Londres. Mayo. 2010.
Se ha escrito tanto sobre Nada. Así que me evitaré la tentación de regurgitar algo impostado, falsamente analítico. Quiero aproximarme a este libro desde lo que he sido, un tardío visitante de Carmen Laforet a quién ni el instituto de barrio donde me eduqué, ni la ardorosa pubertad de lector en la que crecí, empujaron nunca hacia sus páginas. Mas ahora, alejado de todo aquello, transterrado en otra ciudad y otro paisaje, desconcertado por lo que observo, exploradas las estanterías de Foyles en Charing Cross, consciente muy a mi pesar del aislamiento intelectual de esta isla-mundo, topo con un ejemplar de bolsillo de Nada y algo desconcertante, parecido a una tabla de salvación, me impulsa a tomarlo. Su posesión resulta iluminadora. Porque, una vez más, sus palabras me revelan hasta qué punto la literatura es una cosa unitaria, líquida, compactada sin solución de continuidad, ni géneros ni fronteras académicas, donde lo onírico tropieza con lo inteligible, el lenguaje-suceso con la figuración realista, la bienestante “alta cultura” con el fragor inoportuno de lo popular. Y eso me tranquiliza. Porque Carmen Laforet vino con este libro a corroborar que la literatura tiene más de límite que de maña. Hay cientos de escritores con oficio. Buenos urdidores de historias, poemas o ensayos, limpios y homogéneos, dueños de un ingenio eficaz que nos deslumbra. Y es maravilloso que existan. Palpita en ellos parte del juego. Sin embargo, el zarpazo que aún nos produce Nada, sesenta y seis años después, evidencia a las claras todo aquello que no puede camuflarse detrás del savoir faire: la herida, la tensión del dolor, la violencia, el claroscuro, la tentativa por alcanzar un borde existencial o estético. Eso no se aprende en las escuelas de letras. Quizá por eso, algunos de los retratos y descripciones que Carmen Laforet nos arrojó a la cara como disparos, mantienen la misma densidad emocional de entonces. Hoy, en otro tiempo de carestía, injusticia y saqueo ético, sus palabras parecen regresar envenenadas de presente. No se trata de una (re)lectura, sino de una visión primeriza, inexperta. Como cuando, de muchachos, nos juntábamos fuera del horario lectivo al calor de algún profesor vocacional, de esos que apenas resisten ya las muchas e impenetrables reformas educativas, con el único desvelo de devorar y traspasarnos la vida leyendo a Camus, a Flaubert, a Baudelaire, a Leopoldo María Panero, a Claudio Rodríguez, a Herman Hesse o Salinger. La literatura libre de aparatos. Punzante y hechizada. Furiosa y plebeya. Adolescente e impúdica.
Dejo aquí unos párrafos de Nada por si hubiera otros despistados como yo que se perdieron entonces su milagro, así como el inicio de la versión cinematográfica que Edgar Neville dirigiera en 1947, apenas tres años después de su publicación:
http://www.youtube.com/watch?v=QWL9o1QLERQ
SEGUNDA PARTE
Capítulo X
(…)
No sabía si tenía necesidad de caminar entre las casas silenciosas de algún barrio adormecido, respirando el viento negro del mar o de sentir las oleadas de luces de los anuncios de colores que teñían con sus focos el ambiente del centro de la ciudad. Aún no estaba segura de lo que podría calmar mejor aquella casi angustiosa sed de belleza que me había dejado escuchar a la madre de Ena. La misma Vía Layetana, con su suave declive desde la plaza de Urquinaona, donde el cielo se deslustraba con el color rojo de la luz artificial, hasta el gran edificio de Correos y el puerto, bañados en sombras, argentados por la luz estelar sobre las llamas blancas de los faroles, aumentaba mi perplejidad.
Oí, gravemente, sobre el aire libre del invierno, las campanadas de las once formando un concierto que venía de las torres de las iglesias antiguas.
La Vía Layetana, tan ancha, grande y nueva, cruzaba el corazón del barrio viejo. Entonces supe lo que deseaba: quería ver la Catedral envuelta en el encanto y el misterio de la noche. Sin pensarlo más me lancé hacia la oscuridad de las callejas que la rodean. Nada podía calmar y maravillar mi imaginación como aquella ciudad gótica naufragando entre húmedas casas construidas sin estilo en medio de sus venerables sillares, pero a las que los años habían patinado también con un encanto especial, como si se hubieran contagiado de belleza.
El frío parecía más intenso encajonado en las calles torcidas. Y el firmamento se convertía en tiras abrillantadas entre las azoteas casi juntas. Había una soledad impresionante, como si todos los habitantes de la ciudad hubieses muerto. Algún quejido del aire en las puertas palpitaba allí. Nada más.
Al llegar al ábside de la Catedral me fijé en el baile de luces que hacían los faroles contra sus mil rincones, volviéndolos románticos y tenebrosos. Oí un áspero carraspeo, como si a alguien se le desgarrara el pecho entre la maraña de callejuelas. Era un sonido siniestro, cortejado de miedo. Vi salir a un viejo grande, con un aspecto miserable, de entre la negrura. Me apreté contra el muro. Él me miró con desconfianza y pasó de largo. Llevaba una gran barba canosa que se partía con el viento. Me empezó a latir el corazón con inusitada fuerza y, llevada por aquel impulso emotivo que me arrastraba, corrí tras él y le toqué en el brazo. Luego empecé a buscar en mi cartera, nerviosa, mientras el viejo me miraba. Le di dos pesetas. Vi lucir en sus ojos una buena chispa de ironía. Se las guardó en su bolsillo sin decirme una palabra y se fue arrastrando la bronca tos que me había alterado. Este contacto humano entre el concierto silencioso de las piedras calmó un poco mi excitación. Pensé que obraba como una hoja de papel en el viento. Sin embargo, apreté el paso hasta llegar a la fachada principal de la Catedral y al levantar mis ojos hacia ella encontré al fin el cumplimiento de lo que deseaba.
Una fuerza más grande que la que el vino y la música habían puesto en mí me vino al mirar el gran corro de sombras de piedra fervorosa. La Catedral se levantaba en una armonía severa, estilizada en formas casi vegetales, hasta la altura del limpio cielo mediterráneo. Una paz, una imponente claridad, se derramaba de la arquitectura maravillosa. En derredor de sus trazos oscuros resaltaba la noche brillante, rodando lentamente al compás de las horas. Dejé que aquel profundo hechizo de las formas penetrara durante unos minutos. Luego di la vuelta para marcharme.
Al hacerlo me di cuenta de que no estaba sola en la plaza. Una silueta que me pareció algo diabólica se alargaba en la parte más oscura. Confieso ingenuamente que me sentí poseída por todos los terrores de mi niñez y que me santigüé. El bulto se movía hacia mí y vi que era un hombre embutido en un buen gabán y con un sombrero hasta los ojos. Me alcanzó cuando yo me lanzaba hacia las escaleras de piedra.
Carmen Laforet