POÉTICA DE LA ALIANZA Y EL ENSAMBLAJE




La poesía quiere cada una de las cosas sin restricción. Quiere un todo desde el cual se posea cada cosa.

María Zambrano

No hay arte revolucionario sin forma revolucinaria.

Vladimir Maiakovski


# Lo que otros dicen de este libro…

Chocar con algo ha despertado un  atento interés crítico. No en vano Erika Martínez está considerada como una de las voces más sugerentes del panorama poético actual. Veamos, de un modo panorámico, qué se ha dicho sobre este libro. 

Antonio Martínez Tortosa ha señalado lo siguiente:

Hay muchas formas de entender la política y algunas de ellas presentan más problemas que otras. A mí, y este es un prejuicio personal, la literatura política me causa cierto rechazo. Con esto quiero decir que la literatura al servicio de la política, sea del signo que sea, me provoca reparos, porque creo que la escritura no debe estar al servicio de nada, salvo de sí misma. Asumir ese papel la convierte en propaganda, y ambas disciplinas deberían estar separadas de forma clara y distinta. Ahora bien, también es cierto que la literatura —podría decirse de todas las artes— posee cualidades que apelan a nuestros centros emocionales, por lo que funciona de maravilla como transmisora de ideas. La poesía, que tan a menudo cortocircuita nuestro pensamiento racional y golpea de lleno el afectivo, parecería la herramienta más apropiada para este propósito. La paradoja está en que no lo es.

Y sin embargo, es irrefutable aquella proclama feminista de que lo personal es político. El modo en que vemos el mundo condiciona cómo actuamos en él y, por tanto, no puede decirse en ningún caso que tal o cual posición es apolítica, porque incluso ese apoliticismo es una posición política. Desde luego, la mirada de Erika Martínez no cae en esa supuesta, y mal entendida, neutralidad. Su Chocar con algo, recién publicado por Pre-Textos, está cargado de presente, se alza sobre la precariedad y el sentido de desencanto de una generación —la suya y la mía— que no tiene claro qué lugar le ha reservado la Historia. Se podría decir lo mismo de todas, imagino, pero no son muchas las que poseen la certeza de que vivirán peor que la anterior, de que la idea tan cacareada de progreso es falaz y estamos perdiendo lo poco que se había logrado hasta el momento.

Los poemas que leemos aquí están impregnados del olor de lo que rodea a Martínez. En ellos se deja ver de fondo la estructura social que, por utilizar la expresión de Günther Anders, oscurece el mundo. Aun así, la perspectiva no es lúgubre, sino lírica y consciente; sabedora de los acontecimientos históricos que nos han traído a donde estamos, pero también de que dejarse derrotar no es una opción válida. Ni el trabajo, ni el amor, ni la percepción de sí, ni la escritura son tareas fáciles, lo que no significa que deban abandonarse. Al contrario, espolean el espíritu de lucha y alimentan el fuego de la creación. Martínez se nutre de esas dificultades y demuestra, texto tras texto, que sabe extraer de ellas imágenes asombrosas. Ya sea en versículos o en endecasílabos, su control del lenguaje es palpable, pero no podemos entender su dominio formal sin tener en cuenta su contenido.

Y Martín López Vega ha apuntado estas otras nociones:

Aunque uno ha sido siempre poco dado a comentarios autocomplacientes del tipo “como la poesía que se escribe ahora en España, en ninguna parte”… lo cierto es que, como lector, tiene uno la impresión de que hacía tiempo que la lírica patria no resultaba tan estimulante. Se ha puesto a pensar, se ha vuelto consciente de que es política, lo quiera o no, y ha asumido esa responsabilidad. Y no es casualidad el protagonismo que en este giro han tenido las poetas nacidas en los 70 y los 80 del pasado siglo, que han visto, como ciudadanas, que los logros primeros del feminismo reculaban peligrosamente y se volvía necesario asaltar –por paradójico que pueda parecer- el espacio propio. Como poetas, lo han hecho con una escritura revolucionaria, que reivindica tradiciones orilladas y que se ancla, sobre todo, más en el pensamiento sobre la construcción de la identidad en un mundo que pretende imponer una por defecto, que en la complaciente reescritura de la tradición (eso que Joan Margarit, en el epílogo al último libro de Josep Maria Rodríguez, alaba diciendo que el autor catalán “piensa cada vez más sus poemas desde la propia poesía”). El protagonismo de las mujeres en las últimas hornadas de la poesía española es revolucionario: una revolución de la inteligencia y de la conciencia de la que no podemos más que aprender. Una nueva y espléndida muestra de ello es el nuevo libro de Erika Martínez, Chocar con algo (Pre-Textos) presencia excepcional, por cierto, en una colección (La Cruz del Sur) en la que abundan sus compañeros masculinos de generación.

Chocar con algo es política en el buen sentido de la palabra: reflexiona, plantea, reivindica. Y es poesía, también, en su mejor sentido: canta, pero su canto es complejo. La primera sección del libro, “Mujer agita los brazos”, supone una invitación a la toma de conciencia. “Se escribe siempre desde algún lugar, aunque no se escriba en absoluto sobre él”, dice “Mujer adentro”, primer poema del libro, subrayando la importancia del punto de enunciación, que el punto de vista hegemónico tiende a ocultar dándolo por hecho. Y desde su punto de enunciación, la voz de este libro observa que “De la montaña que nos vedaron bajan hombres enloquecidos agitando sus manuales de razón trascendental”. Lo que quiere es “un apartamento incómodo en todos sus rincones, decorar con obstáculos”, es decir: que no quede un ángulo sin su interrupción, sin su pregunta, sin la ruptura del discurso hegemónico asumido como verdadero sin discusión. “Me esfuerzo mucho en ser una persona racional, pero los silogismos se me caen de las manos. Ten cuidado, ¿no te das cuenta?, vas a romper eso”, concluye “Romper eso”. “Abolirse” cuestiona la identificación entre cuerpo e identidad: “¿Cuánto cuerpo tendría que perder para dejar de ser yo?”. “La institución” cuestiona el modo en que se construye la historia cultural: en la Real Academia, donde “dos esfinges con ciento veinte de pecho formulan su enigma de puertas afuera”, “El fantasma de Carmen Conde se esnifa la raya de la excepción”. “Condicionantes genéticos” explica su intención en el mismo título. “¿Desde cuándo se repite lo femenino?”, se pregunta “Pruebas circulares”, que comienza: “Jugar a las muñecas supone la primera performance de tu vida. Diferentes mujeres representando dentro de ti las mismas escenas, renuncias, caídas de párpados”.

Y, para acabar, Daniel López Garcia ha esbozado esto:

Desde El falso techo, por tanto, nos introducimos en Chocar con algo. Francis Fukuyama en los años sesenta decreta el fin de la historia basándose en las bondades del Estado liberal y la consumación de la felicidad del hombre con la desaparición de la sociedad de clases. En 2013, Erika Martínez escribía «para que yo, miembro de una generación prescindible, pierda la fe en la emancipación, mire el techo de mi dormitorio y se me venga la casa encima». La poesía de Erika Martinez venía a confirmar que los espectros de Marx estaban más presentes que nunca, en palabras de Derrida, y que el fantasma (como visión) había sido creer que todos nos habíamos convertido en parte de la idílica clase media; y el espectro (como amenaza) consistía en el resurgir de la toma de conciencia de la aún presente división social en los sujetos de hoy. Chocar con algo manifiesta esto de una forma más contundente, y ya no desde el fracaso sino desde la asunción y la necesaria exposición de la experiencia y el conocimiento.

En segundo lugar hablábamos de la familia en la poesía de Erika Martínez. Si antes citaba a Marx, junto a este el otro gran filósofo que habita el pensamiento actual, a mi juicio, es Freud. Este intentó vislumbrar las estructuras simbólicas presentes en la especie humana manifestando que era en el contexto familiar donde estas tomaban forma en los primeros años. De alguna manera, en la poesía de Erika Martínez son expresadas estas pulsiones tratando de analizar y hacer frente a estos condicionantes: como si para afirmar la autonomía del sujeto no fuera suficiente solo el reconocer sus potencialidades sino también los determinantes de nuestra intimidad con los que permanentemente chocamos.

Pero la poesía de Erika Martínez sigue una estructura que supera la dialéctica del dos (aspecto que en otras ocasiones hemos comentado ella y yo) y se dirige hacia un tercer elemento de síntesis (en un esquema que recuerda el idealismo hegeliano). El tercer elemento no lo vinculo a un pensador sino a una tradición epistemológica y práctica, la de mayor calado en el pensamiento hoy: el feminismo. Sostendré que en la poesía de Erika Martínez hay un impulso por superar la estructura binómica de la diferenciación de género y es más cercana a planteamientos que reafirmando la autonomía e incluso la diferencia de género, apuesta por la capacidad del humano de recrear su esencia para poder ser a la vez lo uno y lo diverso (y en este sentido, sus planteamientos los encuentro más cercanos a Judith Butler que a pensadoras como Rosi Braidotti, aunque ambas se rocen en algún punto).




# Tirando del hilo o cómo continuar por algunas derivas…

Deriva 1

Podríamos inscribir Chocar con algo en el seno de una dialéctica compleja de relación entre “lo político” y “lo poético”. Al menos a partir de los años sesenta y setenta, y muy especialmente desde finales de los noventa y principios de los dos mil, muchas poéticas españolas han tratado de escapar a una cierta normatividad todavía heredera de la mal llamada “poesía comprometida”. Esa normatividad, en resumen, vendría a subordinar el problema del lenguaje a la necesidad moral del mensaje. Por fortuna, lo político (a pesar de cierto imperium literario y crítico de filiación experiencial), siempre tuvo en nuestra reciente tradición (véase a modo de ejemplos Francisco Pino, Antonio Gamoneda, Joan Brossa, José-Miguel Ullán, etc.) un costado menos visible pero tenaz, en cuyos márgenes la disputa por el lenguaje, se hallaba inextricablemente unida a la disputa ética por la realidad. Sea como fuere, tengo la impresión que en las últimas promociones poéticas (y de manera clara a partir de la crisis de 2008) el binomio política/lenguaje se han engarzado de manera más intensa con los debates filosóficos, sociológicos y estéticos propios de la sociedad postindustrial. En diferentes autores y, sobre todo, en numerosas autoras, la lucha por nombrar la(s) realidad(es) en toda su multiplicidad constitutiva (no sólo hablamos de la “realidad material” sino también las otras realidades presentes: oníricas, introspectivas, imaginarias) se vuelve uno de los territorios clave tanto para la dialéctica cultural como para la propia exploración poética. Por ello, poesía y política están siendo repensadas desde concepciones multisituadas, interdisciplinarias, holistas, cuestionadoras de los lenguajes del poder, heterodoxas e incapaces nunca de estabilizarse. Los viejos preceptos “normalizadores” y/o “figurativo-experienciales” que impusieron su mecánica en buena parte de los años ochenta y noventa, parecen superados. A mi juicio, Erika Martínez, es una de las voces que está pensando más y mejor en torno a estas dialécticas. Leamos este poema:


Trampolín de lo que pasa

De la montaña que nos vedaron bajan hombres enloquecidos agitando sus manuales de razón trascendental. Ignorarlo es agacharse como un desclasado frente al espejo.

Quisiera un apartamento incómodo en todos sus rincones, decorar con obstáculos. O vivir un tiempo a oscuras, no exactamente abandonada.

Me acuerdo de aquel fotógrafo que compró unos infrarrojos la noche que retransmitieron el bombardeo de Bagdad. Y volvió a su casa y apagó la luz y se retrasó a sí mismo con ellos.

Mi abuela, que cocinaba de oído, se fue quedando sorda. Antes de sentarme a escribir, me gusta probarme su tímpano cansado.


Deriva 2

Podríamos poner a dialogar Chocar con algo con otro complejo problema de gran envergadura teórica. Me estoy refiriendo a la relación entre el sujeto (quien quiera que sea) y la estructura social. Es decir, cómo el yo lírico (en su interna heterogeneidad y constante fluir) se (des)ubica dentro del campo de fuerzas que es la sociedad. Y todo ello, encima, en un contexto de crisis social, económica, política y cultural. Si este libro tiene mucho de turbador y sorprendente, a mi juicio, es por su capacidad para colocar la voz poética y, por tanto, la experiencia lectora, en el extrañamiento que produce la interacción de los sujetos, de sus mundos emocionales, con la propia desestabilización de las placentas sociales donde habitan. Sección a sección, poema a poema, la identidad, la subjetividad, las prácticas, el cuerpo, la memoria, las disposiciones que toda persona porta, “chocan”, “se entrecruzan”, “confrontan”, con un mundo que por momentos se vuelve inaprehensible. No estamos ante una poesía meramente filosófica. Todo lo contrario. Hace de ese choque concreto, fisicalizado, material de destemplanzas, es decir, la destemplanza del sujeto y la destemplanza del mundo, un “centro” de escritura. Leamos otro poema:


Luxaciones

La distracción del mundo barajándose,
su afán nos incubó.
Nunca tuvimos nada que ofrecer
salvo el amor como trabajo.

Aunque eso incumbe a la estructura.
A la materia que cruje
con la pelvis a punto de parir.
A lo que somos amenazado por lo que somos,
intruso de sí mismo, rebuscando
la emoción posterior.   


Deriva 3

Los otros críticos que me precedieron conectan Chocar con algo con el pensamiento feminista. Estoy de acuerdo. Ahora bien, ¿qué clase de feminismo alimenta sus páginas? Intuyo que muchos. Intuyo que incorpora buena parte del acervo político e intelectual del que ha sido y es uno de los movimientos epistémico-sociales más significativos de los últimos siglos. Incluso diría que los feminismos de los que bebe Erika Martínez y que constituyen una piedra angular de su obra, van más allá de una noción meramente militantista o intelectual de los mismos. Se ensamblaría también con esas prácticas calladas, invisibles, de todas aquellas mujeres que bajo el Franquismo urdieron mundos sociales emancipadores en mitad de la oscuridad y las tinieblas, en el seno de sus casas, en la urdimbre de sus familias. No obstante, si como lector tuviera que rescatar alguna noción feminista que, a mi juicio, deambula por este libro, me inclinaría por aquella que Judith Butler ha propuesto en su último texto “Cuerpos aliados y lucha política”. Me estoy refiriendo a la idea de “cuerpos en alianza”. Por supuesto, esta es una mera intuición como lector, nada tiene que ver con las razones profundas que la autora tuvo para escribir lo que escribió. Pero esta noción de “cuerpos en alianza” a mí me ayuda a comprender mejor algunos poemas de Erika Martínez. Veamos cómo lo define Butler:

Con el término alianza no me refiero únicamente a una forma social del futuro; en ocasiones se trata de algo latente, o incluso constituye la estructura verdadera de nuestra formación como sujetos, por ejemplo, cuando la alianza tiene lugar en el interior de un solo sujeto, cuando es posible decir: «Yo mismo soy una alianza o me alío conmigo mismo o con mis diversas vicisitudes culturales». Lo único que quiere decir esto es que ese yo se niega a dejar al margen su carácter de minoría o de ejemplo vivo de la precariedad a favor de cualquier otro rasgo; es como si dijera: «Yo soy la complejidad que soy, y ello implica que establezco relaciones con los demás que son consustanciales a cualquier invocación de ese yo». Esta perspectiva, de la cual se deriva la relacionabilidad social en el pronombre de primera persona, nos obliga a captar la deficiencia de las ontologías identitarias para reflexionar sobre el problema de la alianza. Aquí no se trata de que yo sea un cúmulo de identidades, sino que soy de por sí una reunión, una asamblea; más aún, soy una asamblea general o un ensamblaje (assemblage), tal como lo ha denominado Jasbir Puar siguiendo a Deleuze.





Cuando leo Chocar con algo se me agolpan las imágenes de ese “yo en alianza”, de ese “cuerpo” que es una asamblea, un ensamblaje. No estamos ante un sujeto-identidad, sino tanto una relación fundante, ante un “cúmulo de identidades” que se reconoce en la complejidad que es. El sujeto-yo poético de este libro no se retuerce en su propia mismidad, sino que se sabe flujo, que se sabe (con toda la precariedad del mundo) problema, que se sabe (consciente e inconscientemente) parte de un cuerpo más amplio de cuerpos “en alianza”. Toda poesía es un acto de lenguaje y todo acto de lenguaje está atravesado por cuerpos, de ahí que no sea posible separar la irreductible constitución matérica de lo que somos de nuestros pensamientos y actos de habla. La poesía de Erika Martínez, en cada poema, crea ubicaciones donde hace acto de aparición lo político (en línea con la concepción de Hanna Arendt) en la medida que asume que toda política es un ejercicio performativo que se da “entre cuerpos” en alianza. Por decirlo en otras palabras, si resulta que cada uno de nosotros y nosotras somos un ensamblaje, cualquier acto de habla implica la conexión entre ensamblajes, y en esa conexión, en esa sociabilidad constitutiva de lo que somos, lo político siempre aflora porque es parte fundacional de dicha relación. Y dicha relación no se da sólo en un plano meramente discursivo, son cuerpos que se hablan, que se escriben, que se dicen los unos a los otros. Leamos un poema de Erika Martínez:


Visitante

Le pregunto al hombre que barre si me deja barrer. Hay cosas que se aprenden ensuciándose. ¿O será que exageramos lo inapelable de la experiencia? Creí que todo intento de comprobación debía suceder dentro del poema; que la poesía era su propio acontecimiento. Nunca sé cuándo me engaño.

En la visión prehistórica del mundo, reinaba lo poroso. Las categorías hombre, mujer, animal o piedra eran intercambiables, y no había barreras entre necios y santos. La poesía es protohistórica y es siempre la circunstancia.

Cerraron Altamira por temor a que las multitudes dañaran con su vaho las pinturas. Algo se abre cuando ese mismo vaho toca el techo de las sílabas que se ordenan.




No hagan caso a mis palabras. Por mucho que algunos intenten/intentemos hacer una labor interpretativa, lo importante es sumergirse en el propio libro y disfrutar con su lectura. No se pierdan Chocar con algo. Es un libro incómodo y necesario. Es un libro que te deja al borde del desajuste.

LA GRAN COSA



La Guerra de España corresponde a un tiempo de confusión, de muerte y nacimiento de mundos distintos. Tal vez por esto y no sólo por impotencia estos relatos, imbricados unos en otros y no machihembrados geométricamente, como tal vez debieran estarlo, den una idea del caos que fue en tantas ocasiones aquella lucha. El desorden, la complejidad de los motivos puede explicar el fárrago y embrollo del revuelo de lo que sigue, las tinieblas - la niebla - que muchas veces el sol español no logró vencer, aun sin contar la ofuscación de los contendientes.
La Guerra de España fue un Laberinto del que no salió nadie, aún estamos dentro, clamando (hay naturalmente los que lo vieron desde fuera, aun sin pagar, y los que han nacido después, a quienes no importa gran cosa), el hilo de Ariadna conducía a la disgregación del átomo: ¿quién lo sabía?
- ¿Cuántas veces no ha aparecido Europa sentada sobre el toro? Llevada en volandas si no se sabe adonde ni para qué. Lo que no se ha fijado es que el toro es España que había de volar - como lo hizo sin contemplaciones - a Europa. España es el país del toro. Es el toro que lleva a Europa en volandas. A veces la geografía no es tan tonta como parece.

Max Aub


Llevaba mucho tiempo sin reseñar una obra de narrativa en el blog. Y no ha sido porque haya descuidado la lectura de prosa, sino más bien porque durante el último medio año he alternado mis acercamientos a la poesía con un viaje (agotador) en pos de uno de los ciclos de novelas más extraordinarios de la literatura española. Me estoy refiriendo a “El laberinto mágico” de Max Aub. Antes de este ejercicio sólo guardaba en la retina lectora la deslumbrante “La calle de Valverde” y el insólito “Crímenes ejemplares”. Seis meses después, me reconozco aubiano, o mejor dicho, un cuerpo atravesado por la experiencia narrativa de “La Gran Cosa”, como llamaba a nuestra Guerra Civil el propio autor. Resulta además paradójico que haya finalizado este ciclo pocas semanas antes de comenzar esta inquietante situación política que tiene a Cataluña y al conjunto de nuestros pueblos y gentes en vilo. Quiero pensar que entre las páginas de esta obra literaria espejean muchos de los elementos que aún nos interpelan como comunidad histórica.



Para quienes anden despistados decir que este ciclo narrativo está compuesto, sobre todo, por seis novelas que fueron escritas en un intervalo larguísimo. La primera, “Campo cerrado”, apenas recién salido al exilio el propio autor en 1939. La última, “Campo de los almendros”, editada en México por Joaquín Mortiz, en 1968. Casi treinta años después. A estas obras (como ciclo) habría que añadir también cuentos y relatos, poesía (el “Diario de Djelfa”), así como otras novelas que suponen antecedentes directos y necesarios para una comprensión cabal de este ambicioso proyecto aubiano. Y entre todas ellas un “imperativo moral” al mismo tiempo que un “imperativo estético”. Lo recoge en palabras del propio autor el crítico y estudioso de su obra, Francisco Caudet, en la interesantísima introducción a la última de esas novelas (en la edición de Castalia del año 2000): “Al fin y al cabo, si mi obra tiene algún valor es como literatura. Si no vale como tal, las ideas que contiene mi obra están mejor en cualquier otro autor”.

Esbocemos brevemente la cronología de este ciclo siguiendo no tanto la secuencia en la que fue escrito, sino más bien la diacronía de los sucesos y acontecimientos históricos que describen:

·         Campo cerrado (1943). En la que se da cuenta de los años anteriores a la Guerra Civil tanto en un pueblo y una pequeña ciudad de provincias (primera parte), como en la “rosa de fuego” que era la Barcelona de los años veinte y principios de los treinta (segunda parte). Las últimas secciones del libro (tercera parte y “colmo”) se concentran en el alzamiento en la ciudad condal y el aplastamiento de la sublevación por parte del pueblo, con especial protagonismo de las organizaciones sindicales y políticas como la CNT-FAI.
·         Campo abierto (1951). Que nos lleva a los primeros meses de la guerra en la ciudad de Valencia, así como a los días heroicos e inquietantes entre el 3 y el 7 de noviembre de 1936, con la defensa numantina de Madrid y la llegada de los primeros contingentes de las Brigadas Internacionales.
·         Campo de sangre (1945). Nos coloca en diferentes ubicaciones entre el 31 de diciembre de 1937 y el 19 de marzo de 1938, tomando como telón de fondo la batalla de Teruel, la crueldad de la guerra, y la cada vez mayor conciencia en el bando republicano de una más que probable derrota.  
·         Campo del Moro (1963). Que nos desplaza a la semana que va del 5 al 13 de marzo de 1939, en la que se produjo el golpe de estado dentro del bando republicano del militar Segismundo Casado, con el apoyo de los socialistas (de la mano sobre todo de una de sus figuras clave, Julián Besteiro) y los anarquistas (en torno a Cipriano Mera). El golpe de estado casadista desgarró la retaguardia republicana y fue la puntilla al gobierno de Juan Negrín, desvaneciéndose cualquier posibilidad de resistencia.  
·         Campo francés (1965). Que nos lleva a un lugar y unos hechos poco conocidos por el gran público español y francés. El campo de concentración ubicado en lo que hoy son las pistas de tenis de Roland Garros de París, adonde el gobierno acobardado y conservador del Frente Popular, había encerrado a muchos hipotéticos “agitadores políticos” europeos, tras la ejecución de detenciones indiscriminadas, arbitrarias e ilegales. Entre esos detenidos, como no podría ser de otro modo, había muchos republicanos españoles huidos tras la caída del frente de Cataluña, así como brigadistas internacionales, judíos, sindicalistas, comunistas.  
·         Campo de los almendros (1968). Que nos sitúa entre marzo y abril de 1939. La derrota republicana, la huida de muchos de sus dirigentes, la encerrona en el Puerto de Alicante adonde fueron a parar muchos de esos derrotados a la espera de barcos que les sacaran de España (y que nunca llegaron). La desesperación de la captura. El traslado a Albatera, el que sería uno de los primeros campos de concentración franquista, en el término municipal de San Isidro, comarca de la Vega Baja del Segura, donde la crueldad y la violencia fueron la divisa de su cotidianeidad.

Estas son las demarcaciones de lo narrado. Ahora bien, ¿qué poso deja después de casi siete meses de lectura ininterrumpida? La verdad es que es difícil sintetizar de un modo sencillo y breve todo lo vivido como lector, ya que se trata de una experiencia totalizante, compleja, por momentos exigente y difícil, pero si tuviera que tirarme a la piscina diría que este ciclo contiene, al menos para mí, tres aprendizajes fundamentales.



El primero de ellos guarda relación con eso que podríamos llamar la construcción estética de la “multiplicidad de lo real”. Max Aub compone una narración donde individualidad y colectividad, sujeto y sociedad, intrahistoria e historia, estructura y agencia, están indisolublemente entrecruzadas. Por las casi 2.500 páginas transita una mundología poblada de diferentes seres que nos muestran todos los costados de la vida, todas las contradicciones y dialécticas en las que cada ser, al mismo tiempo, habita. Como si de una nueva “comedia humana” se tratara, estos libros reconstruyen un país, una sociedad desgarrada, abierta en canal, y para ello produce una “encarnación subjetiva” (como señala el propio Caudet) que pone voz, carne, temperatura existencial, a cientos de personajes que, si bien algunos sirven de hilo conductor a lo largo de todo el ciclo, no se puede decir que sean protagonistas en el sentido literal de la palabra. Decían los zapatistas que “hay muchos mundos en este mundo”, pues bien, esta obra bucea en esa aseveración, la materializa, desde una ambición literaria que tiene pocos ejemplos en nuestra tradición narrativa. Cuando se leen estas novelas uno entiende en toda su complejidad cómo un mismo hecho histórico puede ser anidado por una pluralidad infinita de emociones y razones. Se trata de un ejercicio intersubjetivo, donde los distintos personajes entre sí, donde el autor y su mundo, donde el escritor y sus criaturas fabuladas (muchas de las cuales, a su vez, tienen una raigambre en personajes reales) dialogan unas con otras en un permanente y recursivo ejercicio dialéctico. Este es un aprendizaje que hoy en día nos es más necesario que nunca. Las sociedades no son bolas de billar compactas, homogéneas, sino que están compuestas de intensas y vibrantes heterogeneidades. Max Aub se sumerge en esas heterogeneidades en un momento dramático para la historia de nuestro país.  

El segundo de los aprendizajes que me llevo sería algo así como “la pluralidad constitutiva de la narración”, así como su diálogo con otras artes en tanto apuesta necesaria. Estos libros experimentan muchas de las formas y estrategias retóricas que la literatura fue levantando desde los años setenta. Cuando uno lee estas novelas, entendidas más como collages a partir de secuencias, reconoce su hilatura con el mundo del teatro, del cine, de la pintura. El estilo aubiano en el “Laberinto mágico”, por momentos denso y barroco, engolosinado, excesivo unas veces, vertical y despojado otras, recorre todas las potencias que la escritura narrativa atesora a la hora de encarnar un mundo. Y lo hace poniendo en diálogo diferentes materiales culturales. Desde la tradición (especialmente Cervantes y Pérez Galdós) a la vanguardia. Creo que nos encontramos ante una de las prosas más apabullantes que se hicieron en nuestro idioma tras la guerra. Incluso me atrevería a decir que leyéndolo, uno no termina de saber si se encuentra ante un autor peninsular o latinoamericano. Por momentos su narratividad se preña de nuestra mejor tradición siglodorista, mientras que otras veces el castellano que emerge desconcierta, abruma, como si llegara de otro lugar, poblado de un vocabulario apenas reconocido hoy por nuestra comunidad de habla. El lenguaje literario en esta obra, creo, se vuelve un territorio en disputa, se transforma en una herramienta que no es una herramienta, sino realidad en sí mismo. El lenguaje aubiano representa en lo que somos en su incompleta materialidad, en lo que irreductiblemente somos por encima de nosotros mismos. De ahí que su prosa, incluso el problema de la prosa, se vuelva un campo cultural de enorme importancia a la hora de entender y conformar las sociedades históricas que somos.



Esto me lleva al tercer y último de los grandes aprendizajes que me llevo como lector. Entender que la “memoria colectiva” recreada a partir de la literatura, es un campo estético y moral donde distintas fuerzas sociales se la juegan, donde las comunidades y las gentes nos la jugamos. Leer “El laberinto mágico” es comprender mejor y de un modo menos estereotipado lo que fuimos y somos, con sus grandezas y vilezas, con sus contradicciones irresolubles. Y la memoria en tanto relato, es precisamente el termómetro donde las sociedades ajustan sus relojes democráticos. No hay convivencia sin vivencia compartida, sin reconocimiento de esa multiplicidad de lo real que es indisoluble, que se dice a sí misma a través de una pluralidad constitutiva de la lengua. No hay subjetividad sin alteridad. No hay devenir sin asumir lo precario que es cualquier “viaje” colectivo e histórico. Nuestra guerra, esa “Gran cosa” que reverbera aún hoy, fue un momento vertical donde todas las preguntas y heridas existenciales se sincronizaron a la vez. Y Max Aub trató de poner palabras a ese instante. Hay que ser muy valiente y decidido, además de buen escritor, para salir indemne de tan arriesgado viaje.