Whitechapel Boys







Fotos tomadas del catálogo de la Exposición "The Nature of the Beast" comisariada por Goshka Macuga para la Whitechapel Gallery en 2009. La última corresponde al líder de la oposición Clement Attlee hablando delante de El Guernica en la Whitechapel Gallery, 1939.


Londres. En mi buzón electrónico reposa un email de la poeta Sandra Santana dándome cuenta de un texto suyo en torno al concepto “Cultura Popular”. La excusa parece ser Miguel Hernández. Lo abro con entusiasmo. Su lectura me abrasa. Precisión, riesgo, ganas de poner sobre la mesa debates que apenas se abordan en nuestro esquemático “mundillo poético”. Incómodo y autocrítico. Echo un vistazo fuera de la habitación. De nuevo reconozco esta ciudad. Demasiadas ciudades en una. Aerolitos extraños que se repelen y juntan cuando la necesidad lo merece. De espaldas las unas a las otras. Como si, en lo más profundo, asistieran abismos distintos. En unos casos, ya lo indicó Bunge (1975) “La ciudad de la muerte”, espacios degradados donde se arraciman los grupos de menores rentas. En otros, “La ciudad de la necesidad”, zona de intersticio, clases medias, donde se alternan los flujos monetarios y las deficiencias en la provisión de servicios sociales. Más allá, “La ciudad de la abundancia”, plácidos entornos residenciales de pródiga calidad medioambiental. Tantas ciudades como la mercancía impone. Pero todas levantadas sobre la misma, la que recibe el signo: Londres, París, Madrid, Buenos Aires, qué más da. Pasear, en este caso, por el East London o el South London, guettos añejos por cuyos circuitos latieron The Clash, David Bowie, tories despistados como John Mayor o, tiempos demasiado antiguos, un menesteroso Van Gogh antes de su huida definitiva a Francia. Pasear, en este caso por el East London supone aceptar un replanteamiento, echar atrás lo aprendido en tantos cursos de historia. Visitar la Whitechapel Gallery implica desenmascar parte del discurso cultural. Y no me refiero, en este caso, a su faceta como galería de arte contemporánea, sino a la propia crónica del edificio, a su pasado working-class, a su aliento de pedagogía obrera. Repasemos. 1901. East London es un bullir de emigrantes llegados de toda Inglaterra y resto del mundo que luchan por la vida en medio de fábricas, docklands, y un capitalismo de paisajes negros que avisa metafóricamente de las convulsiones sociales que más tarde ocurrirán. Fuerte presencia de la comunidad judía. Algunos filántropos empiezan a considerar necesario “ilustrar” a los obreros. Hacerles llegar la buena nueva del “arte moderno”. Nace la Whitechapel Gallery. Ya en 1895 han tenido lugar experiencias similares como la creación del Bishopsgate Institute, también en el East London, al lado de la estación de Liverpool St. Hasta la I Guerra Mundial por aquel recito desfilan pintores, filósofos, escritores, fotógrafos, contribuyendo a condensar un primer caldo de cultivo artístico en medio de las barriadas. Al otro lado de la ciudad, en el céntrico y elegante barrio de Bloomsbury, un grupo de intelectuales preocupados por la “cuestión social” empiezan a hacerse oír. Traen bajo el brazo una formación exquisita, un ansia de vanguardia, una ideología liberal y humanista, una mayor capacidad para lo humano y una decidida repulsa de las formas victorianas. Serán el Grupo de Bloomsbury: la escritora Virginia Woolf, su esposo, Leonard Sidney Woolf, los filósofos Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein, los críticos de arte Roger Fry y Clive Bell, el economista John Maynard Keynes, el sinólogo Arthur Waley, el escritor Gerald Brenan, el biógrafo Lytton Strachey, el crítico literario Desmond MacCarthy, el novelista y ensayista Edward Morgan Forster, la escritora Katherine Mansfield y los pintores Dora Carrington, Vanessa Bell y Duncan Grant. Mientras tanto, al calor de ese “renacimiento artístico” del East London, otro grupo de creadores empieza a tomar forma: los Whitechapel Boys, intelectuales anglo-judíos marcados por su linaje obrero y una voluntad decidida de conectar arte y política sin menoscabo de su calidad estética, son Mark Gertler, Isaac Rosenberg, David Bomberg, Joseph Leftwich, Stephen Winsten, John Rodker y la única mujer del grupo, Clare Winsten (Clara Birnberg). Algunos perecerán en las trincheras de Francia, en el Somme, contribuyendo a alimentar el mito de la Trench Poetry británica que tan hondamente sigue instalada en el corpus cultural del país. La historiografía nos ha narrado profusamente el Grupo de Bloomsbury, pero poco o nada ha dejado dicho acerca de los Whitechapel Boys. Y esto me hace pensar en el Rubicón de Adorno que anunciara el texto de Sandra Santana: la supuesta distancia entre “Alta Cultura” y “Baja Cultura”. Y echando un vistazo a los logros artísticos de ambos grupos no puedo por menos que desconfiar de esta separación tan tajante. Pero sigamos. La Whitechapel nos enseña otras cosas. Como por ejemplo su apoyo incondicional a la España republicana. Pocos saben que El Guernica de Picasso, tras su salida de París al final de la Exposición Internacional de 1937, recaló en esta institución en 1939 (de hecho fue la única parada en todo su periplo hacia Nueva York) y fue utilizado como reclamo para la obtención de voluntarios para las Brigadas Internacionales, así como botas y bienes económicos de ayuda al gobierno legítimo de la República. Otra vez la “Alta Cultura” entreverándose dentro de la “Baja Cultura”. Goshka Macuga, comisario de la Exposición “The nature of the beast” (otoño de 2009) que tuvo lugar en la propia Whitechapel Gallery y que recompuso aquella famosa visita del cuadro de Picasso, nos informa a las claras de las relaciones e interdependencias que existen entre las manifestaciones artísticas nacidas en el seno de la burguesía y aquellas producidas en el corazón de la clase trabajadora.

Y es que hay problemas en torno al término “Cultura popular”. Me parece que este concepto, y de este modo vuelvo a conectarme con el email de Sandra Santana, tiene muchas más aristas de las que, ingenuamente, ha postulado buena parte del discurso postmoderno. Simplificando en demasía podríamos decir que este epíteto, creo, ha tenido en la reciente historia cultural un rostro bifronte. Por un lado se ha aplicado como correlato descriptivo de las transformaciones culturales de la clase obrera tanto en el seno del capitalismo fordista (hasta los años setenta) como en el corazón del capitalismo tardío (a partir de los años setenta) usando la terminología del economista Ernest Mandel. Por otro lado se ha vaciado de contenido, debilitando su potencia cuestionadora y asumiendo como único significado posible la analogía cultura popular-consumo. Pero vayamos por partes. En relación a lo primero, “Cultura popular” se ha convertido en un concepto-fetiche que normaliza, empaqueta y falsea una tradición (la de la cultura obrera) en sí misma rica y compleja, plagada de procesos multidimensionales. Si echamos un vistazo a la historia del movimiento obrero en España desde principios del siglo XX nos encontraremos con que la “cultura del pueblo” ha estado atravesada, al menos, por tres grandes tradiciones: La liberal-progresista que trató de extender más allá de las clases medias los logros de la razón y la ciencia (experiencias como el krausismo, la Residencia de Estudiantes, la Junta para la Ampliación de Estudios, serían solo algunos ejemplos). No se trata de una propuesta propiamente “del pueblo” pero sí “para el pueblo”, emergida en el seno del conflicto social que sirvió, entre otras cosas, para formar grupos de intelectuales preocupados en sus repertorios críticos por la centralidad del problema social. También nos encontraríamos con la tendencia anarquista, orientada a la ilustración de los obreros en sus espacios de trabajo, en las fábricas, en los campos, en las ciudades y pueblos (véase los Ateneos Anarquistas) o bien mediante el impulso de bibliotecas itinerantes cuya función fue la de contribuir a la auto-emancipación a través de las letras (baste como experiencia la labor realizada en los frentes de combate de Aragón durante los dos primeros años de nuestra Guerra Civil que hace algún tiempo recopiló magistralmente la Biblioteca Nacional en su exposición “Biblioteca en guerra”), incluso a través de una literatura anarquista netamente popular realizada por escritores sin aparente filiación burguesa. Podríamos ir más allá incluso, ya que experiencias como las de la Escuela Nueva de Ferrer i Guardia nos ponen sobre aviso de hasta qué punto esta cultura popular tuvo vocación de instrucción y génesis de un hombre nuevo, para lo cual era necesario desasirse de las tradiciones educativas impuestas por la “alta cultura” burguesa. Además de estas dos corrientes debemos destacar la tradición socialista-comunista que, bebiendo de la propia tradición burguesa, levantó un edificio formativo y cultural plagado de instituciones (Casas del Pueblo, Universidades Populares, Centros Culturales, Compañías Teatrales, incluso durante el periodo franquista la cárcel de Burgos tenía el apelativo de “La Universidad” por cuanto se mantenía una ingente labor de instrucción pública entre los presos), publicaciones, programas pedagógicos, orientados a la organización obrera, la gestación de una vanguardia revolucionaria y la comprensión de las contradicciones del capitalismo. ¿Qué quiero decir con todo este repertorio histórico? Pues que frente a la idea simplificadora de “Cultura Popular” entendida como respuesta estática del pueblo a las lógicas de la producción y el consumo capitalistas, un repaso mínimamente riguroso de su historia nos informa que “lo popular” estuvo siempre contaminado de búsqueda intelectual y formación humanística. Los Whitechapel Boys son un magnífico ejemplo de ello. Las barreras entre la “alta cultura” y la “cultura popular” no son, me parece, tan inmediatas como a priori nos han hecho creer. “Lo bruto” tiene su propio linaje y, aunque a muchos les pese, se trata de una historia repleta de logros artísticos y aventuras ideacionales, ¿Qué hacemos con este bagaje? ¿Lo extirpamos del análisis? ¿Lo silenciamos no vaya a ser que desestabilice nuestro discurso bienpensante? En cierta medida creo que la correlación cultura popular-consumo que tan profusamente ha aventado cierto discurso postmoderno (pienso en algunos narradores españoles de la última hornada) constituye una forma más de ideología, que se apresura por enterrar los rescoldos de la tradición obrera en aras de un fin de historia amable para con el poder.

Pero es que aún hay más. No sólo se han simplificado y borrado la genealogía de la “Cultura Popular”, es que, incluso dentro del discurso propiamente postmoderno, se ha falseado su sentido originario. Me explicaré. Si echamos una mirada retrospectiva podríamos decir que los Estudios Culturales británicos de finales de los cincuenta y principios de los sesenta fueron los que trataron de codificar intensamente este campo de análisis, los que más esfuerzo pusieron por dotarle de valor heurístico. Pues bien, los padres de la criatura (Richard Hoggart, Raymond Williams y, especialmente, Stuart Hall) desde la fundación en 1964 del Centre for Contemporary Cultural Studies de la Universidad de Birmingham (auténtico corazón del movimiento), ya señalaron que no era posible comprender en su justa medida este concepto si no lo relacionábamos con la idea de hegemonía analizada por Gramsci. Es decir, que la comprensión de la Cultura Popular implica y no puede disociarse de la lucha por el capital simbólico que se da en toda sociedad capitalista. ¿Por qué parte del discurso postmoderno ha borrado de un plumazo esta perspectiva? ¿Qué hay en todo esto que incomoda? No hace falta ser un lince para darse cuenta de lo obvio: si eliminamos de la “Cultura Popular” todo aquello que la hace un sujeto vivo, complejo, intersticial, cuestionador del orden imperante, auto-reflexivo, la travestimos en excusa perfecta para legitimar la sociedad postindustrial y el capitalismo desbocado en el que vivimos. Vamos, que se trata, a mi juicio, de una operación ideológica en toda regla. No hay más que echar un vistazo a la mansedumbre con la que las sociedades (y buena parte de su clase intelectual) están (estamos) aceptando el desarrollo de Planes de Ajuste mezquinos e insolidarios por toda Europa. La pregunta, entonces, sería: ¿Por qué a algunos escritores que se hacen llamar progresistas, vanguardistas, postmodernos, les fascina tanto esta simplificación? ¿Qué implicaciones estéticas tiene esta correlación cultura popular-consumo en sus obras? ¿No hay algo de entrega artística vergonzante al poder disfrazada de “última moda”?

La Whitechapel Gallery nos enseña muchas cosas. Entre ellas, a desconfiar de los discursos dominantes que nos habitan. Incluso cuando van vestidos de Gucci.

EGL

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