DESTREZA DEL EXTRAÑAMIENTO




Desatar el nudo que ata el sentido.

Ricardo Piglia



Uno de los aprendizajes que todo antropólogo debe hacer en el decurso de su carrera profesional es eso que suele denominarse el “extrañamiento”. El extrañamiento es una rara y difícil cualidad que consiste en interrumpir, poner en cuarentena y/o desestabilizar los propios prejuicios etnocéntricos con el fin principal de acercarse a los mundos sociales de los otros sin proyectar sobre ellos las categorías, los apriorismos, los universos simbólicos y las “supuestas regularidades” del mundo social propio. Extrañarse es quedar suspendido en una suerte de intersticio ontológico que permite la apertura máxima de sentidos y conocimiento. A esta habilidad algunos etnógrafos la llaman “destreza” y no siempre es fácil de conseguir. Implica trabajo, disciplina, práctica, ensayo y error. Ahora bien, el extrañamiento suele bifurcarse a través de dos grandes estrategias. “Hacer de lo extraño algo familiar” o “hacer de lo familiar algo extraño”. Cada uno de esos itinerarios implica imaginarios diferentes, implica “sub-destrezas” y posibilidades anudadas que conducen a horizontes alternativos.

Hay escritores que hicieron de lo extraño algo familiar. Pienso en los surrealistas, pienso en Artaud, Jarry, Lautremont, pienso en Alejandra Pizarnik o en Marisa Di Giorgio, pienso en Carlos Edmundo de Ory y Juan Eduardo Cirlot. Lo onírico, lo incomprensible, el mundo de los sueños, la irracionalidad, lo imposible de decir, lo simbólico, la vitalidad abstracta, la crueldad infinita, el universo de las sombras y de lo desconocido, reconquistan la realidad ordinaria para aposentarse en ella como colonos venidos de un lugar distante. Con el paso del tiempo colonos y poblaciones locales se hibridan hasta hacerse indistinguibles. Esas escrituras vuelven copresentes, en términos de sincronía, laderas del alma humana aparentemente contrapuestas desde el triunfo del logocentrismo patriarcal europeo y sus colonias a partir del siglo XVII y XVIII.

Pero hay otros autores que cifran su apuesta justo en el viaje contrario, en hacer de lo familiar algo extraño. Pienso en Kafka, pienso en Felisberto Hernández, pienso en Silvia Plath, Emily Dickinson, Francisco Pino, pienso en Juan Rulfo, en Felipe Polleri, en Clarice Lispector… En estos casos, sus miradas parten de lo ordinario para hallar en ello una suerte de contra-mundo interno poblado por presencias, fantasmas, animalidades, bifurcaciones de lo posible que cohabitan con nosotros en estrecha asimilación. Estas escrituras desorientan la aparente estabilidad cotidiana, desplazándola hacia un territorio donde lo tangible e inmediato se vuelve veladura incomprensible. El misterio de la vida es asumir que toda vida lleva dentro, de manera irrenunciable, altas dosis de incomprensibilidad.

A mi entender el poeta argentino Eduardo Rezzano y, en especial, este Alcohol para después de quemar constituye un buen ejemplo del maridaje entre ambas destrezas del extrañamiento. En su trabajo poético encontramos conexiones continuadas entre dichas tradiciones “extrañadoras”. Veámoslo de un modo un más detenido.




Para empezar, digamos que la poética de Rezzano inscrita en este libro bucea en varias cuestiones que parecen chocantes, contradictorias o simplemente ambiguas. Me estoy refiriendo, por ejemplo, a la disolución de la aparente diacronía del tiempo (“Parece el fin del mundo, pero es el comienzo, que no acaba; el presente, que lo invade todo”, nos dice); al uso intensivo de la cohabitación, es decir, de la convivencia de contrarios en un mismo sujeto (“Con el ojo izquierdo / veo sombras / con el derecho / claridades”); a la recuperación de lo “freak”, lo truculento, lo terrorífico; a la renovación de un cierto impulso becketiano (como en el poema “Patos y naranjas”); o incluso la propia disolución del yo (del nosotros) vuelto “extranjero de sí mismo” como en este poema titulado “Espejos”:

Me toqué la cara y noté una inflamación en el pómulo izquierdo. Volví para mirarme en el espejo del baño, pero mi imagen se había ido y me esperaba en el espejo del ascensor. Bajé a la calle y la gente perdía el contorno; la mañana, nublada, ofrecía toda clase de transparencias.

Pero si hay un rasgo estilístico que caracteriza este libro es la difuminación de toda distancia entre lo animal y lo humano. En la primera sección del poemario titulada “El tiempo y los animales” encontramos numerosas muestras de ello. En mi opinión, esta sincronización de “lo solo del animal” (que diría Olvido García Valdés) con “lo solo de lo humano”, volviendo casi indistinguibles lo uno de lo otro, se comporta como matriz primera del extrañamiento. Si en algo somos copresentes las vidas que habitamos este planeta es con respecto a lo animal y a los propios objetos naturales, que componen el orden de existencia donde estamos. Ahora bien, la propuesta estética de Rezzano no parece tener que ver con un militantismo de signo ecologista (o sí, no lo sé), sino más bien a la radical (de raíz) y desasosegante mezcladura entre la animalidad, la bestialidad y la humanidad como un mismo todo, siguiendo la estela de ilustres personajes como Gregorio Samsa. Veamos un ejemplo de ello en el poema “Medias palabras”:

Llamaron a la puerta, abrí y había un perro que me preguntaba qué clase de infortunio le estaba predestinado. Le contesté con medias palabras y aseguré el postigo, que se golpeaba con el viento. Le conté que más temprano había visto una jauría luchando contra la nieve; eran cinco o seis y se apretaban entre sí formando un bloque.

A medianoche volvieron a llamar. Había un oso lastimado, plumas de ocho palomas y un fuerte olor a jabalí que presagiaba la llegada de los pumas. Me acosté y encendí la radio; los oyentes pedían canciones que el tiempo había vuelto irrecuperables.

Estas distintas liminalidades, animalidades y perplejidades van volviendo cada vez más inestable al sujeto, llegando incluso a desmantelarlo. Encontramos encarnaduras de un cuerpo en otros cuerpos. Encontramos una completa hibridación entre lo vivo y lo muerto. Encontramos horrores cotidianos a lo “black mirror” dentro de los cuales distintas polaridades se entrecruzan (como en el poema “Otra mañana”). Encontramos también la imposibilidad de distinguir entre lo humano y la máquina (el androide). Encontramos “hombres ameba”, transmutaciones (como en el poema “Cuervos”), “ciudades sin nombre”, “miniaturas” a través de las cuáles “cambiar la óptica”. Encontramos personajes “transhistóricos”, “transespaciales”, “transcorporales”. Encontramos un sinfín de antítesis que provocan nuevas presencias…

Y todo esto Eduardo Rezzano lo lleva a cabo, eficazmente, mediante un lenguaje directo, sin engolosinamientos ni barroquismos, desnudo, narrativo, vertical, que refuerza esta sensación de asombro de un modo inteligente y lúdico. El uso de la fábula, de la ironía, del humor incluso, des-existencializa lo dicho, le quita toda carcasa de solemnidad. Ahora bien, no se dejen engañar por la supuesta sencillez de lectura, pues este libro me parece complejo, poblado por una densa cantidad de capas conceptuales que permiten una y otra vez una vuelta a los poemas. Más allá de esta aparente cercanía en la escritura, nos encontramos ante un autor hondo, indagador, obsesivo, enemigo de toda vacuidad, que asume como primer territorio de la extrañeza el lenguaje. De ahí que cada una de las secciones que articulan el poemario suponga algo así como una vuelta de tuerca más en la disección de lo ignoto.

Acabo con un breve poema del libro que me ha impactado enormemente. Llevo colgado en él varios días. Se titula “Genocidio” y dice así:

La recuperación de una comunidad de hormigas que ha sido devastada con venenos específicos puede llevar meses. Eso lo sé porque fui admitido en una comunidad de hormigas. Mis nuevas compañeras me advirtieron: “Te adaptás o te adaptás”.


Referencia bibliográfica:

Rezzano, Eduardo (2016). Alcohol para después de quemar. Barcelona: kriller71 ediciones.

Blog de Eduardo Rezzano: https://eduardorezzano.blogspot.com.es/


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