Quizá en toda
gran poesía, en toda obra que ha trazado su propio lugar, se da un conflictivo
componente de distancia respecto a lo que antes de ella hubiera venido
llamándose poesía, un impulso antipoético.
Miguel Casado
Al observar por
primera vez la cubierta de este libro, una suerte de perplejidad se apoderó de
mí. ¿Haikus de guerra? No entendía
nada. ¿No era el haiku ese poema
estrófico orientado a captar el instante en la naturaleza? ¿Cómo un dispositivo
estético tan cifrado, tan estricto en su formulación rítmica, podía abrirse a
un territorio convulso y aterrador como el de la violencia bélica? ¿Qué rupturas
preñarían sus textos frente a las codificaciones clásicas que todos más o menos
conocemos (Matshuo Bashô, Yosa Buson, Kobayashi Issa? El primer impulso, claro, fue trasladar mi
imaginación a otros autores de tradiciones literarias distintas a la japonesa que
habían rozado el ecosistema-haiku.
Ahí estaban, por ejemplo, Jack Kerouack y su Libro de jaikus, o más recientemente, el escritor venezolano Rafael
Cadenas con su En torno a Basho y otros
asuntos. Un espacio ignoto se desplegaba ante mí. Lo intuido se resquebrajaba,
lo remansado en la torpe doxa lectora
se dislocaba. Para intentar traducir esa apertura, mucho mejor que yo lo expresa
José María Bermejo en este extenso párrafo:
“El haiku japonés contiene, en su brevedad, la totalidad de la vida. Y lo
hace desde lo que dice y, sobre todo, desde lo que no dice. El haiku no impone;
se expone, como la gota de rocío, captando el instante, que siendo frágil,
fugitivo, permanece en nuestra memoria. El haiku nace de una conciencia
desasida, en honda comunión con la naturaleza que nos revela lo que somos. La
palabra estacional, kigo, no es sólo
un adorno; es una manera de fijar el instante y de avivar la sensibilidad,
despertando la resonancia en cada detalle. La vida en sí, despojada de
cualquier pretensión retórica, vibrando en todo, como lo que es: el puro
asombro, el puro milagro de ser. Lo corriente es lo extraordinario. Lo que se
canta —aquí y ahora— contiene no sólo eso, sino también su contexto callado. La
fuerza del haiku nace de su tensión: dos imágenes visibles, o una que sugiere
otra ausente; el corte de una palabra, kireji,
—que, a veces, se sustituye por la respiración o por la pausa— y, en
definitiva, el contraste que genera una cierta iluminación o satori, que se sitúa en el corazón de
esa nada. Y es de esa aparente facilidad de donde nace la sutileza que
enriquece la historia del poema más breve del mundo. Pues, siendo el haiku un
poema nacido de la levedad del haikai
no renga (derivación humorística del renga aristocrático), alcanza con Bashô
una hondura que lo convierte en poema autónomo y en camino de perfección, tanto
desde el punto de vista espiritual como desde el punto de vista estético.”
Los haikus en
Japón se abren al universo de la guerra a partir del Incidente de Manchuria. Un
grupo de haijines pertenecientes al
movimiento Shinkoo Haiku (“Haikus
contracorriente”) fueron sus activos promotores. Ahora bien, ¿qué son estos
“Haikus contracorriente”? Seiko Ota y Elena Gallego (encargadas de la selección
y traducción) responden con precisión histórica a la pregunta: “Este movimiento
surgió hacia 1931 en contra de la escuela Hototogisu,
escuela tradicional liderada por Takahama Kyoshi, cuyos principios eran cantar
a la naturaleza, mantener la métrica tradicional de 5, 7 y 5 sílabas y usar kigo, la palabra de estación. De esta
manera, el movimiento de haikus contracorriente empieza a cuestionar estos dos
principios básicos del haiku, como consecuencia de la dificultad para mantener
el kigo al expresar la realidad de
aquella época, la vida moderna y urbana, alejados de la naturaleza y rodeados
de maquinaria, consecuencia de la revolución industrial y también de la realidad
de las guerras. […] Entre los haijines
que escribieron haikus de guerra hay dos tipos: quienes fueron reclutados y
acudieron a la guerra y quienes se quedaron en Japón.” Afloran entre las
páginas de este libro nombres como Masaoka Shiki (precursor en el contexto de
la primera guerra con China de 1894-1895) o, sobre todo, Hasegawa Sosei,
Katayama Tooshi, Tomizawa Kakio y Saitoo Sanki en el trasunto de la Segunda
Guerra Mundial. Poemas escritos, unos, en el frente de batalla, otros en la
retaguardia. Poemas enaltecedores de la guerra, muchos, y otros, angustiados por
la barbarie y el horror del conflicto. Composiciones tensas, ambivalentes, extrañas,
hacia las cuales pueden desplegarse lecturas distintas. Esbozaré tan sólo hilachas
de un par de ellas.
Guerra y poesía
Enfrentado a la
lectura inicial de estos haikus se me cruzaron, sin orden, algunas virutas
comparativas. Mis referencias en lo tocante a la dialéctica entre guerra y
poesía se condensaban sobre tres universos lingüísticos heterogéneos. Me estoy
refiriendo, por un lado, a la denominada Trench
Poetry británica vinculada con la Primera Guerra Mundial, de donde podemos arrancar
nombres como Isaac Rosenberg o Wilfred Owen. Por otro lado, poetas
expresionistas alemanes como Ernst Stadler, Georg Heym y Georg Trakl quienes,
en el lado contrario de la trinchera, abordaron también el espanto de esa misma
conflagración mundial. Y un tercer eslabón textual que podría articularse en
torno al romancero anónimo de nuestra Guerra Civil. Leo algunos de
estos haikus de guerra:
Al
pie del monte
en
un sitio templado,
aquí
te entierro.
Taneda Santooka
Sigo
con vida,
en
esta mañana de gran
escarcha
me despierto.
Maeda Fura
Campo
de trigo verde.
A
contraluz
un
tanque viene.
Hino Soojoo
A
la retina
está
pegado
el
lodazal.
Tomizawa Kakio
Oscura
la noche fría,
acabada
la batalla,
conservo
la vida.
Hasegawa Sosei
Me
dispara
un
enemigo con quien
comparto
el calor ardiente.
Katayama Toosi
A primera vista la
naturaleza, tan propia del haiku, emerge como resignificada, descoyuntada de su
matriz original. Las voces poéticas, encajadas en el combate, reordenan la equivalencia
naturaleza-vida que, si bien conserva
esa brizna iluminadora de intensidad existencial, al mismo tiempo se muestra
desabrida, indiferente y hostil. En la hosquedad de estos materiales parecen
entremezclarse los movimientos abruptos de la guerra con una suerte de
paralización del tiempo, del instante, que como bien decía Bermejo “permanece
en nuestra memoria”, sirve como rastro para captar la complejidad y disputa de
lo real. Un hecho violento absoluto, decantado como alambique, a partir de
trozos minúsculos, “partes sin todo”, de esa misma totalidad que nos ayudan a
restituir la experiencia de los sujetos. Ya no estamos ante el haiku en su vertiente
clásica, sino ante un escenario oscuro, metálico, contradictorio, que desborda
el perímetro hayjin. En el “haiku
contracorriente”, a mi juicio, coincidirían dos fenómenos que Carlos Barral (en aquella entrevista televisiva memorable de
1976 para el programa A fondo) ya
señalara a propósito del boom de la
novela latinoamericana: una tradición cultural, una herramienta literaria, un
instrumento “secularmente probado” como es el haiku; con un campo social, la
guerra, donde las “cosas tienen interés por sí”, en su sentido de devenir
histórico, de límite de vida, de riqueza anecdótica y potencia metafórica. Justo
entonces, al calor de estas ideas es cuando espejearon, adheridos a la retina
lectora, otros dos poemas de guerra que hurgaban en las mismas heridas
semánticas y que, por alguna razón que no termino de descifrar, siguen dialogando en mí con esos haikus. Quizá también en esos otros poemas lata una articulación
inesperada entre naturaleza e instrumento literario “secularmente probado” (con
el telón de fondo de la guerra), no sé. O quizá simplemente se trenza un canal
de comunicación invisible y balbuceante que soy incapaz de traducir. Me refiero
a El alba en las trincheras de Isaac
Rosenberg (que ofrezco en la traducción de Aurelio Asiain), y Grodek de Georg Trakl (en la versión de Jenaro
Talens).
El alba de las trincheras
Se desmoronan
las tinieblas,
es el de siempre
el viejo Tiempo druida,
pero en mi mano
hay una cosa viva,
rara rata sardónica,
cuando arranco
al talud una amapola
para ponerla
tras mi oreja.
Qué tiro te
darían si advirtieran
tu veleidad
cosmopolita, rata.
Ya tocaste esta
mano inglesa y pronto
sin duda tocarás
una alemana,
con solo que te
animes a cruzar
la verdura
dormida entre nosotros.
Sonríes para ti
cuando rebasas
los ojos claros
y los miembros finos
de los atletas
arrogantes
menos dados que
tú para la vida,
atados al
capricho de la muerte,
que yacen en la
entraña de la tierra,
en los campos de
Francia desgarrados.
¿Qué ves en
nuestros ojos
ante el hierro y
la llama y su chillido
que atraviesa
los cielos impasibles?
¿Qué temblor,
qué espantado corazón?
No dejan de caer
las amapolas,
en las venas del
hombre sus raíces.
Pero aunque un
poco blanca por el polvo,
la mía está segura
tras mi oreja.
Isaac Rosenberg
Grodek
Por la tarde
resuenan en los bosques de otoño
las mortíferas
armas y en las llanuras áureas
y los lagos
azules; sobre ellos rueda el sol
más oscuro; la
noche
abraza a los
guerreros moribundos, el lamento feroz
de su bocas
quebradas.
Mas
silenciosamente en la pradera,
nubes rojas que
un Dios airado habita,
se reúne la
sangre derramada, la frialdad lunar;
todos los
caminos desembocan en negra podredumbre.
Bajo el áureo
ramaje de la noche y los astros
vaga por el callado
bosque la sombra de la hermana
que saluda las
almas de los héroes, sus cabezas sangrantes.
Y en el juncal
resuenan quedamente las oscuras flautas del otoño.
Oh, qué soberbio
duelo, altares de metal,
un tremendo
dolor alimenta hoy la ardiente llama del espíritu,
los nietos que
no han nacido aún.
Georg
Trakl
El impulso antipoético
Miguel Casado,
en sus “Notas sobre la poesía objetiva” (a propósito de Arthur Rimbaud), nos
pone sobre la pista de eso que él llama la emergencia de un “impulso antipoético”.
Es decir, la voluntad de ruptura en ciertas obras respecto de su tradición
inmediatamente anterior. Sería algo así como la “necesidad de un radical
desplazamiento”, el esbozo de una “lengua-mundo” que se constituye “cuando el
poeta consigue expresar esta quiebra como forma”.
Este concepto me sirve para intentar insinuar algunos rasgos de mi lectura de
estos haikus de guerra.
El primero de ellos descansaría sobre eso que podríamos llamar “el desplazamiento antipoético del sujeto de la acción”. Si en el haiku tradicional la naturaleza, sus infinitas manifestaciones, personifican el sentimiento de la belleza efímera, transustanciado estéticamente en lo que Bermejo recuerda como aware, término japonés que designa lo que nosotros traducimos como “nostalgia” o la cultura portuguesa como “saudade”; en los haikus de guerra hemos de aclimatarnos a una temperatura distinta. Lo efímero permanece, sí, pero no en la forma de la charca la Bashô, el árbol, la flor, el campo… La simbolización de esa nostalgia pasa por hacer doblemente tangible una realidad inhóspita, desnuda, de objetos incontestables en su devoradora materialidad de muerte. Así, en esta serie de poemas dedicados a la “ametralladora”, Saitoo Sanki nos revela la crudeza de estos nuevos objetos que colonizan el haiku:
La
ametralladora
dispara
ametralladora
y
las tinieblas callan.
**
Ametralladora.
Trayectoria
de la bala en tinieblas
arroja
el aroma.
**
Ametralladora.
Entre
las cejas
florece
una flor roja.
**
La
ametralladora,
en
la tierra al detonador
devora
y esparce.
El segundo de
los elementos podría ser identificado con algo parecido a un “desplazamiento antipoético de los campos
semánticos”. Si un campo semántico es, más o menos, “una red léxica”, un “conjunto
de palabras” con “significados relacionados”, debido a que comparten un mismo “núcleo
de significación”, en los haikus de guerra encontramos (al menos en la
vislumbre que nos ofrece la traducción al español) una cadena cohesiva abrupta,
inquietante, subversiva respecto del haiku tradicional. Palabras como “moscas”,
“sangre”, “ejército”, “cadáveres”, “cartuchos”, “fuerza”, “enemigo”, “lodazal”,
“entierro”… emergen, ásperas, a un territorio donde comparten desolación con
aquellas otras más propias del topoi japonés
clásico: “hierbas”, “pájaros”,
“árboles”, “estío”, “cerezo”. La hibridación de ambos campos semánticos
trastoca, contamina y revela nuevas posibilidades expresivas para el ecosistema-haiku.
Y el tercero y
último de los elementos que querría señalar, es lo que denomino el
“desplazamiento antipoético de la figuración”. En estos haikus de guerra asoman
personajes, individuos, sujetos, grupos, colectividades que ocupan buena parte
del escenario antes preferentemente protagonizado por la naturaleza. La fuerza
histórica de lo real, la ineludible presencia de las gentes que habitan toda
conflagración, adquieren ahora una existencia imparable. Prisioneros, soldados,
ciudades, banderas, escuadrones, constituyen los anclajes semánticos desde donde componer el haiku contracorriente. Tenemos algunos
ejemplos en estos textos:
Cayó
Nanking.
Soldados
porteadores callados
y
empapados de lluvia.
**
En
el pueblo
de
los soldados nieva
y
llegan cartas.
Katayama Toosi
Bajo
el ocaso va,
bajo
el ocaso va
el
rojísimo escuadrón.
Tomizawa Kakio
Columnas
de ingenieros
militares,
aun al expirar
quedaron
levantadas.
Hino Soojoo
Sin duda se
trata de una antología interesante, necesaria, que muestra a los lectores en
castellano una dimensión poco conocida de la literatura japonesa.
Referencias bibliográficas:
Bermejo, José
María (2012). Instantes. Nueva antología
del haiku japonés. Madrid: Hiperión.
Cadenas, Rafael
(2016). En torno a Basho y otros asuntos.
Valencia: Pre-textos.
Casado, Miguel
(2012). La palabra sabe y otros ensayos
de poesía. Madrid: Libros de la resistencia.
Kerouac, Jack
(2007). Libro de jaikus. Madrid:
Bartleby.
Ota, Seiko y
Gallego, Elena (2016). Haikus de guerra.
Madrid: Hiperión.
Rosenberg, Isaac
(2014). “El alba en las trincheras”, en Letras
libres, Año nº 16, Nº 187, 2014, pág. 35.
Talens, Jenaro (1997). Tres poetas expresionistas alemanes:
Stadler, Heym, Trakl. Madri
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