Adiós a Brixton




Fotos de Brixton realizadas por Manuel Martínez Araúzo.

Empiezo a intuir que las ciudades no existen. Me refiero a las metrópolis, a esas conurbaciones inagotables donde forzamos nuestras vidas. Londres, París, Madrid, da lo mismo, todas ellas no dejan de ser ficciones políticas o encierros administrativos para mejor control, perdón, quise decir gestión, de sus ciudadanos. Las ciudades reales (y no quiero utilizar el término “realidad” en su sentido aparente, sino más bien en el borgiano, es decir, convivencia del sueño y la vigilia) parecen aquellas que son fabricadas por sus pobladores, cotidianamente, y que después dejan huella en la memoria sentimental de la gente. Tras un año en Londres sólo puedo concluir que, en apariencia, he habitado la capital británica, sin embargo mi tiempo ha sido el de Brixton, o lo que es lo mismo, el de un Londres localizado, real e irreal al mismo tiempo. Y es que, siendo honestos, cualquier ser humano es poca cosa para aprehender una urbe. Su mirada, sus pasos, su conocimiento apenas pueden contener la crónica de unas pocas calles, recovecos, mercados, librerías, cines, plazas, jardines, clubs nocturnos, que se adhieren a su biografía como una segunda piel. Me temo que no late en mí el viajero cualificado, deseoso de fatigar cuánto le ofrece el mundo exterior. Por el contrario, prefiero replegarme en la supervivencia de un barrio. Disfruto con la sensación de haber compartido, si quiera un instante, la vida de los otros. Sólo el extranjero parece cumplir ese viejo propósito.

La poesía es un territorio para el asombro y la extrañeza. Algunos poetas han tenido la rara cualidad de generar universos simbólicos dentro de los cuales las categorías más o menos establecidas de la sociedad se ponían en duda y se abismaban. No en vano, para algunos teóricos, una de las señas fundamentales de la poesía debería ser, precisamente, su capacidad de extrañamiento; presentar la inteligibilidad de lo otro, mostrar su razonabilidad, de modo que queden suspendidas las certezas morales de nuestra aparente sólida racionalidad. Al igual que la antropología habla de entrenar la “destreza del extrañamiento” como a priori del etnógrafo, se podría afirmar que para muchos poetas esa misma destreza se transforma en el corazón de la labor literaria; como si el desplazamiento, de algún modo, fuera un paso ineludible para el movimiento intelectual. Pues bien, Brixton ha sido, durante este tiempo, mi particular “extrañamiento”, mi contradictorio “desplazamiento”. Quizá por eso aquí escribí RITUAL (el que será mi próximo libro) y quizá por eso también sus calles forman parte ya de mi presente.

Hago memoria. De nuevo me veo caminando como un lobo, Helix Road arriba. Camino al Ritzy. ¿Te acuerdas del Ritzy? Yo sí. Perfectamente. Su fachada de multicine de barrio, ladrillo visto inglés, cenefas encaladas, bajorrelieves heráldicos en la mejor tradición clásica, como un Partenón del diecinueve, y ese cartel rojizo, eléctrico (R-Y-T-Z-Y), en grandes letras juguetonas que afantasmaba la acera con formas, a veces, un tanto misteriosas. Unas puertas de tres hojas, también encarnadas, que daban acceso al restaurante inaugurado pocos días antes. En cierta medida podemos decir (¿no crees?) que allí se congregaba la “intelligentsia” del barrio; tipos leídos que, sin rubor, destapaban un volumen de Foucault delante del resto de visitantes, o huroneaban en Internet el Time out, o simplemente se daban cita allí antes de proseguir hacia destinos más feraces en Clapham. La hamburguesa vegetariana. Las músicas del mundo a volumen razonable. La sensación indefinida de estar en un espacio propio, no hostil, donde todos participaban, participábamos, del mismo espectáculo que el resto. Porque, seamos honestos, aquello era una representación. Sabes de lo que te hablo. Gente impoluta. Atenta. Educada. Sin espontaneidad. Ninguna palabra más alta que otra. Vino. Cócteles. Charlas “eruditas”, sesudas incluso para horas tan tempranas. Muy distinto al latido de Brixton Station. Riadas de trabajadores afrocaribeños volviendo a sus casas. Los vapores del Kentucky Fried Chiken impregnando la avenida. Los restos de mercaderías desparramadas por la acera fabricando sutiles e inesperadas alianzas: cartón y pescado, fruta y periódicos, flores y aluminio. Mujeres somalíes con sus alegres trajes y ese porte aristocrático, de gacela. El trasiego de los autobuses y los empellones para colarse en ellos. El griterío. Los niños. El mercado. Los adolescentes desafiando la autoridad de sus adultos. Tiendas de móviles paquistaníes. Predicadores negros dispersados por cualquiera de las iglesias evangelistas que infestaban el sur de la ciudad. Y varios supermercados Iceland o Sainsbury's. Ya sabes, una avalancha heterogénea apenas a un paso de distancia del exquisito Ritzy. Quizá por eso, siempre creí que su existencia se debía más a un capricho del destino que a su legítima raigambre. También él era un extranjero, un alienígena venido de otro planeta

Este podría ser un párrafo escrito por mí o cualquier otro muchos años después de lo que ahora escribo, dando cuenta de la multiplicidad de formas de Brixton. Si uno repasa su historia encontrará figuras y momentos discordantes: la llegada del Empire Windrush en 1948 con las primeras remesas de emigrantes afrocaribeños encargados de reconstruir un Londres bombardeado por los alemanes, David Bowie y el nacimiento del Glam rock, Olive Morris y la lucha por los derechos civiles de la población negra, Roger Moore y el descrédito de 007, Charlie Chaplin antes de Charlot, John Mayor o el tory desarraigado, Vicent Van Gogh y la pasión amorosa por su landlady, las revueltas de Court Harbour Lane contra Margaret Hilda Thatcher, el nacimiento de The Clash, los disturbios en 1981, 1985, 1995… Quizá todo se resuma en una frase: Brixton parece un territorio hecho por extraños.

No sé. He llegado a la conclusión que, de vez en cuando, necesito ese desplazamiento, la salida de mí mismo, la disolución de la aparente unidad. Es urgente apartarse de lo equipado para hallar descanso, como decía Emily Dickinson, en lo inestable (curioso que esta afirmación proceda de una mujer que apenas salió nunca de Amherst).

Pero Brixton, además, es una canción, o mejor dicho, dos. La originaria, venida de dentro, y la contemporánea, llegada de fuera. The Clash y Nouvelle Vague: “Guns of Brixton”. Aquí las dejo para quién quiera escucharlas: http://www.youtube.com/watch?v=hiQoq-wqZxg (The Clash) y http://www.youtube.com/watch?v=cSX_3rL7THo (Nouvelle Vague)

Permítanme que finalice con un verso. Quiero pensar que resume todo lo vivido aquí. O no, nunca se sabe. De cualquier modo es lo único que puedo decir con un mínimo de sentido. El resto tendré que ir descubriéndolo en otros barrios y otros paisajes. Adiós, Brixton.

La máscara mantiene el calor del rostro que habitó.

EGL

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