Habrá que
empezar por algún sitio. Pero eso no quiere decir que podamos empezar por el
principio. Aquel lugar desde el que empezamos es el origen, y está aquí, no detrás. Su resultado no es el inicio, sino
la inauguración, y por ello su marca no es la de lo inicial, sino lo inaugural.
No separa lo de antes y lo de después, sino que une esos dos trozos en lo originario, en la apertura que nos hace
sernos insustituibles.
Miguel Pérez
Alvarado
En el origen está el cuerpo. No es un principio.
Continúa por siempre en nosotros, con nosotros. Somos su traducción orgánica,
por mucho que largos siglos de éxtasis logocéntrico hayan tratado de desplazar
su centralidad. Su resultado, como nos dice el poeta, “no es el inicio”, sino
la marca indeleble de lo originario,
lo inaugural, aquello que es insustituible. Y el cuerpo, a lo largo
de nuestra vida, traduce nombres. Se llama, por ejemplo, infancia. Se llama también
familia. Se llama adolescencia y sexualidad. Se llama deseo. Se llama amor y dolor.
Se llama crianza y cuida.
Este libro es la historia de un cuerpo, quiero
decir, de una vida, la de Sharon Olds, plenamente consciente de la verticalidad
existencial que la compone. Este libro publicado en 1987 es el recorrido desnudo,
abismal, sin concesiones, por una biografía, la suya. Un ciclo khármico donde nacimiento,
crecimiento y muerte, se vuelven un continuo paralaje. Olds bucea, sin piedad,
en cada membrana de la experiencia. Una infancia áspera resultado de la degradación
de sus progenitores. El descubrimiento de la adolescencia, la sexualidad y el
mundo. Los estudios, el amor, las parejas, las desapariciones, la lucha por la independencia
personal en una sociedad plagada de doble moral y puritanismo, la maternidad
luego… En “La célula de oro” asistimos a esa frágil frontera que separa las dos
traducciones posibles del término inglés “cell”: “célula” o “celda”. Como su
traductor, Óscar Curieses, apunta en este libro “lo que nos puede encerrar (la
celda), nos da la vida (la célula)”. Y en el centro de esta díada significativa
encontramos la institución familiar como “cell”, como territorio “originario”
que exige una penetrante investigación lingüística.
La
realidad subjetiva
En 1938 el teórico y pintor egipcio Ramses Younane,
perteneciente al grupo “Art et liberté”, al hacer un balance del surrealismo,
lo dividía en dos grandes grupos. Por un lado estaban las “yuxtaposiciones” de
Dalí y Magritte, que pecaban de un “enfoque excesivamente premeditado, que no
dejaba espacio a la imaginación incontrolada”. Por otro, la escritura y el
dibujo automáticos, que eran considerados por él “demasiado autocomplacientes y
en absoluto destinados a reforzar el poder colectivo”. Frente a ambas derivas,
su apuesta pasó por lo que denominó el “realismo subjetivo”, aquella estrategia
artística que incorporaba “deliberadamente símbolos reconocibles en las obras
impulsadas inicialmente por el subconsciente”. Aunque Sharon Olds no es, en
absoluto, una poeta ligada al surrealismo sino más bien a todas aquellas corrientes
hijas del naturalismo, creo que este entrecruzamiento de “símbolos reconocibles”
y “subconsciente” tiene en su escritura un papel destacado. Me explicaré.
Los poemas de Olds entran de lleno en la condensación
de la experiencia. Cada texto recorre con minuciosa depuración momentos
verídicos de su vida. Es una autora deliberadamente biográfica, orgullosamente
problematizadora de su propio ser. La materia de su escritura toma de su existencia
ordinaria los materiales fundantes de una observación lírica rigurosa y honda.
Ahora bien, no estamos ante un realismo figurativo, confesional, autocomplaciente,
a la manera de las poéticas hegemónicas de nuestro país. En los poemas de
Sharon Olds se despliega, a mi juicio, una indagación exigente del lenguaje que
“subjetiviza y distorsiona” esa misma realidad, haciéndola destemplada,
inquietante, incomprensible. Estos poemas parecen aprehender una realidad
poblada de imágenes comunes que, por el contrario, se nos vuelven enigmáticas y
turbadoras. De este modo, más que asistir al devenir epidérmico de lo vivo, nos
adentramos en la piel profunda (y vertical) del ser. Un ser que tiene carne,
que es atravesado por todas y cada una de las espadas de lo real, pero que
tiene a su vez la capacidad desasosegante de trascenderse a sí mismo y tantear
los esquinazos del subconsciente.
Para producir ese efecto de caverna, la autora
norteamericana utiliza una figura retórica clave: el símil. La poeta renuncia de
forma deliberada a la metáfora, huye de una poemática obsesionada con la producción
de símbolos. Si la metáfora es “la traslación del significado de un término al
de otro por relación de semejanza”, el símil consiste, por el contrario, en
comparar un término real con otro imaginario que se le asemeje en alguna
cualidad. Es constante la utilización de esta figura en los diferentes poemas y
a lo largo, incluso, de un mismo poema. En este específico sentido me recuerda
al Diario de una resurrección de Luis
Rosales. Pero… ¿Por qué el uso de la comparación? ¿Qué sentidos aporta frente a
la metáfora? En mi opinión, la metáfora (para la escritora) tiene algo de impostura,
de papel, de creación y juego. El símil, en cambio, parte siempre de lo real,
de aquello que invadeablemente permanece pegado a nosotros, para luego
proyectarse hacia otros términos acaso imaginarios, oscuros, donde se produce la
alquimia del lenguaje poético. Y es que si el símil coloca en un mismo campo
semántico un término real con otro imaginario, por semejanza, cuando ese
imaginario es capaz de descorrerse hacia parcelas ignotas de lo real, entonces
ese “real” se vuelve un piso inestable, asaeteado por la incompletud. Ahí
radica, creo, el efecto desasosegante de la poesía de Sharon Olds. Desbordar lo
real a partir de lo real.
Entrezonas
de la perplejidad o el dolor
¿Y qué secciones de lo real interesan a la poeta
norteamericana? Todo, diríamos. Pero por tratar de ser un poco más preciso, utilizando
la expresión usada por el crítico y poeta argentino Reynaldo Jiménez, podríamos
hablar sobre todo de “las entrezonas de la perplejidad o el dolor”. En las
cuatro secciones que componen el libro podemos recorrer esos parajes, desde su
nacimiento al nacimiento de los hijos. De su placenta familiar de infancia, a
la nueva placenta familiar fabricada por ella misma.
Una de las cosas que más me han impresionado de los
poemas de este libro es su capacidad para bucear en apnea por esas “entrezonas
de perplejidad y dolor”. La autora no tiene miedo a sumergirse en todos
aquellos matices de su vida que requieran de un ejercicio de desestabilización.
Ahí me recuerda a autoras como Anne Sexton o Elisabeth Bishop. Estamos ante una
mirada desprovista de apariencias y convenciones. Sharon Olds maneja cada texto
como un bisturí lacerante que no teme introducir su hoja en todo aquello que
parezca necrosado o enfermo. Es una lectura que perturba porque parece colocar
al lector delante de un espejo visceral. Una vez te reconoces en su rostro, ya
nada vuelve al lugar de equilibro donde (emboscadamente) parecía estar antes.
Lo que se adivina delante es “el desbridamiento de una herida” que diría la
propia Sharon, pero también el milagro y el temblor de lo vivo. Por eso al
final, en su poso, advierto una enérgica llamada a la existencia, a reverdecer
toda la robustez que como seres humanos podemos desplegar.
Para acabar me gustaría dejar el último de los
poemas del libro donde creo que se materializa bien ese canto a lo vivo, y
felicitar de paso a la editorial Bartleby por seguir apostando por esta autora
imprescindible.
MIRÁNDOLOS
MIENTRAS DUERMEN
Cuando
llego a casa tarde y es de noche y entro a besar a los niños
veo a
mi hija con el brazo doblado alrededor de la cabeza,
su
cara sumergida en lo inconsciente;
tan
centrada por completo en su yo oscuro,
la
boca que resopla con ligereza como alguien saciado
pero
con una mueca leve de no haber tenido suficiente,
los
ojos tan cerrados que uno pensaría que han girado sobre
el
iris para mirar la parte posterior de la cabeza,
el
globo ocular desnudo y marmóreo bajo el
párpado
anhelante grueso y satisfecho,
descansa
sobre la espalda en posición cerrada y de abandono
y el
hijo en su habitación, oh, el hijo, está de lado en la cama,
una
rodilla arriba como si estuviera escalando
peldaños
escarpados en la noche,
y
bajo el temblor fino de los párpados
sabes
que sus ojos están abiertos de par en par,
mirando
y vidriosos, con su azul
codicioso
y cristalino en toda esta oscuridad, y
la
boca está abierta, respira con dificultad por la subida
y
jadea, la frente está arrugada
y
pálida, los dedos largos encogidos,
la
mano abierta, y en el centro de cada mano
la
palma seca y sucia del niño
en
calma, como si fuera una galleta. Lo miro en su
búsqueda,
los músculos finos de sus brazos
apasionados
y tensos, la miro a ella
con
su rostro como el rostro de una serpiente que se hubiera tragado un ciervo,
contenta,
contenta, y sé que si la despierto
sonreirá
y volverá el rostro hacia mí
medio
dormida y abrirá los ojos y
sé
que si lo despierto a él
se
sacudirá rápidamente y dirá No y se incorporará
y
mirará a su alrededor en una inconsciencia
azulada,
oh Señor, cómo
conozco
a estos dos. Cuando el amor viene a mí y me pregunta
¿Qué
sabes? Respondo Esta niña, este niño.
Referencias
bibliográficas:
Pérez Alvarado, Miguel (2015). Tras la sístole: viaje y escritura insular. Las Palmas de Gran
Canaria: Mercurio Editorial.
Jiménez, Reynaldo (2016). Intervenires. Madrid: Libros de la resistencia.
Olds, Sharon (2016). La célula de oro. Madrid: Bartleby Editores.
García Barrientos, José Luis (2000). Las figuras retóricas. El lenguaje literario
2. Madrid: Arco Libros.
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