Inconsciente de la lengua



El pasado 19 de octubre estuvo leyendo en Madrid el poeta chileno Raúl Zurita. Todavía siguen ardiendo en mi mente algunos versos, algunos instantes de desnuda emoción. Y uno de ellos fue la respuesta que ofreció a una pregunta en torno a la percepción de la poesía española desde Latinoamérica. “Demasiado educada”, dijo. Demasiado formal. Y apuntó cómo en la tradición española los “poetas del inconsciente de la lengua”, es decir, los hijos de las vanguardias, habían dejado poca huella. No seré yo, desde luego, quien refute al maestro. Al contrario, coincido en términos generales con su intuición. Sin embargo, me puse a repasar. Me pareció pertinente releer algunos textos. Rebuscar en mi humilde biblioteca libros queridos, autores respetados, antologías desgastadas por el uso. Y aunque resulta tangible que en nuestra más inmediata tradición (la que va desde los años cuarenta hasta los ochenta) el peso de los “discursos críticos” (como los denominan Andrés Fisher y Benito del Pliego) parecen haber dejado una huella débil, no es menos real tampoco que las condiciones histórico-sociales del país impedían, dificultaban y/o encapsulaban esos discursos en el seno de un mainstream apegado a la tradición y el realismo. Ahora bien, aún reconociendo esta intuición, creo que, en nuestro pasado, y con todas las precariedades del mundo, también ha existido (y todavía existe) un linaje vigoroso y continuado de poéticas que apelaban a ese lado del “inconsciente de la lengua”. Otra cosa es que su visibilidad haya sido fragmentaria, parpadeante (como destaca Marcos Canteli a propósito de poetas contemporáneos como Ildefonso Rodríguez, Miguel Suárez o Pedro Provencio). Otra cosa es que la reescritura del canon por parte de cierta oficialidad mediática y literaria durante los últimos veinte años haya estado cuajada de intereses en esa dirección. Y es que, por encima de otras muchas aseveraciones, la poesía española de posguerra, creo, guarda un fuerte componente de conflicto que, pocas veces, ha sido suficientemente reflejado en las aproximaciones críticas (con la excepción de algunos trabajos de, por ejemplo, Miguel Casado y Juan Antonio Masoliver Ródenas). Me explicaré mejor. Frente a las miradas canónicas que tipifican el proceso poético español de posguerra como un flujo y reflujo respecto de la tradición realista, considero que en todas sus etapas han existido obras y autores singulares que han sabido introducir y, por tanto, contraponer en el corazón de ese mismo proceso escenarios de desborde. De tal manera que, del mismo modo que los manuales deifican una y otra vez la idea de continuidad, podríamos aventurarnos a postular la idea contraria, la de la permanencia problematizadora de poéticas que se conectan con los hallazgos de las vanguardias históricas. En cierta medida este carácter conflictivo va más allá de lo estrictamente literario. Tiene dimensiones sociales, filosóficas y políticas, pues como decía Gramsci «la cultura dominante es la cultura de la clase dominante», de ahí que las poéticas hegemónicas vengan a traducir en buena medida los “sentires” estructurales de los grupos intelectuales dominantes, los poseedores del capital simbólico. Ahora bien, no voy a ser tan ingenuo como para pensar que los discursos poéticos dominantes suponen una traducción mimética de las oligarquías sociales y económicas, pues hemos de tomar en consideración la advertencia que ya nos hiciera Bourdieu cuando recordaba que «los intelectuales son, en cuanto detentadores del capital cultural, una fracción (dominada) de la clase dominante». Sin embargo, sí me parece razonable insistir en que la operación de “desproblematización” de la poesía española, guarda más relación con el “campo literario” que, en sí misma, con los propios textos. Hagamos, pues, una cala improvisada y, a todas luces, insuficiente.

Parece obligado comenzar con la figura de Juan-Eduardo Cirlot y, por ejemplo, su libro Cordero del abismo (1946), en cuyo poema “Ha sido dicho” no encontramos con fragmentos videnciales como éste:

Conmovedores testamentos rosas,
alejadísimos restos desnudos,
ramajes de cristal y de ceniza,
existen, y fulgor acongojado.

Arde la abandonada red radiante;
haz encendido de florales signos,
congregación externa en ramos de oro
de resistencias puras y afligidas.

En horas, en regiones, en mi llanto;
aquí, sobre lo negro y lo perdido,
clavado entre montañas y azucenas,
reside todo el pálido tormento.

Vastos temblores, palma encendidas,
inaccesibles superficies blancas,
llagas azules, bestias de dulzura,
irrealidades sidas largamente.

Golpes celestes cavan lo tendido,
lo rojo, lo cortado; la conquista
estéril del sollozo. Los desiertos
emiten un sonido inacabable.


[…]

O con Carlos Edmundo de Ory, padre de la primera vanguardia de posguerra (el Postismo), en cuyo libro Metanoia, se leen poemas como este Espasmo (1949)

Cuando ese hombre soy de mil pestañas
y barro el suelo con mi enorme párpado
en mi alcoba de anzuelos extrañísimos
busco el olor del mar que tañe solo

Cuando ese coro de algas largas sombras
habita mi memoria despeinada
coincido ante las manos enanas del vacío
y comprendo el vaivén de las horas heridas

Una noche ceñida al fuego solitario
entregado al espasmo de la espuma imposible
soporto la inconsciencia del gran asombro que
me hace callar como un espejo negro


Saltando a los años cincuenta, momento máximo de la poesía realista, podemos afirmar que también se superpusieron autores secretos, periféricos respecto del canon, si bien sólidos en sus indagaciones del lenguaje. Ahí estaría la figura de Francisco Pino, en cuyo libro Vida de San Pedro Regalado. Sueño (1956) nos enfrentamos a fragmentos como éste que adjunte correspondiente al poema XXXVIII (Verdaderas materias):

Mas la Imaginación ahí está;
más desnuda, más feliz;
vuela, profundiza, juega con materias insospechadas en el resplandor:
alturas, arrobos, hondones, ápices, amores, sacrificios, orientes, cautelas, ráfagas, ausencias, brisas,
y el Pensamiento se siente angélico
y con él todo el cuerpo.
Y, vaporoso, regocijado, ledo, el cuerpo vuela por los atajos, deslízase por las veredas, sube a cimas, cae por riscos, sigue como el agua un curso centelleante, resplandeciente,
y llega, llega, llega…


[…]

Y, cómo no, incluso dentro del armazón figurativo, la aparición de un escritor como Claudio Rodríguez significó una suerte de ruptura interior, de abertura lírica, rearme de nuevas posibilidades expresivas dentro de una conciencia de tradición rigurosa pero que no renunciaba a la multiplicidad del hecho poético ni a sus facetas menos controladas; capaz incluso de reconectar una parte de la lírica española con las tradiciones inglesas y/o francesas. Poemas como “Alto jornal” perteneciente a Conjuros (1958) podría ser una muestra (entre otras muchas) de ello:

Dichoso el que un buen día sale humilde
y se va por la calle, como tantos
días más de su vida, y no lo espera
y, de pronto, ¿qué es esto), mira a lo alto
y ve, pone el oído al mundo y oye,
anda, y siente subirle entre los pasos
el amor de la tierra, y sigue, y abre
su taller verdadero, y en sus manos
brilla limpio su oficio, y nos lo entrega
de corazón porque ama, y va al trabajo
temblando como un niño que comulga
mas sin caber en el pellejo, y cuando
se ha dado cuenta al fin de lo sencillo
que ha sido todo, ya el jornal ganado,
vuelve a su casa alegre y siente que alguien
empuña su aldabón, y no es en vano.


Y entrando en los sesenta nos encontramos con el trabajo de José Hierro que, tras sus reportajes (de clara impronta realista), inaugura el ciclo de las alucinaciones que suponen un aldabonazo en pos del “inconsciente”, la “videncia” y el hermanamiento de la razón y la emoción. Como si, fatigados, los substratos irracionalistas que acosaban al ser humano se hubieran rebelado de pronto. Un fragmento de su Alucinación submarina (1964) nos pone sobre aviso:

Tal vez os cueste comprenderlo. Yo mismo,
en este mármol verde de oleaje glacial,
no lo comprendo bien del todo.

Quizá nadie jamás reciba este mensaje.
o, cuando lo reciba, no sepa interpretarlo.
Porque todo, allá arriba, habrá variado entonces
probablemente. (Aquí seguirá todo igual)

Si entendieseis por qué viví…
Si sospechaseis cómo quise ser descifrado,
contagiar, vaciarme, a través de unas pálidas palabras
que daba vida el son más que el sentido…
Y cuando imaginaba que moriría, que enmudecería,
yo trataba de herir papeles con palabras,
poner allí palabras muertas, sin son y sin calor.


[…]

Esta línea de fuga no sólo se despliega en Madrid y el centro de la Península. También se encarna en voces significativas de Barcelona. La personalidad excéntrica de Alfonso Costafreda y su, por ejemplo, Compañera de hoy (1966) así como más tarde Suicidios y otras muertes (1974), nos permite vislumbrar un paulatino acendramiento de esta visión. Reconozcámoslo en un fragmento del poema Otras noches:

Estas noches de lluvia las oigo en los cristales,
estas noches de viento y no puedo moverme.

A la puerta del miedo vigila el celador,
prisionero infantil, no se desencadene.

Otras noches de lluvia profunda en los cristales,
otras noches de viento y vuelvo a interrogar.


[…]

Desemboquemos ahora otra obra, en mi opinión, importante, un poeta que encarna (a pesar de su escaso reconocimiento en el universo académico) esta problematización del lenguaje de la que estamos dando cuenta. Se trata de Diego Jesús Jiménez quien supo, como ningún otro, ampliar los límites de la tradición, en aras de construir un discurso estético de enorme sugerencia semántica donde quedan, sabiamente dibujadas, nuevas búsquedas expresivas. Desde su Coro de ánimas (1968), pasando por Fiesta en la oscuridad (1976) hasta sus celebrados Bajorrelieve (1990) e Itinerario para náufragos (1996), su imaginario (como señalara Manuel Rico en la antología publicada en 2001) perseverará en una constante construcción autocrítica. Este fragmento de Coro de ánimas ilustra dicha exigencia:

Seres
que amé, páginas
de un libro antiguo, huesos
oxidados, medallas, cráneos difuntos que se deshacen
bajo la luz, voces
que se quejan, gritos
de desamparo. Veo sólo deshonra ante la muerte, miedo,
desconsuelo, tal vez.


[…]

Los setenta significan (más allá de la nómina publicitaria ofertada por la antología de Los Novísimos) un rearme de las conciencias del desborde. Una auténtica fractura del orden establecido, asaltado no sólo por una nueva promoción en ciernes, sino también por la irrupción de libros de poetas mayores que contribuyen a reconfigurar la temperatura estética de la poesía española. Zurita nos hablaba de la poesía del inconsciente de la lengua. Pues bien, ahí tenemos a escritores de la talla de José- Miguel Ullán, que ya desde su Amor peninsular (1965) recogido después en la Antología salvaje (1970) constituyen un desafío total a los dogmas impuestos hasta ese momento. Tomemos una estrofa como ésta a modo de laboratorio:

sofocados en medio del desierto
con un hijo lanzado a ser oasis
qué lejano mujer aquel instante
en que dije ser hombre solitario
robinsón eternal sobre tu vientre
que hoy es fecha de atar los cabos sueltos
acariciar la huelga
domesticar a pulso la batalla
emprendiendo mortales la andadura
a través de esta aldea acaudillada
con un tibio cuchillo entre los labios


[…]

O como Concha Lagos, que aún viniendo de la tradición anterior, produce en esta década una trilogía de gran interés formada por El cerco (1971), La aventura (1973) y Fragmentos en espiral desde el pozo (1974). Como bien indicó en la Antología de poetas españoles contemporáneos 1936/1970 María Dolores de Asis: «paso a paso se propone seguir, dejando correr libremente la intuición, más adivinadora siempre, más certera y espontánea que la razón.» Traslademos esa intuición a unos versos del poema Una noche en el Monte Pelado (Mussorgky)

Si a pesar de los signos siguiera este latir,
como fantasma iría eternamente el hombre
con máscaras antigás, antimuerte, antisueños.
anti toda crueldad.
¡Si al menos inventara la máscara antipena…!


[…]

Y, por supuesto, la figura de Antonio Gamoneda, quien con la publicación de Descripción de la mentira (1976) dinamita, definitivamente, el satus quo de lo prescrito, dando a luz a una obra que aún hoy sigue asombrando por su coherencia y que tiene en las últimas promociones de poetas jóvenes a sus máximos valedores. Con Descripción de la mentira se abre una etapa esencial en el discurrir de este linaje artístico dentro de nuestro país. A todos nos emocionan aún los versos que inauguraban ese libro:

El óxido se posó en mi lengua como el sabor de una desaparición.

El olvido entró en mi lengua y no tuve otra conducta que el olvido,

y no acepté otro valor que la imposibilidad.


[…]

Pero si existe un consenso (fuera y dentro de nuestras fronteras) sobra la figura que confirma y consigna, quien desde el seno mismo del canon de posguerra y sus altas jerarquías exorciza los discursos acomodaticios de la continuidad, dando muestras de una valentía intelectual poco común en nuestras letras, será la figura de José Angel Valente. Toda su obra posterior a Material memoria (1979) formaliza, después de mucho tiempo, un contrapoder a la tradición realista. Podríamos elegir cualquiera de sus textos, me limito a proponer éste:

La repentina aparición de tu solo mirar en el umbral de la puerta que ahora abres hacia adentro de ti. Entré: no supe hasta cuál de los muchos horizontes en que hacia la oscura luz del fondo me absorbe tu mirada. Nunca había mirado tu mirar, como si sólo ahora entera residieses en la órbita oscura, posesiva o total en la que giro. Si mi memoria muere, digo, no el amor, si muere, digo, mi memoria mortal, no tu mirada, que este largo mirar baje conmigo al inexhausto reino de la noche.

Y para acabar este repaso atropellado, llegamos a los años intersticiales que nos introducen en la década de los ochenta, periodo que supone el rearme de la estética realista, pero que tampoco se ha mantenido al margen del carácter conflictivo del que quiero dar cuenta. Son varios los autores que podríamos elegir para seguir ilustrando este linaje de corte vanguardista, pero particularmente me interesan tres de ellos: Aníbal Nuñez, Blanca Andreu y Olvido García Valdés. El primero, con libros como Definición de savia (1974), aunque publicado en 1991, Cuarzo (1981) o Alzado de la ruina 1983), significa una de las personalidades más sugerentes de la poesía española contemporánea. Ahí quedan poemas como esta Arte poética incluida en su libro Cuarzo:

Comenzar: las palabras deslícense. No hay nada
que decir. El sol dora utensilios y fauces.
No es culpable el escriba ni le exalta
gesta o devastación, ni la fortuna
derramó sobre él miel o ceguera.

Escribe al otro lado del exiguo gorjeo,
a mano. Busca en torno (fruta, lápices) tema
para seguir. Y sigue –sabe bien que no puede-
haciendo simulacro de afición y coherencia:
la escritura parece (paralela, enlazada)
algo. Un final perdido lo reclama
a medias. Fulge el broche de oro en su cerebro,
desplaza al sol extinto,
toma forma –el escriba cierra los ojos- de
(un moscardón contra el cristal) esquila.

Un rebaño invisible y su tañido escoge
entre símbolos varios del silencio; e invoca:
«Mi palabra no manche intervalos de ramas
Y de plumas: no suene.» Terminar el poema.


O el terremoto que supuso la publicación de De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall (1979,1980) de Blanca Andreu que lideró, aún sin proponérselo, el primer rechazo al, por entonces, recién inaugurado dominio realista de la Nueva Sentimentalidad granadina. Todavía laten (como en el caso de Gamoneda) en nuestra memoria los primeros versos del libro:

Di que querías ser caballo esbelto, nombre
de algún caballo místico,
o acaso nombre de Tristán, y oscuro.
Dilo, caballo griego, que querías ser estatua desde hace diez mil años,
di sur, y di paloma adelfa blanca,
que habrías querido ser en tales cosas,
morrite en su substancia, ser columna.


[…]

Acabo. La poesía de Olvido García Valdés, claramente reconocida hoy como una de las trayectorias más innovadoras y singulares de nuestra poesía reciente, ya atesoraba las semillas del “inconsciente de la lengua” en sus primeros libros. Veamos un ejemplo en el fragmento tercero del poema Exposición de su La caída de Ícaro (1982-89):


Hiere la luz, te hiere el ruido de las calles
en abril,
te hiere el movimiento de las gentes
que no conoces, tan callada por dentro.
Y lentamente vas a verla,
la vida es blanco y negro en el espejo,
el tiempo, ahora, se mide en blanco y negro,
unidades exactas del pozo que te excavas.
No existen tús –ya nadie escucha,
ya no pronuncias
las frases del vacío-,
existe un tú que sabes que no existe
-qué hilo tan frágil
uniéndote a la vida-,
no existen tús, ya sólo existe el miedo,
ese yo que es el miedo,
y el silencio del mar.


Podríamos seguir buceando. Pero me temo que ya he abusado, con mucho, de la paciencia del lector. Las palabras de Zurita siguen rebotando en mi cabeza. Así como la conciencia de necesitar mucho más tiempo para releer nuestra inmediata tradición. En un post anterior esbocé dicha necesidad a propósito de Machado. Me temo que toca el turno ahora de nuestra poesía de posguerra.

EGL.

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