LA CAÍDA DE MADRID



«Los revisionistas creen en la piedad, en la compasión, en que lo justo llega por sus propios pasos, por una necesidad razonable. Los revolucionarios sabemos que no es así. El poder está en la punta del fusil.»


No voy a engañar a nadie. Soy un devoto lector de Rafael Chirbes. Sin ambages, le considero uno de los narradores fundamentales de nuestra literatura durante los últimos veinte años. Y no sólo porque haya sido quién mejor ha retratado, en toda su complejidad y crudeza, el devenir histórico de nuestra sociedad desde el final del franquismo hasta nuestros días, sino porque constituye uno de los escritores de mayor talento y audacia estética. Se ha escrito mucho sobre su obra. Se ha insistido hasta la saciedad en su carácter de cronista, pero se ha insistido menos en la convicción y profundo vuelo de su investigación lingüística, en su maestría con el manejo de las estructuras narrativas, en su capacidad para componer la heterogeneidad intrínseca del alma humana.

Chirbes es un autor de enorme rigor. Y cuando digo rigor, lo digo en un doble sentido. Por un lado, porque pertenece a ese linaje ligado al sentido laborioso del oficio. Sus novelas son un trabajo de orfebrería. Equilibradas, precisas, construidas lentamente puliendo la herramienta del idioma. Pero por otro lado, Chirbes es también uno de los ejemplos más afinados de eso que él mismo llamaba “perspectivismo”. Lo aprendió probablemente leyendo a los naturalistas franceses, a Galdós, a Faulkner y Joyce, aunque de lo que estamos seguros es que su maestro fue Max Aub. Del autor del Laberinto mágico aprendió a levantar con verosimilitud, hondura y sin maniqueísmos, diferentes cuerpos y diferentes voces que se muestran coherentes en tanto sujetos atrapados en el curso del juego social. Los personajes de Chirbes son de carne y hueso. Habitan la contradicción, el dolor, las traiciones a uno mismo. Deambulan por el mundo como deambulamos cualquiera de nosotros. A veces como zombis. A veces peleando por mejorar la existencia. Ese perspectivismo aubiano hacen de Chirbes un  escritor capaz de dotar de absoluta realidad a un empresario franquista, a un policía de la brigada político-social, a un obrero metalúrgico comunista, a un “niño bien” de la burguesía metido a revolucionario de pacotilla, a una señorona de la alta sociedad, a una “chacha”, a un abogado desclasado y advenedizo… Cuando se leen las voces de estos personajes uno comprende sus lógicas internas, sus ataduras morales, sus contradicciones insalvables. Uno aprende a rastrear en ellos los resquicios de la infelicidad y las traiciones. Uno constata la inmensa fragilidad que somos. Y todo ello sin perder de perspectiva la estructura social, el mundo al que los sujetos estamos  anudados. Cuando se leen las novelas de Chirbes se aprende algo que en las ciencias sociales sabemos bien: somos al mismo tiempo sujeción y subjetivación. Somos, sin saberlo, reproductores involuntarios del orden social, al mismo tiempo que impugnadores del mismo.


Me he pasado una parte de las dos semanas de navidad enfrascado en esta espléndida novela que fue publicada hace ya diez años. En ella asistimos al devenir de un solo día, el 19 de noviembre de 1975, un día antes de fallecer el dictador. Y más allá de las peripecias que los distintos personajes transitan en esa jornada desde la mañana a la noche, se trata de una obra donde podemos comprender el sentido profundo, insondable, de esos personajes, sus vidas. Y con ellos de una sociedad, de un estado, de un momento histórico de cambio.

De aquellos polvos, estos lodos. Chirbes no tiene piedad. Ahora que llevamos algunos años metidos en una crisis sistémica de país (“crisis de régimen”, lo llaman), la lectura de esta novela tiene la grandeza de mostrarnos los recovecos microsociológicos con los que fue levantado el edificio de lo que más tarde se conoció como “Transición”. Pero lo más increíble de su lectura es que si trasponemos aquellos momentos a estos, si salvamos las inmediatas diferencias coyunturales, inquieta reencontrarnos con esos mismas voces y cuerpos hoy en día.

No sé. Leer a Chirbes le sume a uno en una suerte de pesimismo histórico. Sin embargo, es tan lúcido, es tan iluminadoramente desasosegante, que tras acabar las trescientas dieciocho páginas de las que consta el libro, uno tiene la sensación de haberse reencontrado con la propia vulnerabilidad como primer territorio desde donde repensar el mundo.

Lean este libro. Léanlo ya, con rabia y con urgencia.
Y para animarles de un modo más activo, les recomiendo contemplen este homenaje que se le hizo en la Biblioteca Nacional hace unos años. Gentes que le quisieron y le conocieron bien, diseccionan su trabajo de un modo interesante y heterodoxo.




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