles viejos, las brasas apagadas por una lluvia de cristal en un jardín baldío.

Pules la madera con cincel de plomo, miras las fotografías como si pudieran mostrar un mundo que ha existido y que todavía existe. El temor siempre fue amigo de la inocencia.

No puedes fotografiar la nieve, porque el blanco atrapa la luz y las huellas se pierden en la nieve. Ni siquiera tus dedos de madera que rozan los bordes de las fotografías pueden acercarse al tacto.

Lo que antes eran vencejos ahora son piedras, vestigios mitológicos de tu propio pasado. Lo que ahora miras y tocas se convierte en pedazos, luz que se pierde entre las grietas de la tarde. Por eso ahora te encierras en tu taller de cenizas.

Miras los restos y escribes un poema.


Luz de invierno

¿Quién vive aquí pegado a las grietas del tiempo, expuesto a la luz del invierno, rodeado de insectos y aullidos de perros callejeros? Buscas entre las rocas y lo que ves está tocado por el óxido de la memoria que se pierde como un hilo de aceite en un mar de fuego. Las trincheras de la noche te ayudan a ocultarte de los disfraces del miedo, donde no alcanza el canto de los grillos ni las ruinas de la luna. Ves insectos borrachos en mitad del desierto, la humedad y el musgo reptando por entre las lindes de tus manos.

Como un sepulcro encuentras un esbozo de luz, un agujero donde todo se pierde por sus sombras inaccesibles: un niño corriendo en bicicleta, espoleado por el sol del verano y la falta de memoria, un fulgor escondido como un animal herido en la noche. Tal vez todo sea un fantasma que atraviesa la luz difusa como si se agarrara al vacío en forma de refugio, un vestigio de burla que rompiera el aire con los dedos.

Huyes hacia el fondo de la luz que golpea la piedra llena de moho, las flores que pronto serán pasto de lagartos y colebras. Piensas en tu pasado, en los filamentos que ahora se deslizan por entre las espigas doradas por la herrumbre, y lo que ves es una fugaz luz de invierno en tus ojos. Sin embargo, sabes que solo se trata de un momento hermoso y te gusta.

CARLOS HUERGA

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