Por
clase, entiendo un fenómeno histórico que unifica una serie de sucesos dispares
y aparentemente desconectados, tanto por lo que se refiere a la materia prima
de la experiencia, como a la conciencia. Y subrayo que se trata de un fenómeno histórico. No veo la clase como una «estructura»,
ni siquiera como una «categoría», sino como algo que tiene lugar de hecho —y se
puede demostrar que ha ocurrido— en las relaciones humanas.
E.P. Thompson.
Imagínense
un lugar desolado. Un territorio entre el bosque y el mar. Paisaje donde el
trabajo es penoso y extenuante. Donde los patrones explotan inmisericordemente
a los obreros y campesinos por cuatro duros, en un proceso de acumulación
primaria formidable. Donde la pobreza y la miseria envuelven a las familias. Donde
el capitalismo muestra su rostro más salvaje y depredador. Donde el
analfabetismo es norma. Donde la religión se usa como martillo y sirve tanto
para disciplinar las almas, como para desalentar al paisanaje ante cualquier
posibilidad de organización. Un lugar alejado de las grandes ciudades, de sus “clases
medias” habitando confortables apartamentos. Imagínense que nociones como “clase
social”, “plusvalía”, “movimiento obrero”, son consideradas anatemas y
perseguidas mediante la represión y el asesinato. Un lugar donde la mujer es doblemente
explotada, fuera de la casa y dentro, y donde es violada también doblemente fuera
del hogar y dentro. Donde la violencia estructural se respira a cada paso, a
cada aliento. Donde las relaciones humanas muestran una faz bifronte, por un
lado sirven como mecanismo de reciprocidad ante las hambrunas y la búsqueda
desesperada de la vida, por otro se vuelven una prisión asfixiante… Ante tales fotografías
cualquiera pensaría que nos encontramos en la España franquista o en cualquier
otra sociedad opresiva del mundo. Pero no. Hablamos de Suecia. Ese “paraíso idílico”
que antes de ser paraíso fue infierno. Hablamos de la Suecia de principios de
siglo (1903-1910) y más en concreto de sus regiones septentrionales
(Västerbotten y Norrland). Un país pobre como las ratas. Un universo despiadado
y cruel, tan lejano de Estocolmo como de Londres, París o Moscú. Un país del
que sólo cabe huir, emigrar a los Estados Unidos o América Latina buscando una latencia
mejor, una vida “que merezca la pena ser vivida”. Como hoy, pero al revés. En
aquellos tiempos, suecos hermosos, jóvenes, fuertes, altos y rubios, escapaban
como de la peste de su nación, pues en esos territorios inhóspitos la existencia
que a uno le deparaba se agotaba en los aserraderos y puertos, mal durmiendo en
casetas y pabellones gélidos, mal pagándose después de jornadas agotadoras.
Y
en mitad de ese mundo áspero, un embrionario movimiento obrero y partido
socialdemócrata sueco que mandaba a algunos valientes “agitadores”, “delegados”,
a llevar la buena nueva del socialismo a aquellos pueblos perdidos. Burträsk,
Skellefteå, Bureå, Hjoggböle… Nombres casi impronunciables para los latinos. Aquellos
primeros apóstoles de la revolución se encontraron con la brutalidad de los
patronos, y con el miedo cerval y la indiferencia de los campesinos y
trabajadores. Esta es la historia que relata tan extraordinaria novela. La de
uno de esos “delegados”, Johan Sanfrid Elmblad, y la de una de esas familias
socializadas en tan terrible contexto, los Markström. Pero no se crean que les aguarda la típica
novela social. En ella podemos encontrar una prosa compleja, rica en matices,
honesta y vertical en sus hallazgos lingüísticos, con una estructura narrativa meditada,
donde los saltos en el tiempo y el acceso a los mundos interiores de los
personajes permiten contemplar los diferentes acontecimientos desde laderas muy
distintas. Per Olov Enquist consigue un retrato sociológico afinado al mismo
tiempo que la construcción de unos personajes inolvidables, complejos, plagados
de contradicciones y recovecos, a través de una prosa de alto voltaje que
hiere, que se clava como un puñal en la conciencia del lector.
Dice
José María Guelbenzu a propósito de esta obra: “En su narrativa predominan las
obras de corte dramático y las de asunto histórico, pero La partida de los músicos contiene ambos aspectos. Estamos a
principios del siglo XX, cuando en la zona más dura de Suecia, al norte, en un
mundo pietista de propietarios, pastores, agricultores y obreros, se oye hablar
por primera vez de algo tan extraño como las asociaciones de trabajadores, de
las condiciones de vida y explotación que obligan a la gente a emigrar, de las
dificultades para extender el socialismo en las regiones más atrasadas y
alejadas de la urbe. Enquist no va a utilizar la historia más que como telón de
fondo. El mundo de esta novela es el de la infancia del autor, el de los
pueblos de la región de Norrland establecidos alrededor del golfo de Botnia, en
el extremo norte, a más de 1.000 kilómetros de Estocolmo. La dureza del clima
se corresponde con la rudeza de sus habitantes, personas sin instrucción que
hablan un dialecto incomprensible y responden de la manera más elemental a las
circunstancias adversas en las que se mueven”. Y concluye: “Este es un tipo de
narrativa de fuerza que parecía perdida. No hay concesiones, no hay miedo a
contar aun lo más repulsivo y doloroso; hay belleza: la tremenda belleza de la
humanidad”. Comparto esta visión. Una de las cosas que más me ha sorprendido
del libro es su capacidad para el detalle sobre aquello que es lacerante. No se
trata de un recrearse en las miserias, sino más bien de hacer corpóreo,
material, invadeable, aquello que nuestros gustos y comodidades hoy expulsan de
sus miradas. A lo largo de estas páginas asistimos a actos de inusitada y cruel
violencia cotidiana, al mismo tiempo que a pequeños quehaceres que nos resultan repulsivos. Pero estas
violencias y quehaceres constituían los mundos orgánicos en los que vivían estas
gentes.
Pero
lo más impactante del libro para mí ha sido tomar plena conciencia de aquello
que decía Foucault: donde hay poder hay contrapoder, donde hay opresión siempre
hay resistencia. Por muy terrible que sean las condiciones de existencia, por
muy arrasadas que sean las relaciones sociales de un grupo humano, tarde o
temprano los “débiles” inventan sus armas (siguiendo a James Scott). Antes o
después se forma esa clase social que acaba por contraponer un mundo subjetivo.
Esta novela nos muestra cómo se gestan poco a poco las primeras asociaciones de
trabajadores en el norte de Suecia, las primeras huelgas, cómo los soplones y
los esquiroles son utilizados por las compañías para socavar la protesta; al
mismo tiempo que asistimos no a la beatitud de los sindicalistas, sino también
a sus propias mezquindades, sus fragilidades, sus violencias, en la medida que
son hijos también de una época y un territorio cuyos valores se hunden en la
edad oscura y la alienación más absoluta.
Quizá
por ello, sólo de una cueva tan honda pudo surgir un proyecto de país como el
que se gestó en Suecia después de los años treinta y, especialmente, con posterioridad
a la II Guerra Mundial. Si la miseria y la emigración fueron las divisas del
siglo XIX y principios del XX en ese lado del mundo, con la victoria de la
socialdemocracia comienza una nueva época para la sociedad sueca: el Estado del
Bienestar. Fue entonces cuando se comenzó a contener al monstruo. No obstante,
con el correr de las décadas asistimos hoy al cuestionamiento de este modelo. La
victoria hace tiempo de la subjetivación neoliberal ha puesto en jaque (y ha
sometido al olvido) algunos de los fundamentos del estado social que tuvo, como
vemos en este libro, un origen histórico preciso. Nuevos oprobios, nuevas
acumulaciones primarias, nuevas condiciones de pobreza y miseria asolan el
mundo, de ahí que sea tan necesaria la lectura de textos como éste para
comprender el alcance y magnitud de ciertas conquistas, así como la necesidad
de seguir vigilando y luchando por no perderlas. No en vano, el título del
libro guarda relación con esa fábula alemana por la cual varios animales domésticos
desahuciados deciden un día marcharse por los caminos y buscar su destino antes
que dejarse morir. Eso hacen los personajes de esta obra. Pues eso. Que nos
podrán estar quitando lo poco que teníamos. Podrán querer despojarnos de
nuestros derechos. Podrán convencernos que no hay alternativa. Pero siempre hay
algo mejor que la muerte. Siempre hay algo mejor que dejarse arruinar como
sujetos históricos, aunque sea en nuestra minúscula y desolada pequeñez.
Otras referencias sobre esta novela:
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